CIPER/The Conversation
Los antecedentes neolíticos de la desigualdad de género
19.07.2019
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19.07.2019
“La desigualdad de género es una realidad, pero su origen sigue siendo un tema controvertido”. La historiadora española Marta Cintas Peña sondeó el origen de la desigualdad de género en la prehistoria y detectó que en el Neolítico (6.000 – 4.000 A.C.) aparecieron por primera vez diferencias culturales entre hombres y mujeres. Esas diferencias se relacionaban con el uso de una violencia «más vinculada con los hombres», escribe la autora de este artículo publicado originalmente en The Conversation. Esto sugiere que fue en el Neolítico cuando «se sentaron las bases de la dominación masculina que aún pervive».
Marta Cintas Peña, Universidad de Sevilla, para The Conversation.
El feminismo ha experimentado un impulso considerable en los últimos años, llenando portadas de periódicos, conversaciones, calles y plazas. En la Universidad, la renovación también ha irrumpido con fuerza, especialmente en las Ciencias Humanas y Sociales, donde las personas y las relaciones que establecen entre ellas constituyen el objeto de estudio por excelencia. Entre los muchos temas que se han hecho un hueco en la agenda se encuentra el de la desigualdad entre hombres y mujeres, problema cotidiano y estructural que sigue afectando nuestras vidas.
La desigualdad de género es una realidad, pero su origen sigue siendo un tema controvertido. Ríos de tinta han corrido ya desde finales del siglo XIX para intentar explicar por qué hay diferencias de poder entre mujeres y hombres, y cuándo aparecieron. La arqueología prehistórica tiene mucho que decir al respecto. Por eso, hace unos años nos embarcamos en una línea de investigación que ha dado frutos recientemente en forma de tesis doctoral.
La Prehistoria comprende el enorme periodo en el que la humanidad se desarrolló con anterioridad al inicio de la escritura, herramienta revolucionaria que cambiaría para siempre el devenir social.
La escritura permitió contabilizar y controlar el excedente, establecer normas, impulsar el comercio, registrar historias y leyendas, apuntalar el poder de las élites.
Gracias a la investigación de autoras como Gerda Lerner, sabemos que para entonces la desigualdad entre hombres y mujeres ya hacía tiempo que había empezado a asentarse como un hecho social de profundo alcance. Por eso, si queremos rastrear sus comienzos debemos ir más atrás, al tiempo de las sociedades ágrafas.
¿Fue en el seno de las sociedades cazadoras y recolectoras del Paleolítico Superior cuando se sentaron las bases de la dominación masculina? ¿Durante la sedentarización y la domesticación de plantas y animales que tuvo lugar en el Neolítico? A pesar de la relevancia que, en nuestra opinión, tiene esta cuestión, aún son escasas las aproximaciones arqueológicas a ella. Las teorías abundan, su constatación material apenas existe.
Aunque en la actualidad nuestras vidas presenten un ritmo frenético, los cambios se sucedan muy rápidamente y nos hayamos acostumbrado a tener un control absoluto del tiempo, las cosas no siempre han sido así. Huelga decir que en la Prehistoria todo transcurría a una velocidad muy diferente y las grandes transformaciones requerían de siglos e incluso milenios. La creación y consolidación de la desigualdad de género no fue una excepción. Las mujeres no se despertaron un día descubriéndose en una posición subordinada, ni los hombres se encontraron a sí mismos en el plano dominante de la noche a la mañana.
En el largo camino hacia la dominación masculina seguramente no hubo uno, sino distintos elementos, avances y retrocesos, que irían poco a poco acortando el espacio de ellas y ensanchando el de ellos. A partir de la citada investigación llevada a cabo a lo largo de cuatro años de tesis doctoral hemos encontrado evidencias materiales de lo que consideramos es uno de estos elementos: el ejercicio de la fuerza o la violencia asociada a los hombres durante el Neolítico.
En los restantes parámetros analizados, los resultados obtenidos no son interpretables en clave de desigualdad. Todo ello se ha publicado recientemente en formato de artículo en la revista European Journal of Archaeology bajo el título de “Gender Inequalities in Neolithic Iberia: a Multi-Proxy Approach”.
Con el objetivo de analizar posibles diferencias entre mujeres y hombres, llevamos a cabo un análisis de 21 yacimientos diferentes distribuidos a lo largo y ancho de la geografía ibérica. Todos ellos pertenecientes al Neolítico, desarrollado en la península entre los milenios VI y IV a.C. En estos 21 yacimientos se habían excavado y estudiado antropológicamente un total de 515 esqueletos, lo que supone una cifra considerable para este período.
En el estudio tuvimos en cuenta tres grandes grupos de evidencias. En primer lugar, las bioarqueológicas, con variables como la proporción entre hombres y mujeres, las enfermedades observables en sus huesos, su dieta, la movilidad o las marcas óseas de los trabajos realizados en vida. En segundo lugar, las funerarias, entre las que sobresalen el tipo de enterramiento, el ajuar asociado a cada uno de los sujetos, la organización espacial de las tumbas o el carácter individual o colectivo del depósito.
Por último, añadimos un tercer bloque de representaciones, concretamente las del arte rupestre levantino, caracterizadas por su naturalismo y por presentar figuras humanas entre las que a menudo es posible distinguir mujeres de hombres.
Como en todas las investigaciones, en algunos casos obtuvimos resultados interesantes, en otros no tanto. Sin embargo, una vez comparados los datos de hombres y mujeres en todos los campos considerados, y tras realizar las pruebas de significación estadística, vimos varias cosas que llamaron nuestra atención.
Primero: la razón de sexo obtenida era de 151, es decir, si hubiéramos estado frente a una población viva, habría habido 151 hombres por cada 100 mujeres, lo que resulta completamente imposible de forma natural. ¿Por qué? La razón de sexo expresa la proporción entre hombres y mujeres en una población dada. De forma natural, nacen 104 o 105 hombres por cada 100 mujeres, así que los valores que estén muy alejados de esas cifras suelen ser indicadores de influencia cultural.
Segundo: casi siempre que se producía una asociación de género era con relación a los hombres.
Tercero: aunque había muchas variables en las que hombres y mujeres no presentaban diferencias, todas las variables que mostraban una distribución estadísticamente diferencial estaban relacionadas con el ejercicio de la fuerza física o la violencia.
Concretamente, se trata de los traumas en sus esqueletos, los proyectiles asociados a ellos en las tumbas y su representación en escenas de violencia en los abrigos y cuevas del arte levantino.
Además, al reunir datos procedentes de otras investigaciones vimos que siempre que hay distinciones bioarqueológicas o en el tratamiento funerario, ellos son los beneficiados y las mujeres (y las niñas y niños), relegadas a un segundo plano. Ellas aparecen en menor número en las tumbas y en las representaciones, apenas presentan asociaciones propias de ajuar, no se vinculan con elementos de violencia y no toman parte en escenas de caza ni de enfrentamiento.
Rotundamente no. No podemos afirmar que los grupos humanos que vivieron en la península ibérica entre el 6.000 y el 4.000 a.C. lo hicieran en una organización patriarcal.
Por el contrario, sí podemos plantear que es en el Neolítico cuando aparecen las primeras evidencias de diferencias culturales entre hombres y mujeres y que estas diferencias están asociadas con la violencia, más vinculada a los hombres.
A tenor de los datos disponibles, el Neolítico, etapa “revolucionaria” en palabras de Gordon Childe, parece haber sido el momento en el que se sentaron las bases de la dominación masculina que aún pervive.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea aquí el original. CIPER lo difunde en el marco del acuerdo que ambos medios tienen para divulgar investigación académica en formato accesible para todo público.