Ecuador entre balas y votos: el crimen organizado y las elecciones presidenciales
17.04.2025
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17.04.2025
La autora de esta columna escrita para CIPER analiza el contexto en el que se impuso Daniel Noboa en las recientes elecciones presidenciales en Ecuador. Sostiene que “la paradoja ecuatoriana es clara: mientras se logra una baja en los homicidios mediante militarización y fuerza, el crimen organizado sigue teniendo capacidad de veto sobre la política, el comercio y la vida social. La lógica del ‘Estado de excepción permanente’ puede erosionar los cimientos democráticos si no se acompaña de reformas estructurales”.
Imagen de portada: Eduardo Santillán / Presidencia de Ecuador
Ecuador, el país que durante años fue ejemplo de estabilidad relativa en la región andina, hoy aparece en los titulares por razones muy graves: asesinatos políticos, narcos disputando territorios y una ciudadanía atrapada entre la violencia y el autoritarismo. Las recientes elecciones presidenciales, celebradas en un clima de tensión y militarización, no fueron un ejercicio democrático cualquiera: fueron el síntoma de un Estado sitiado por la criminalidad y amenazado por el retorno de viejas prácticas políticas.
En 2023, Ecuador registró 8.008 homicidios intencionales, lo que representa una tasa de 44 por cada 100.000 habitantes, la más alta en su historia y la mayor de Sudamérica, según el Balance de Homicidios de Insight Crime. Para ponerlo en perspectiva, en 2018, la tasa era de apenas 6 por cada 100.000. En cinco años, el país se ha convertido en un epicentro de violencia extrema.
Esta transformación tiene múltiples causas, pero un factor determinante es la conversión de Ecuador en una plataforma clave del narcotráfico internacional. La ubicación estratégica entre Colombia y Perú (dos de los mayores productores de cocaína del mundo) y la dolarización de su economía han hecho del país un punto logístico ideal para mafias transnacionales.
La violencia también se explica por la fragmentación del ecosistema criminal. Tras el asesinato en 2020 del líder de Los Choneros, Jorge Luis Zambrano («Rasquiña»), estalló una guerra entre las principales bandas del país. Hoy, Los Choneros, Los Lobos, Los Tiguerones y Los Lagartos se disputan zonas clave como los puertos de Guayaquil y Esmeraldas, las cárceles y corredores fronterizos. Estas bandas mantienen vínculos con carteles mexicanos como el de Sinaloa y el Jalisco Nueva Generación.
El impacto de esta narcoeconomía se refleja también en las prisiones: entre 2021 y 2023, más de 500 presos fueron asesinados en motines, muchos de ellos decapitados o incinerados. Las cárceles ecuatorianas han dejado de ser centros de rehabilitación para convertirse en cuarteles de operaciones criminales, como evidenció desde el 2019 el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos del Ecuador (CDH).
En este escenario emergió Daniel Noboa, un joven empresario sin trayectoria política, que en 2023 derrotó a Luisa González, la candidata del correísmo, en unas elecciones convocadas tras la disolución de la Asamblea mediante la figura constitucional de “muerte cruzada”. Su ascenso fue impulsado por el trauma colectivo generado por el asesinato del candidato Fernando Villavicencio, ejecutado el 9 de agosto de 2023 por sicarios vinculados a Los Lobos.
Villavicencio había denunciado conexiones entre políticos y bandas criminales, y su muerte reveló el nivel de penetración del narco en el sistema político. Su asesinato marcó un punto de inflexión y colocó a la seguridad como eje central del debate electoral.
Ya en el poder, Noboa declaró en enero de 2024 un «conflicto armado interno» y calificó a 22 grupos del crimen organizado como “organizaciones terroristas”. Esta medida permitió desplegar a las Fuerzas Armadas en todo el territorio y militarizar las cárceles. En este año, se reportó una reducción del 12,8% en los homicidios respecto al mismo período del año anterior de acuerdo con datos del Balance de Homicidios 2024 de Insight Crime que explica que la violencia no desapareció, solamente se desplazó y se transformó. Aumentaron los secuestros extorsivos, ataques con explosivos y enfrentamientos en zonas rurales. El promedio de extorsiones subió un 350% en dos años, según el Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado, y en ciudades como Durán y Manta, la población vive bajo una especie de toque de queda informal, con comerciantes pagando «vacunas» para sobrevivir.
En este tenso equilibrio se celebraron las elecciones de 2025. El día anterior a los comicios, Noboa decretó estado de excepción en siete provincias, incluyendo Manabí, Esmeraldas y Guayas, donde González contaba con fuerte respaldo. La medida restringió derechos civiles, prohibió reuniones y permitió allanamientos sin orden judicial. Para el gobierno fue una respuesta a brotes de violencia; para la oposición, una maniobra de represión electoral.
Aunque las misiones de observación internacional avalaron la transparencia del proceso, el correísmo volvió a recurrir a la narrativa del fraude. La candidata Luisa González calificó la elección como “ilegítima” y anticipó una agenda de desestabilización institucional.
Este es el dilema central de Ecuador, un Estado acosado por el crimen, gobernado por un líder sin mayoría legislativa, enfrentado a una oposición poderosa, y con una ciudadanía cansada, empobrecida y desilusionada. La inseguridad económica alimenta el caldo de cultivo para los grupos criminales, que reclutan jóvenes sin futuro en zonas donde el Estado ha desaparecido.
La paradoja ecuatoriana es clara: mientras se logra una baja en los homicidios mediante militarización y fuerza, el crimen organizado sigue teniendo capacidad de veto sobre la política, el comercio y la vida social. La lógica del “Estado de excepción permanente” puede erosionar los cimientos democráticos si no se acompaña de reformas estructurales: justicia penal efectiva, fortalecimiento policial, inteligencia financiera y reconstrucción de la confianza ciudadana.
Porque no se trata solo de ganar elecciones, sino de garantizar que haya condiciones para celebrarlas sin miedo. No se trata de reducir homicidios con soldados, sino de recuperar instituciones que no se dobleguen ante el dinero o las balas.
Ecuador está hoy ante una bifurcación histórica: puede convertirse en un laboratorio de resiliencia democrática frente al crimen, o en el ejemplo más dramático de cómo la inseguridad termina justificando la demolición del orden democrático. La pregunta ya no es si Noboa podrá con las bandas, sino si la democracia podrá sobrevivir al precio que se está pagando por intentarlo.
Y este dilema no es exclusivo de Ecuador. En países como Chile, donde la violencia aún no alcanza niveles similares, pero muestra un crecimiento inquietante, el debate entre seguridad y libertades comienza a tomar protagonismo. ¿Se apostará por el fortalecimiento institucional o por atajos autoritarios? ¿Se reforzará el tejido social o se militarizarán las calles? La región observa, y lo que hoy parece una excepción ecuatoriana, mañana puede convertirse en su espejo.