Depredadores invisibles: cómo el crimen transnacional desmantela las instituciones democráticas
25.03.2025
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25.03.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER asegura que “Chile posee uno de los arsenales jurídicos más sofisticados de América Latina”, pero que paradojalmente está en peligro de que el crimen organizado transnacional se instale con más fuerza. Ante esa posibilidad, sostiene que “el problema no reside en la falta de herramientas jurídicas, sino en su implementación efectiva”, y que ante el falso dilema entre entregar poderes extraordinarios que suspendan garantías individuales o aplicar con eficiencia las leyes, “la respuesta no puede ser menos estado de derecho, sino una aplicación más rigurosa y sistemática que preserve simultáneamente la institucionalidad y los derechos fundamentales”.
Créditos imagen de portada: Diego Martin / Agencia Uno
La madrugada del 1 de febrero de 2024, un comando perfectamente sincronizado secuestró al teniente coronel Ronald Alejandro Ojeda Moreno desde su departamento en Santiago. Diez días después, su cuerpo apareció en una zanja de 1,4 metro de profundidad, en la comuna de Maipú —en un área descrita por el alcalde como “fuente permanente de delitos e incivilidades”. El exmilitar venezolano y asilado político —hallado con signos de interrogatorio y tortura sistemática— se convirtió en el centro de un debate que trasciende las categorías convencionales del derecho penal.
Con ese acto criminal meticulosamente ejecutado, Chile enfrentó una realidad que otros países latinoamericanos conocen de cerca: la criminalidad organizada transnacional que ya no simplemente desafía fronteras, sino que emula con escalofriante precisión los métodos de la violencia estatal sistemática.
Este caso, junto con el régimen de terror impuesto por “Los Gallegos” en Arica y la metastásica expansión continental del “Tren de Aragua”, ha resucitado un falso dilema: ¿Necesitamos poderes extraordinarios que suspendan garantías en nombre de la seguridad? ¿O el verdadero desafío consiste en aplicar, con eficiencia sistemática, el sofisticado arsenal jurídico que ya poseemos pero que permanece inexplicablemente subutilizado?
La paradoja fundamental es que Chile posee uno de los arsenales jurídicos más sofisticados de América Latina. La Ley 19.913 (2003) posibilita seguir el rastro digital del dinero ilícito a través de fronteras aparentemente impenetrables. La Ley 20.000 (2005) despliega técnicas investigativas de vanguardia: agentes encubiertos, entregas vigiladas y un sistema de interceptaciones diseñado para organizaciones complejas. La Ley 20.393 (2009) permite desmantelar corporaciones utilizadas como fachada para el lavado de activos.
Más significativamente, la Ley 20.357 (2009) tipifica los crímenes de lesa humanidad con una formulación visionaria. Su artículo 1° incluye actos cometidos “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil” cuando sean ejecutados por “grupos organizados que detenten un poder de hecho tal que favorezca la impunidad de sus actos”.
Esta formulación trasciende el texto del Estatuto de Roma, reconociendo que determinadas organizaciones criminales pueden alcanzar niveles de poder que les permitan cometer atrocidades equiparables a los crímenes atroces cometidos por entes estatales. La legislación chilena proporciona un fundamento jurídico para abordar organizaciones como el “Tren de Aragua”, cuyas prácticas —ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y tortura sistemática— configuran potencialmente crímenes de lesa humanidad cuando se cometen contra la población civil.
El caso Kunarac (Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, 2002) estableció un precedente revolucionario: no se requiere una política estatal formal cuando existe “un curso de conducta sistemática conforme a la política de una organización”. Esta interpretación abrió la posibilidad de que organizaciones no estatales pudieran ser consideradas perpetradoras de crímenes de lesa humanidad.
La evolución jurídica internacional, cristalizada en la sentencia de la Corte Penal Internacional en el caso Katanga (2014), introduce el concepto de “indisponibilidad sustancial” como un marco hermenéutico fundamental para comprender la captura institucional por organizaciones criminales. Esta categoría jurídica trasciende la simple disfunción procesal, revelando un estado donde el aparato judicial nacional ha sido sistemáticamente neutralizado, perdiendo su capacidad de garantizar el estado de derecho. Los cimientos legales ya existen para intervenir cuando grupos criminales han penetrado tan profundamente las instituciones que generan zonas de impunidad estructural, permitiendo una respuesta supranacional que restaura la autonomía institucional comprometida por dinámicas criminales complejas.
Frente al sofisticado arsenal jurídico disponible, el “laboratorio” centroamericano de control criminal bajo el gobierno de Nayib Bukele representa una transformación paradójica y preocupante de la seguridad pública: la reducción estadística de la violencia se ha conseguido mediante una suspensión sistemática de garantías constitucionales que genera un nuevo régimen de excepcionalidad jurídica. Según reportes recientes en The New York Times por Annie Correal y Chris Cameron (marzo 2025), este modelo ahora trasciende fronteras con acuerdos para tercerizar la detención de migrantes y potenciales “enemigos del orden” en el Centro de Confinamiento contra el Terrorismo salvadoreño (CECOT), un espacio donde el debido proceso se disuelve completamente.
Lejos de ser una solución estructural, esta estrategia revela una mutación profunda del estado de derecho, donde la contención de la criminalidad se logra a través de mecanismos que erosionan las mismas instituciones democráticas llamadas a proteger la seguridad ciudadana. La militarización del control social, las detenciones masivas y los regímenes penitenciarios de excepción configuran un modelo que no resuelve los problemas de fondo, sino que los desplaza y metamorfosea, generando nuevas formas de violencia institucional. Este enfoque contraproductivo contrasta radicalmente con la implementación estratégica del arsenal jurídico que proponemos a continuación.
La implementación estratégica del arsenal jurídico requiere una arquitectura institucional de nueva generación que supere la fragmentación tradicional. Esto implica crear unidades multidisciplinarias donde fiscales especializados, analistas financieros y equipos policiales de alta capacitación operen como un organismo integrado, capaz de desarticular estructuras criminales complejas. El enfoque patrimonial —aprovechando la Ley 20.818 de 2015— se convierte en una herramienta fundamental para atacar el núcleo económico de las organizaciones criminales, reconociendo que el poder criminal se sostiene mediante sofisticadas redes de lavado de activos y economías paralelas. La cooperación internacional deja de ser un recurso ocasional para transformarse en un eje central de la estrategia, aprovechando los mecanismos existentes de intercambio de información y persecución transfronteriza. Simultáneamente, la protección de los operadores judiciales no puede concebirse como un protocolo burocrático, sino como un sistema integral de seguridad que garantice su independencia y capacidad de acción frente a las amenazas de organizaciones criminales transnacionales.
El asesinato de Ojeda, las operaciones del “Tren de Aragua” y el régimen de “Los Gallegos” en Arica revelan un desafío sistémico que pone a prueba la capacidad institucional chilena. El sistema interamericano de derechos humanos ha advertido sobre la falsa dicotomía entre seguridad y derechos humanos que históricamente ha justificado intervenciones ineficaces.
El problema no reside en la falta de herramientas jurídicas, sino en su implementación efectiva. La Ley 20.357 y precedentes internacionales como el caso Katanga ya proporcionan marcos sofisticados para abordar organizaciones criminales transnacionales que operan más allá de las fronteras tradicionales del derecho penal.
La democracia se defiende no mediante la suspensión de principios, sino mediante un ejercicio más preciso. Cuando el crimen organizado somete territorios, la respuesta no puede ser menos estado de derecho, sino una aplicación más rigurosa y sistemática que preserve simultáneamente la institucionalidad y los derechos fundamentales.
El verdadero desafío es construir una respuesta que sea firme sin ser autoritaria, que fortalezca las instituciones, sin erosionar los principios democráticos. Cada policía, cada fiscal y cada juez se convierte en un guardián de un orden que no puede ser quebrantado por la violencia organizada.