Evelyn Matthei y la sombra de la guerra civil: Una crítica
23.04.2025
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23.04.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER profundiza en los dichos de la candidata presidencial Evelyn Matthei cuando habló de la inevitabilidad del golpe de Estado y las muertes producto en lo primeros años de la dictadura. Dice que «si la historia se narra como una sucesión inexorable de hechos, entonces resulta más fácil presentarse a uno mismo como arrastrado por la corriente» y que «las cosas son claras: la violencia fue, en última instancia, una decisión. Saber que esa decisión no fue el único camino constituye la base para un juicio crítico del pasado y, simultáneamente, un desafío para que el presente aprenda a valorar la democracia como la verdadera vía para resolver las crisis políticas, por agudas que sean».
Imagen de portada: Reproducción entrevista Radio Agricultura
Las declaraciones de Evelyn Matthei, insistiendo en que el golpe de Estado de 1973 fue “necesario” para evitar que Chile se convirtiera en “otra Cuba” y que la sangre derramada directamente después del golpe era inevitable, descansan en la premisa de una guerra civil como única salida posible. Tal afirmación conlleva diversos supuestos lógicos e históricos que conviene examinar con detención, pues, a la luz de la evidencia, se revela la existencia de otro camino que se estaba gestando hasta las últimas horas: la convocatoria a un plebiscito que incluía la posibilidad de nuevas elecciones, con lo cual Salvador Allende estaba dispuesto incluso a dejar el poder a fin de preservar la democracia y evitar la violencia.
En primer lugar, la supuesta “inevitabilidad” del conflicto armado se funda en un contrafáctico que concibe el futuro de la Unidad Popular como un proceso lineal hacia una dictadura marxista o una guerra civil inminente. Es un hecho que incluso el propio Allende temía que se desatara tal guerra, pues confiaba en que parte de las Fuerzas Armadas, fieles a la Constitución, se alzarían contra los golpistas, y temía el choque fratricida dentro de la institución castrense.
Sin embargo, Allende reaccionó a esa hipótesis buscando desactivar esa bomba de tiempo a través de negociaciones con la Democracia Cristiana, mediadas por el Cardenal Raúl Silva Henríquez, y planteando vías alternativas para resolver la crisis. Entre ellas surgió la posibilidad de un gobierno de Seguridad y Defensa Nacional, un acuerdo amplio con la oposición y, finalmente, la más drástica: un plebiscito que, de triunfar la opción contraria a la continuidad de su gobierno, lo apartaría de La Moneda antes de tiempo. La decisión de llamar al país a votar sobre su permanencia en el cargo, anunciada para el mismo 11 de septiembre en la Universidad Técnica del Estado, no era una simple conjetura. El audio inédito del exministro Orlando Letelier, conocido en 2023, confirma que Allende no solo tenía trazado el anuncio del plebiscito al día siguiente, sino que se proponía, además, llamar a retiro a altos oficiales involucrados en el complot. Se trataba, en otras palabras, de desactivar las vías violentas e inaugurar una salida político-institucional que pudiese contar con el aval de la ciudadanía.
El golpe se adelantó precisamente ese 11 de septiembre, impidiendo el llamado a nuevas elecciones y frustrando, en consecuencia, una alternativa real para resolver la crisis sin armas. Esa misma existencia de otra salida desbarata la idea de que el desenlace sangriento era inevitable. El contrafáctico en que Allende lograba convocar al plebiscito y que efectivamente se disputasen nuevos comicios debería tomarse tan en serio como la imagen de la inminente guerra civil, sobre todo a la luz de hechos que ya no se pueden negar: las conversaciones con el Cardenal Silva Henríquez, los intentos de diálogo con la Democracia Cristiana y la propia defensa que Allende hacía de la vía constitucional, aun a costa de romper con parte de los partidos de la Unidad Popular que se oponían a ceder. El punto clave es que si la violencia no era la única opción, justificarla como “mal necesario” pierde su anclaje lógico y moral.
Podemos plantear, con las debidas cautelas historiográficas, que muchos de los promotores y partícipes del golpe habrían tenido al menos indicios de este plan de Allende. No se puede asegurar con exactitud qué grado de conocimiento tuvo Augusto Pinochet sobre el mentado plebiscito, pero sí es altamente plausible que información tan relevante no pasara inadvertida al círculo golpista, dado que la conspiración militar ya venía fraguándose y contaba con redes de informantes en el propio gobierno. Este es un eslabón que los historiadores debiesen ubicar con urgencia. Es simplemente clave, desde el punto de vista histórico, lógico y moral.
Es precisamente la brecha entre esta alternativa pacífica y la ruta de la fuerza lo que desmonta el argumento de Matthei. Si existía la posibilidad de convocar a elecciones en el corto plazo, entonces la intervención militar no era una fatalidad histórica, sino una elección política adoptada para poner fin a la experiencia de la Unidad Popular por la vía de la represión y el quiebre constitucional.
Al mismo tiempo, es relevante comprender la función exculpatoria que desempeña la tesis de la inevitabilidad de la guerra civil. Hoy, medio siglo más tarde, existen no pocos sectores –incluyendo personas que miran con horror los crímenes de la dictadura y son conscientes del sufrimiento que se infligió a tantos chilenos– que buscan reconciliar su inicial apoyo al golpe con la evidencia de las atrocidades. Para ellos, abrazar la idea de que “no había otra solución” actúa como un sedante moral: si todo estaba destinado a estallar, nadie habría sido verdaderamente responsable de la escalada. Con ello, se desvanece la culpa que implica haber alentado, celebrado o al menos tolerado la ruptura democrática, cuando los hechos ya demostraban que Allende y otros actores estaban decididos a ensayar mecanismos institucionales. Si la historia se narra como una sucesión inexorable de hechos, entonces resulta más fácil presentarse a uno mismo como arrastrado por la corriente, en lugar de admitir la agencia deliberada con que se decidió inclinar la balanza hacia la represión y el terror.
Desde la perspectiva lógica, para que la violencia se justifique como mal menor, es preciso que no exista ningún cauce alternativo capaz de atenuar o prevenir el daño. Pero el esfuerzo de Allende –por más que tenga diversos matices y no fuera secundado por todos sus partidarios– muestra que sí había otra ruta de salida. El Cardenal Silva Henríquez dio fe de los intentos de acercamiento con líderes de la Democracia Cristiana, mientras que Letelier, Bitar y otros ministros testificaron sobre los preparativos del plebiscito. Incluso en el supuesto de que esa vía hubiese fracasado, la mera potencialidad de un proceso electoral para la sucesión de Allende hace estallar la lógica del “mal único”: no se trató de golpear o hundirse en una guerra civil, sino de golpear o permitir el libre juego institucional. El golpe, por consiguiente, se configura como la asunción de una responsabilidad agencial: un acto culpable porque había otro camino menos costoso en vidas, uno que, además, habría preservado la democracia chilena en lugar de enterrarla por diecisiete años.
Las cosas son claras: la violencia fue, en última instancia, una decisión. Saber que esa decisión no fue el único camino constituye la base para un juicio crítico del pasado y, simultáneamente, un desafío para que el presente aprenda a valorar la democracia como la verdadera vía para resolver las crisis políticas, por agudas que sean.
Una cosa es justificar el golpe de Estado y otra, muy distinta, es justificar las violaciones de los derechos humanos. Tampoco es lo mismo justificar los 17 años de dictadura. ¿Por qué acabar con la democracia?, ¿por qué asesinar, torturar y exiliar?, ¿por qué no devolver el poder lo antes posible para restaurar el régimen democrático? Cada uno de estos puntos es claramente diferente.
A 50 años del golpe, muchos se atrevieron a legitimar lo primero (el golpe de Estado), lo cual constituyó la gran novedad de esta conmemoración. Casi nadie, en cambio, justificó lo segundo (las violaciones de los derechos humanos) ni lo tercero (la extensa dictadura). Evelyn Matthei, esta vez, se atrevió a justificar tanto el golpe como las muertes, argumentando que eran inevitables, recurriendo a la tesis de una guerra civil que nunca ocurrió. Cabe preguntarse si también se animaría a justificar el tercer aspecto: los 17 años de dictadura. El solo plantearse estas cuestiones indican lo inaceptable de que varios candidatos (no es solo Matthei) planteen estas justificaciones.