Ocupaciones de sitios para autoconstrucción de casas de veraneo: el derecho a tomarse la playa
10.05.2019
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10.05.2019
Una larga franja de nuevos balnearios ha surgido en las últimas décadas en la Región de Atacama. “El problema es serio”, afirmaba un artículo de La Tercera en enero último, el que daba cuenta de un catastro de “doce balnearios informales” que “suman 8.300 viviendas y ocupan 480 hectáreas de suelo, lo que equivale a todas las playas de Viña del Mar, Reñaca y Concón”. También El Mercurio informa periódicamente de “retiro de viviendas ilegales” ordenadas por Bienes Nacionales.
El fenómeno ha provocado impacto territorial, político y periodístico, pero son escasos los esfuerzos realizados para conocer sus causas y comprender los procesos que dan cuenta de su desarrollo y su consolidación. El reflejo de estos escasos esfuerzos se manifiesta cada cierto tiempo en reclamos, denuncias y declaraciones que salen a la palestra cada vez que el fenómeno se pone en discusión.
Los titulares de la prensa, autoridades y dirigentes empresariales hablan con mucha desenvoltura de casas ilegales y de aplicar medidas de tolerancia cero a los “balnearios brujos” del borde costero, como si se tratara de un problema policial.
Las declaraciones señaladas revelan desconocimiento de la complejidad y riqueza social de estas ocupaciones que descansan en una relación histórica con el territorio, en la comprensión del acceso a las playas como parte de los derechos de los sectores medios y trabajadores. Ignoran además el duro trabajo que ha significado construir esas humildes viviendas de vacaciones y generar mecanismos de convivencia y de relación responsable con el entorno.
Para no confundir los procesos de ocupaciones de sitios para casas de veraneo con otros fenómenos históricos, ni caer en la tentación de definirlos desde criterios economicistas o policiales, urge aclarar el marco cultural, político y local en el cual se enmarcan.
“La ocupación de sitios para construir viviendas de vacaciones surge del valor de uso de la costa como espacio de descanso, de disfrute, de goce colectivo y de comunión familiar. Esta apreciación es muy distinta a la que surge del valor de cambio que promueven las empresas inmobiliarias”.
Los balnearios que tanto revuelo provocan son resultado de una práctica nacida hace décadas en la región para resolver la necesidad de descanso y de disfrute sobre la cual nace uno de los derechos de los trabajadores: el derecho a vacaciones. Por entonces el acceso a las playas no se encontraba en la mira del Estado ni del mercado. Cualquier persona podía instalarse en la playa y aprovechar los recursos que allí encontraba. En este horizonte surgió la ocupación de sitio para casas de veraneo.
En la década de 1930 grupos de habitantes de los centros urbanos de la región comenzaron a viajar organizadamente a la costa en cada temporada estival. La práctica se consolida y se convierte en tradición tras el reconocimiento del derecho a vacaciones implementado por la legislación laboral chilena en 1936, luego de ser emitido por la OIT el Convenio 052 sobre vacaciones pagadas.
Los viajes en este período tenían carácter de aventura y se realizaban en grupos amplios de familias, vecinos, amigos, colegas. En su travesía seguían viejas huellas y debían sortear todos los obstáculos relativos a la precariedad de esos caminos, los desperfectos que sufrían los vehículos en que se desplazaban o el riesgo de perder la orientación y quedar abandonados en medio del desierto. A pesar de estas dificultades, los veraneantes hicieron prosperar este hábito de viajar a la costa para asentarse temporalmente durante el período de vacaciones.
Antiguos protagonistas de estas primeras incursiones recuerdan que cruzaban el desierto en caravanas con todo el calor del verano para llegar a las playas de Bahía Inglesa, Rocas Negras o Calderilla, situadas en los alrededores de Caldera, o de Obispito, Flamenco y Portofino, en la zona de Chañaral. Llevaban agua, colchonetas, muebles y artefactos domésticos para establecerse en campamentos temporales.
Profesores, trabajadores de la minería y empleados del sector servicios, con sus grupos familiares, llegaban a estos lugares donde formaban verdaderas comunidades durante toda la temporada de verano.
La necesidad de un espacio para pasar el período estival fue gravitante en la construcción de las primeras viviendas de vacaciones. El fenómeno se inició en Flamenco, Villa Alegre, Portofino y Rodillo a fines de la década de 1960 y en 1970. Este proceso se repitió una década más tarde en Puerto Viejo y desde fines de la década de 1990 se hizo extensivo a otras playas de la ribera litoral.
“El gesto de estas familias es, por cierto, la reivindicación de las vacaciones como uno de los derechos que formaron parte de las grandes conquistas sociales de los trabajadores del siglo XX”.
En torno a estas precarias viviendas comenzó a fortalecerse la relación con la costa. Paulatinamente, los veraneantes comenzaron a desarrollar relaciones de vecindad y de apego por el paisaje, hoy día consolidadas a través de organizaciones sociales para delimitar los sitios, generar vías para transitar, cuidar colectivamente plazas y áreas verdes y reunirse en juntas de vecinos para dialogar con las autoridades, generar alianzas estratégicas, construir pozos sépticos o cámaras que sirvan de alcantarillado, hacer acuerdos para contar con servicios de recolección de basura e iniciar planes de regularización de uso del borde costero.
Dentro de este nuevo horizonte cultural y político, la ocupación de sitios para construir viviendas de vacaciones surge del valor de uso de la costa como espacio de descanso, de disfrute, de goce colectivo y de comunión familiar. Esta apreciación es muy distinta a la que surge del valor de cambio que promueven las empresas inmobiliarias a lo largo del litoral. En un contexto de mercantilización de los suelos costeros, es difícil pensar que estas familias podrían haber tenido acceso de otra forma a estos espacios de descanso.
Este es el escenario histórico y contemporáneo en el cual nace la solicitud de miles de familias representadas por organizaciones sociales para iniciar procesos de regularización de los sitios que desde hace décadas habitan durante las vacaciones.
Ante la discusión sobre la legitimidad y legalidad de la ocupación del borde costero por parte de las familias del Norte Chico es necesario resituar la discusión y mirar los marcos culturales e históricos que explican estos balnearios. Entender el descanso y el acceso al paisaje costero como un derecho de todos puede permitirnos comprender la legítima demanda de estas familias y evitar su criminalización. Las tomas de terrenos con el objeto de construir estos sencillos balnearios es la mejor expresión de que en estas comunidades persiste una memoria de derecho al mar, a la playa y, por sobre todo, al descanso. El gesto de estas familias es, por cierto, la reivindicación de las vacaciones como uno de los derechos que formaron parte de las grandes conquistas sociales de los trabajadores del siglo XX.
(La autora es antropóloga social de la Universidad de Chile, magister en Geografía con Mención en Recursos Territoriales de la misma universidad y doctor © en Arquitectura y Estudios Urbanos de la Pontificia Universidad Católica de Chile).