La prehistoria de los incels, la subcultura que muestra la serie “Adolescencia”
08.04.2025
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08.04.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER analiza el fenómeno de los incels profundizando en sus orígenes y en cómo se ha ido desarrollando en la sociedad moderna la noción de diferenciación con el resto. Sostiene que “gracias a este impulso por diferenciarnos, nos hemos aislado hasta tal punto que los otros se nos presentan únicamente como competidores u obstructores de nuestro desarrollo personal”. Y agrega que es necesario “mirar críticamente a los líderes detrás de los grupos que incitan a estas formas de radicalización, pues respecto de esos adolescentes desesperanzados sólo queda acompañarlos en su primer acercamiento a la sensación de la propia intrascendencia”.
Imagen de portada: Escena de la serie «Adolescencia» de Netflix
Durante las últimas semanas se ha escrito profusamente en los medios sobre la serie de Netflix Adolescencia, en tanto nos presenta un personaje que habita en una subcultura inquietante, como son los incels (involuntary celibate). A lo anterior, se suman los estudios del Centro de Estudios Sociológicos español, replicados en medios chilenos, según los cuales los jóvenes y adolescentes varones serían un grupo etario cada vez más propenso a adherir a mensajes de odio como la misoginia y, en general, a votar por grupos ligados a una extrema derecha que ahora se interpreta como referente de rebeldía.
Más que sólo criticar estos fenómenos, la invitación de Adolescencia es a comprender el atractivo de estas nuevas comunidades digitales y su creciente influencia. Así, una de las vías que nos entrega la serie para entender a los incels es que sus partícipes creen en una jerarquía implícita en el género humano, según la cual el 80% de las mujeres sólo le atraería un privilegiado 20% de los hombres. Al 80% restante de hombres no le queda mucha esperanza dada su mala suerte en la lotería genética y lo difícil de mejorar su estatus social. De este modo, la regla 80-20 tiene de trasfondo la profunda preocupación humana respecto de quienes ocupan puestos de poder o privilegio en las jerarquías sociales y con la falta de reconocimiento de quienes no lo tienen. Las corrientes feministas vilipendiadas por los incels -he aquí lo problemático- comparten la misma preocupación de trasfondo, entonces ¿cuál es la diferencia?
Para responder hay que retrotraerse hasta antes de la modernidad, cuando nuestras sociedades se organizaban en jerarquías estáticas, castas o estamentos inalterables a las que quedamos asignados por nacimiento sin derecho a cuestionarlo. A priori, el pasado nos parece un mero abuso de unos pocos privilegiados sobre unos torpes “ súbditos” , sin embargo, la anterior configuración social jerárquica implicaba un sentido de complementariedad ahora olvidado. Es decir, cada estamento tenía la convicción de que cumplía una función que permitía que la comunidad prospere y perdure. Sin ese elemento legitimador, no se explica la enorme duración de esta forma de organizar nuestra vida social. De este modo, la sociedad premoderna se estructuraba como un todo armónico y la jerarquía reflejaba un orden sagrado de la naturaleza, una especie de idea platónica, al que los humanos solo debíamos imitar.
En buena hora la modernidad derrumbó esta idea de sociedad. Hoy rechazamos a quien se asigne un puesto de autoridad por motivos de tradición o naturaleza, hasta el punto de que se ha vuelto un auténtico pathos de nuestra civilización la idea de liberación de todas las ataduras o mandatos que no provengan de nosotros mismos. En palabras del filósofo Charles Taylor, desarrollamos una ética de la autenticidad. A su vez, esta caída de las jerarquías naturales explica la necesidad de reconocimiento que tenemos los modernos, pues no hay nada que reconocer si nuestro rol está designado desde el nacimiento. Así, hemos logrado avances notables tales como nuestras nociones de igualdad, la libertad para crear cada uno su proyecto de vida o nuestra forma de combatir los roles de género antes determinados por una perturbadora “naturaleza”.
Sin embargo, esta pulsión moderna por liberarnos y potenciarnos individualmente también ha tenido un efecto problemático. Ya no contamos con un fundamento que nos haga pensar en nuestras comunidades como un todo al que cuidar. Por el contrario, gracias a este impulso por diferenciarnos, nos hemos aislado hasta tal punto que los otros se nos presentan únicamente como competidores u obstructores de nuestro desarrollo personal. De este modo, nuestro impulso por liberarnos tiene el potencial de diluir nuestras relaciones sociales y el sentido de vivir en comunidad, lo que nos deja expuestos a la típica sensación moderna de intrascendencia por nuestras pequeñas vidas solitarias.
Frente a esta tensión, los grupos ultraconservadores intentan formar nuevamente comunidades en torno a ideas sencillas y peligrosas, como retomar las estructuras jerárquicas de antaño. Acá, resurge la propia idea de que a la mujer le corresponde un rol secundario en la sociedad por su propia naturaleza. En otra línea muy cotizada en internet, los grupos ultraliberales defienden que las posiciones sociales son sagradas en cuanto reflejan la distribución perfectamente justa que el mercado realiza de los esfuerzos individuales. Para ellos, las políticas feministas favorecen arbitrariamente a un competidor (las mujeres) por sobre los otros y, para colmo, al “ empoderar” dificultan la competencia entre los hombres para encontrar pareja.
¿Qué hacer ante este panorama? Primero, buscar formas de reintegrar el bien de la comunidad como un todo a nuestras preocupaciones. La estrecha mirada individual de competidores no permite reconocer que existen grupos históricamente desfavorecidos que ingresan a la vida social en posiciones desventajosas. Segundo, la solución conlleva necesariamente reflexionar racionalmente sobre las tensiones internas de nuestra época, como los problemas que el impulso por liberarnos o “ ética de la autenticidad” conlleva. Por último, mirar críticamente a los líderes detrás de los grupos que incitan a estas formas de radicalización, pues respecto de esos adolescentes desesperanzados sólo queda acompañarlos en su primer acercamiento a la sensación de la propia intrascendencia.