Cuando las encuestas conducen la política
30.03.2025
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30.03.2025
Los autores de esta columna comentan la preponderancia que han ganado las encuestas de opinión en el devenir político del país y analizan el rol de los medios que les dan difusión sin mayor análisis ni cuestionamiento a sus metodologías. Sostienen que “si queremos que las encuestas recuperen su papel como instrumentos útiles para la democracia, es necesario exigir mayores estándares de transparencia y rigor metodológico. Pero, además, es indispensable que los medios de comunicación asuman su responsabilidad de curadores de información”.
Imagen de portada: Alejandro Leiva / Agencia Uno
Desde los primeros días de marzo se desató la campaña electoral. Esta maratón de largo aliento culminará, probablemente, el 14 de diciembre, fecha para la que está programada una eventual segunda vuelta presidencial. Los primeros movimientos de los candidatos han venido acompañados por una avalancha de estudios de opinión, cuya difusión masiva no solo mide preferencias, sino que también da forma al debate público. Las encuestas han pasado de ser un instrumento de diagnóstico a convertirse en un oráculo para las élites políticas, certificando la viabilidad de las candidaturas y condicionando las estrategias partidarias.
Sin embargo, la confianza ciega depositada en estos estudios ignora riesgos metodológicos evidentes y desestima la volatilidad del electorado. Por ejemplo, en marzo de 2021, los sondeos auguraban una segunda vuelta entre Joaquín Lavín y Daniel Jadue, pero ninguno logró siquiera superar las primarias de su sector. La lección fue clara: las encuestas pueden reflejar un momento, pero no garantizan un desenlace.
Se suele argumentar que los estudios de opinión tienen la virtud de levantar candidaturas invisibles para los partidos y posicionarlas en la arena presidencial, obligando incluso a los propios partidos a abrirles un espacio. Pero hoy, la situación es distinta: ante el poco arraigo de los partidos en la ciudadanía y la falta de liderazgos internos sólidos, los partidos han delegado en las encuestas la tarea de definir sus candidaturas presidenciales. Este proceso ha reemplazado las discusiones programáticas por una lógica de popularidad instantánea, donde las visiones de país y equipos que acompañarán a los candidatos quedan en segundo plano.
El riesgo es evidente: las encuestas no son herramientas infalibles, aun cuando el voto sea obligatorio. Si bien la obligatoriedad reduce la incertidumbre sobre la participación electoral y facilita que las encuestas midan las opiniones de quienes efectivamente van a votar, persisten desafíos metodológicos importantes. Uno de los principales retos es anticipar las preferencias de un electorado altamente volátil, donde los cambios de opinión pueden producirse hasta el último momento, como ocurrió en la primera vuelta presidencial de 2021.
Sin embargo, la complejidad no termina ahí. Incluso cuando el universo de votantes es más predecible, el riesgo de sesgo en la composición de la muestra de las encuestas sigue latente si no se logra capturar adecuadamente la diversidad socioeconómica, generacional y territorial de la población. Esta complejidad, lejos de ser menor, sigue siendo ignorada por muchos actores políticos y medios de comunicación, que difunden resultados como verdades inamovibles, sin advertir sobre las limitaciones inherentes al proceso de proyectar las preferencias de una muestra hacia el conjunto de la población adulta.
Además, es importante recordar que la obligatoriedad sólo rige para las elecciones presidenciales de fin de año. Antes de esa instancia, el primer hito de esta carrera serán las primarias, donde suele participar un grupo muy reducido del electorado. Las elecciones primarias, al ser voluntarias, introducen complejidades adicionales para las encuestas, que suelen tener dificultades para estimar la participación y los resultados.
Antes de tomar como dogma los resultados de un estudio de opinión, hay preguntas básicas que deberían guiar nuestro análisis: ¿Cómo fueron seleccionadas las personas entrevistadas? ¿Cuál es el tamaño y la composición de la muestra? ¿Cuál es el margen de error y cómo afecta la interpretación de los resultados? ¿El sondeo mide una tendencia que otras encuestas ratifican o está aislada en sus predicciones? ¿Cómo se formularon las preguntas? ¿Las opciones de respuesta permiten una expresión libre de preferencias o están limitadas a una lista cerrada?
Otras preguntas incómodas que rara vez se formulan acerca de las encuestas: ¿por qué y para qué se realizan estas encuestas? Las motivaciones detrás de los sondeos pueden ser tan diversas como inquietantes: ¿Las encuestas buscan informar objetivamente a la ciudadanía o responden a intereses políticos o comerciales? ¿Quién las financia? ¿Las empresas encuestadoras tienen, simultáneamente, como clientes a algunos de los candidatos o los partidos políticos a los que pertenecen? La falta de transparencia en la publicación de fichas metodológicas y bases de datos impide evaluar con claridad las intenciones y sesgos que pueden estar presentes en la producción de estas encuestas.
Por otra parte, el protagonismo que las encuestas han adquirido en esta fase inicial de la campaña está vinculado a la profusa difusión que logran en los medios de comunicación, muchas veces sin el debido análisis crítico, influyendo en la opinión de las élites políticas de manera desproporcionada. Al replicar estos resultados sin cuestionar su calidad, los medios terminan actuando como vehículos de validación para estudios que no siempre cumplen con estándares metodológicos rigurosos.
En este contexto, es importante recordar que los encuestadores son solo una fuente más para los periodistas y deben ser tratadas como tal. Si bien es cierto pueden colaborar, esta relación debe mantenerse dentro de límites que garanticen una mirada crítica constante, evitando que la proximidad distorsione la objetividad necesaria para informar a la ciudadanía de manera responsable.
Por último, el protagonismo excesivo que han adquirido las encuestas muy temprano en la campaña es reflejo de una falta de confianza estructural en los mecanismos tradicionales de deliberación política. En un escenario donde los partidos delegan sus decisiones a las encuestas y los medios replican sus resultados sin análisis crítico, las encuestas dejan de ser herramientas para comprender la opinión pública y pasan a moldearla, debilitando así la deliberación ciudadana.
Si queremos que las encuestas recuperen su papel como instrumentos útiles para la democracia, es necesario exigir mayores estándares de transparencia y rigor metodológico. Pero, además, es indispensable que los medios de comunicación asuman su responsabilidad de curadores de información.
De lo contrario, corremos el riesgo de construir debates electorales sobre arenas movedizas, donde las decisiones políticas se toman sobre la base de ilusiones pasajeras y no de información sólida y verificable. La confianza en las encuestas, al igual que en la democracia, no se recupera con un acierto ocasional, sino con un esfuerzo sistemático por transparentar e informar a la ciudadanía.