Promesas rotas
25.02.2019
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25.02.2019
(Créditos foto de portada: telesurtv.net)
Tras la debacle sufrida en El Salvador por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en las elecciones presidenciales, los 14 comandantes históricos que forman la cúpula suprema del partido, anunciaron su jubilación a través de Medardo González, secretario general, asumiendo “la responsabilidad de los resultados electorales”.
No se cuán desapercibida ha pasado esta noticia, toda una novedad en un partido que por su autoproclamada naturaleza revolucionaria, está en la lista de aquellos que conceden a sus dirigentes históricos, probados en las nostálgicas lucha de antaño, el privilegio de la inamovilidad. Sorprendente, porque es lo que ocurre en las formaciones políticas modernas, sobre todo en Europa, donde los derrotados renuncian por regla y se van para sus casas.
El Frente Farabundo Martí y el Frente Sandinista de Nicaragua se prestaron auxilios mutuos en los años de la lucha guerrillera, ambos estuvieron divididos en tendencias y ambos alcanzaron la unidad política tras difíciles procesos de concertación; y tras el triunfo de 1979, el sandinismo se lo jugó todo de cara a Estados Unidos para apoyar con pertrechos de guerra y santuarios de retaguardia a la organización salvadoreña en armas.
La razón que la administración Reagan alegó siempre para financiar a los contras que trataban de derrocar al gobierno sandinista, fue que sólo buscaba interrumpir las líneas de apoyo logístico que iban desde Nicaragua hacia la insurgencia en El Salvador, y la primera advertencia de Washington en 1980 fue que si ese apoyo cesaba, la revolución nicaragüense sería dejada en paz.
El respaldo continuó por una década, a un costo desmesurado, pues la guerra de los contras devastó a Nicaragua; y lejos de un triunfo militar, lo que el FMLN consiguió fue un acuerdo de paz con el gobierno del presidente Alfredo Cristiani, del partido ARENA, firmado en México en 1992, lo que le permitió convertirse en una fuerza política legal a cambio del abandono de las armas.
Desde entonces se creó en El Salvador un tenso equilibrio político entre dos partidos, ARENA a la derecha, y el FMLN a la izquierda, el cual duró cerca de treinta años, al viejo estilo tradicional latinoamericano donde el escenario se solía dividir entre dos fuerzas históricas de signo contrario alternándose en el poder. Hasta que, igual que en otros países, llegó la hora de las terceras fuerzas, con el triunfo aplastante de Nayib Bukele.
El FMLN consiguió primero ganar gobiernos municipales y escaños en la Asamblea Nacional, hasta conseguir un caudal de votos suficientes para emparejar a ARENA como fuerza parlamentaria, y después conquistar la presidencia, la primera vez en 2009 con Mauricio Funes, un candidato de conveniencia ajeno a las lides guerrilleras, y luego en 2014 con uno de sus fundadores, el comandante Salvador Sánchez Cerén.
Una guerrilla que llevó adelante una lucha sacrificada de años, que vivió los riesgos de la clandestinidad, el peligro y las privaciones, y los riesgos del combate en el que tantos cayeron, al convertirse en partido político, y alcanzar el poder, despierta inmensas esperanzas, sobre todo entre los más humildes.
Confían en que se cumplan las promesas heroicas de un mundo distinto que marcaron los años de combate. Esperan un cambio a fondo de la sociedad. Esperan justicia social.
Y, sobre todo, esperan un comportamiento nuevo, diferente, una forma de hacer política alejada de las viejas trampas, de la demagogia endémica, de las promesas falsas. Esperan que aquella izquierda, que en su discurso desde las trincheras proclamaba el desprecio a los bienes materiales, restaure la ética. Cuando no es así, las decepciones se van acumulando, y el caudal de votos conquistado por las ilusiones va disminuyendo.
Si quienes votan esperanzados en un cambio de rumbo advierten que quienes se han comprometido a cerrar los abismos de pobreza, resolver con políticas integrales la violencia de las pandillas y acabar con la corrupción olvidan lo que ofrecieron, y todo sigue siendo lo mismo que antes, dejarán de creer, y harán lo que ha sucedido, castigar masivamente al partido de las promesas rotas.
¿Cómo es posible que un partido que se presenta como la encarnación de la guerrilla que se sacrificó por la causa de los pobres, ampare un presidente suyo, acusado de corrupción y lavado de dinero? Esa es una de tantas preguntas dolidas de quienes han dejado de votar al FMLN. Funes, reclamado por la justicia salvadoreña, se encuentra prófugo en Nicaragua, donde ha recibido asilo político de parte del gobierno de Daniel Ortega, sin que el gobierno de Sánchez Cerén haya reclamado su extradición.
No es de extrañarse entonces que centenares de miles de viejos simpatizantes del FMLN desertaran para ir a votar por Bukele, expulsado antes de las filas del partido por contradecir la línea ortodoxa, y que siendo tan joven haya atraído el voto de los jóvenes.
La renuncia de la cúpula histórica abre esperanzas, pero también interrogantes. La primera pregunta es si habrá de verdad una nueva dirigencia del FMLN renovada, abierta al libre debate de las ideas y a la pluralidad interna de opiniones; o si se trata sólo de instalar otras caras viejas que vengan a representar lo mismo, el rígido anillo de poder partidario que protege el pensamiento vertical y único.
Apenas en 2015, el congreso del partido estableció oficialmente que “un elemento esencial del fortalecimiento ideológico y político del FMLN es erradicar de sus filas cualquier vestigio de la ideas reformistas, derrotistas y claudicantes…”, contrarias “a los principios históricos de la izquierda”. Entre quienes ahora hacen mutis, una de las altas dirigentes dijo tras conocerse los resultados electorales: “nosotros somos más que votos”.
Esa no es sino la vieja idea de la vanguardia, que se sitúa por encima de la voluntad popular, y sigue teniendo la razón eterna aunque pierda. Con concepciones así, no hay renovación posible. Por eso, el FMLN sólo podrá sobrevivir si quienes asumen las riendas abren puertas y ventanas y dejan entrar la luz y el aire.
Lisboa, febrero 2019