Nicaragua: el fracaso de la negociación con Ortega
05.04.2019
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05.04.2019
Las negociaciones entre la dictadura Ortega-Murilo y la Alianza Cívica culminaron el miércoles pasado sin ningún acuerdo en los dos temas sustantivos de la agenda nacional, que fue refrendada por centenares de miles de ciudadanos durante la rebelión de abril: democratización y justicia. Por segunda vez en un lapso de casi un año, el presidente Daniel Ortega se atrincheró en la fuerza de la represión, rehusándose a aceptar una reforma electoral y constitucional para recortar su período de Gobierno y convocar a elecciones anticipadas. De la misma forma, se negó a que los perpetradores de una masacre que dejó más de 327 personas asesinadas, sean sometidos a una investigación independiente para que rindan cuentas ante la justicia.
Al torpedear este nuevo intento de diálogo nacional, con la pretensión de mantenerse en el poder hasta 2021 y dejar los crímenes de lesa humanidad en la impunidad, Ortega ya está provocando una mayor condena internacional que puede acelerar el derrumbe de la economía y de su Gobierno, lo que a final de cuentas impondrá una nueva dinámica política y social, lejos del ansiado “aterrizaje suave”, en la que ni él ni nadie podrán controlar los términos de su salida del poder.
Si en 2018 la economía nacional decreció -3.8%, según las cifras oficiales del Banco Central, las proyecciones de este año, sin un acuerdo político, oscilan entre -11 y -20 %, con una pérdida de centenares de miles empleos, un sistema financiero al borde del colapso, y la estructura productiva del ciclo agrícola 2019-2020 pendiente de un hilo por falta de financiamiento bancario. Adicionalmente, el efecto de las sanciones diplomáticas y económicas que podrían imponerse en los próximos meses –ejecución de las ya aprobadas Nica Act y la Orden Ejecutiva de EE. UU., nuevas sanciones de la Unión Europea, y la aplicación de la Carta Democrática de la OEA– dejarían al régimen de Ortega en una situación de precariedad económica y alta explosividad social.
¿Puede Ortega, sin contar con los recursos petroleros de Maduro en Venezuela, mantenerse en el poder dos años más en medio del colapso de la economía privada y del sector público, sin recurrir a una nueva matanza para detener la protesta política y social?
¿Pueden los represores seguir matando de forma indiscriminada, frente a un movimiento cívico que ha demostrado tener una extraordinaria reserva de resistencia política y moral?
¿Permanecerá impasible el Ejército de Nicaragua a esperar el desenlace de una situación extrema, o establecerá los límites para frenar la represión en el marco de una ley que incluso le mandata a desarmar a los paramilitares?
Todas estas son preguntas hipotéticas sobre el peor escenario nacional, pero es ineludible responderlas ahora para definir un curso de acción alternativo, pues el salto al vacío que está dando Ortega puede llegar a tener costos humanos y económicos devastadores para el país.
La exigencia de elecciones anticipadas no solo es legal y constitucional, sino que representa la única posibilidad de una salida política ordenada, ahorrándole al país más dolor y destrucción económica. Inhabilitado para gobernar después de la matanza, Ortega dejó de ser el interlocutor del electorado sandinista con la nación, el sector privado y la comunidad internacional, y quedó reducido al rol de administrador de los intereses de una cúpula familiar, económica y política, que a su vez está subordinada a la alianza con Cuba y Venezuela.
Durante sus casi cuatro décadas al frente del FSLN, Ortega nunca concibió un relevo político o una sucesión fuera del control de su propia familia, y al final de una larga pugna interna por el poder, aceptó en 2016 que su esposa Rosario Murillo se colocara como vicepresidenta en la línea de sucesión. Como corresponsable de la crisis nacional, Murillo también está inhabilitada para ser candidata y, por lo tanto, sería la principal perdedora del adelanto de las elecciones presidenciales.
El fracaso del diálogo ha sido erróneamente atribuido a la falta de “voluntad política” del Gobierno para negociar de “buena fe” y cumplir los compromisos acordados, como si este fuera una suerte de aliado o un estadista comprometido con el interés nacional. Los negociadores olvidan que, para un régimen personalista, responsable además del peor baño de sangre de la historia nacional, alcanzar acuerdos en una negociación y cumplirlos no depende de la buena voluntad, sino del resultado de la correlación de fuerzas. Ortega nunca aceptará ceder el poder “por las buenas”, si no es sometido a una situación de máxima presión nacional e internacional, y hasta ahora solo ha negociado con amplia ventaja a su favor.
Primero logró su objetivo estratégico de imponer un diálogo teniendo a los presos políticos como rehenes, con censura de prensa y sin que el pueblo pudiese manifestarse en las calles, bajo el control del Estado policíaco. Y a pesar de esta abismal desigualdad en las condiciones de la negociación, el diálogo generó una expectativa internacional que le permitió oxigenarse a un régimen aislado, mientras en Venezuela Nicolás Maduro lograba sofocar el desafío de Juan Guaidó con el control político de las Fuerzas Armadas Bolivarianas.
Contrario a la idea de que Ortega “el pragmático” estaría buscando un arreglo con Estados Unidos, antes de que se produzca el colapso del régimen de Maduro, los hechos indican que, en la repartición de roles en la alianza entre Cuba, Venezuela, y Nicaragua, el mandato a Ortega “el mesiánico” ha sido no replegarse, mientras Maduro y Castro mantengan el control absoluto de sus plazas. En cualquier caso, la comunidad internacional –EE. UU., la OEA, la Unión Europea, y la ONU– cometió un grave error de apreciación política al adoptar la estrategia de “esperar y ver” los resultados del diálogo, mientras Ortega ganó tiempo y estiró los plazos sin llegar a ningún resultado.
En el último minuto, la Alianza Cívica le asestó a la dictadura un golpe demoledor al suspender el diálogo sin aceptar un “mal arreglo”, poniendo en evidencia que el único responsable de la falta de acuerdos es el aferramiento al poder de la pareja presidencial. Del fracaso del diálogo con Ortega, la Alianza Cívica ha rescatado los acuerdos parciales sobre las promesas de liberación de los presos políticos y la restitución de las libertades públicas conculcadas, que representan la precondición básica para un diálogo en igualdad de condiciones con la dictadura.
Paradójicamente, de esta crisis está naciendo una oportunidad para la Alianza Cívica y la Unidad Nacional Azul y Blanco, para modificar el equilibrio de fuerzas políticas, con la presión cívica en las calles liderada por los presos políticos, y con el apoyo de la presión diplomática internacional. De manera que la tercera y última oportunidad del diálogo sobre la justicia y la democratización, con o sin Ortega y Murillo, solo será posible “en caliente”, con máxima presión nacional e internacional.
La construcción de la democracia en la Nicaragua pos-Ortega dependerá de los alcances y el resultado político de esa negociación, y de la conformación de una gran coalición opositora que obtenga un mandato político mayoritario en las urnas. Un mandato inequívoco que le otorgue plena legitimidad para refundar la democracia a partir de una reforma total de la Constitución, y convocar a un programa masivo de asistencia internacional extraordinaria. La reconstrucción de Nicaragua también demanda empezar ahora el desmantelamiento de las estructuras represivas de la dictadura, para que el país sea gobernable mañana.