Ucrania: crónica de una muerte anunciada
06.03.2025
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06.03.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER hace un repaso de cómo llegó Volodymyr Zelensky al poder en Ucrania y concluye que el sorprendente momento que dio junto a Donald Trump y el vicepresidente de Estados Unidos J. D. Vance en el Salón Oval de la Casa Blanca “solo puede interpretarse como la reacción de un hombre que recurre a su mejor cualidad: la del comediante que, en circunstancias desesperadas, intenta victimizarse para obtener apoyo de los aliados europeos y, crucialmente, busca sobrevivir políticamente, recuperar respaldo nacional y proyectar una imagen de sí mismo como quien desafió a Trump en la Casa Blanca”.
Créditos imagen portada: reproducción video CNN
La historia contemporánea se escribe en los márgenes de la tragedia. En el punto exacto donde colisionan las ambiciones geopolíticas, las identidades culturales y las voluntades personales, surge una narrativa que, lejos de ofrecer respuestas claras, aumenta las preguntas. El conflicto ucraniano es un claro ejemplo de este fenómeno: un país atrapado en el vórtice de intereses contrapuestos, liderazgos ambiguos y una historia que parece condenada a repetirse.
Para comprender la magnitud de esta tragedia anunciada, debemos analizar tres dimensiones cruciales: la evolución del pensamiento occidental tras la Guerra Fría, con su peculiar giro hacia un intervencionismo moral; la transformación ideológica rusa que redefinió sus fronteras de influencia mediante el concepto del «Mundo Ruso», y el papel paradójico de Zelensky, una figura tragicómica atrapada entre ambiciones personales y presiones geopolíticas, cuyas decisiones han conducido a Ucrania hacia un destino que se presagiaba eludible, pero que nadie supo evitar.
En un gesto inusual para la época, Ronald Reagan, en 1983, calificó a la URSS de «Imperio del Mal» y lo describió como «el foco del mal en el mundo moderno». Con estas palabras, Reagan introducía en el análisis de la Guerra Fría un componente extraño hasta ese momento: un calificativo normativo y metafísico para definir a su adversario. Esta estructuración de la política global desde una perspectiva moral y metafísica se consolidó con las presidencias de Bill Clinton, George W. Bush y Tony Blair en el Reino Unido, que coincidieron en su interés por promover la democracia y el libre mercado globalmente.
El liberalismo de Blair y Clinton fue notablemente intervencionista, al igual que el neoconservadurismo de Dick Cheney y Paul Wolfowitz. Como expresó Blair en abril de 1999: «El problema de política exterior más acuciante al que nos enfrentamos es determinar en qué circunstancias debemos implicarnos activamente en conflictos ajenos». Para ello estableció cinco criterios: certeza de la causa, agotamiento de las opciones diplomáticas, viabilidad militar, preparación a largo plazo y existencia de intereses nacionales.
Esta postura materializaba la máxima del ex primer ministro británico Henry Temple, quien afirmó que la «verdadera política de Inglaterra» es ser «el paladín de la justicia y el derecho, siguiendo ese camino con moderación y prudencia». Sin embargo, la «moderación y prudencia» fueron reemplazadas por las posibilidades ilimitadas que ofrecía representar un modelo de éxito. El instrumento preferente fue la OTAN y, cuando no existía unidad de criterio (especialmente con el eje franco-alemán), la alianza Five Eyes Intelligence Alliance (alianza estratégica de inteligencia entre: EE. UU., Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda y Canadá).
Los gobiernos de Obama y Biden no se alejaron sustancialmente de estos principios, aunque con diferentes intensidades. El ideal del liberalismo intervencionista encajó perfectamente con las ideas del neoconservadurismo, cuyos intelectuales originarios provenían de la izquierda, principalmente trotskista, al promover unilateral y revolucionariamente la democracia y el capitalismo. Por ello, no es de extrañar que destacados neoconservadores como Cheney, Kristol o Bolton apoyaran a Harris frente a Trump. Una diferencia crucial entre Trump I y Trump II es que, en su versión actual, ha logrado relegar a los sectores neoconservadores del Partido Republicano a posiciones secundarias, algo imposible durante su primera administración, cuando su movimiento MAGA aún no dominaba suficientemente el partido.
Esta nueva concepción de la política exterior es esencial para entender la divergencia de criterios entre Trump II y líderes como Starmer o Macron respecto a Ucrania.
El giro decisivo en la visión política de Vladímir Putin se produce con la adopción del concepto «Mundo Ruso» (Russkiy Mir), una idea con raíces antiguas que adquiere relevancia estratégica en la Rusia postsoviética. Esta concepción fue desarrollada principalmente por Piotr Shchedrovitsky, hijo del filósofo soviético Georgy Shchedrovitsky, fundador del Círculo Metodológico de Moscú, que había desarrollado técnicas de manipulación grupal mediante «juegos organizativo-activos».
Durante los años 90, cuando la identidad rusa atravesaba una profunda crisis tras el colapso soviético, Piotr Shchedro
vitsky y sus colaboradores, como Efim Ostrovsky, formularon el concepto del «Mundo Ruso» como alternativa doctrinaria de política exterior. Según describió el propio Shchedrovitsky: «La idea surgió entre 1993 y 1997, cristalizando gradualmente desde una precomprensión hasta un nombre completo».
En esencia, esta doctrina proponía que las fronteras de la nación rusa no coincidían con las de la Federación Rusa, sino que abarcaban un espacio cultural más amplio definido por el idioma, la cultura y la historia compartida. «Los rusos no somos sangre; los rusos somos un destino común», escribieron en su Manifiesto de la Nueva Generación, sugiriendo que Rusia podía ejercer influencia mediante diásporas rusas globales («el archipiélago ruso») sin necesariamente expandirse territorialmente.
Aunque Shchedrovitsky insistía en que el concepto no implicaba expansionismo territorial, sino proyección cultural y económica, también escribió frases reveladoras como: «Las potencias que están pasando del marco geográfico de la política imperial al imperialismo cultural están ganando fuerza hoy en día». El concepto permitía interpretaciones flexibles, desde la cooperación cultural hasta la justificación para la revisión de fronteras.
La Fundación Russkiy Mir, creada en 2007, institucionalizó estas ideas y las identificó con tres interpretaciones: geopolítica (aislacionismo eurasiático), geoeconómica (redes de influencia tecnológica) y geocultural (integración con espacios postsoviéticos). La importancia crucial de los metodólogos no radica en su supuesto control sobre el Kremlin, sino en haber introducido y legitimado una visión identitaria y cultural del nacionalismo ruso entre los funcionarios gubernamentales, que se contrapone al nacionalismo cívico basado estrictamente en la ciudadanía estatal.
Esta transformación ideológica allanó el terreno para una política exterior que consideraba legítimo «proteger» a las poblaciones rusoparlantes fuera de las fronteras formales de la Federación Rusa, sentando bases conceptuales para futuras intervenciones.
Una característica del mundo moderno es la emergencia de diversos nacionalismos que comparten un elemento común: identidades que buscan su autonomía. El nacionalismo ucraniano es un ejemplo más de esta tendencia histórica. A lo largo del último siglo, su búsqueda para consolidar un estado-nación independiente ha encontrado sucesivos patrocinadores externos: primero la Alemania imperial durante la Primera Guerra Mundial, después el Tercer Reich durante la Segunda y, por último, Estados Unidos y sus aliados occidentales en la era pos-soviética. Esta continuidad en el apoyo extranjero, aunque motivada por diferentes intereses geopolíticos según cada época, ha contribuido decisivamente a moldear las aspiraciones y contradicciones del proyecto nacional ucraniano actual.
Ucrania emerge en este tablero geopolítico como un espacio disputado donde diversos nacionalismos compiten por definir su identidad y orientación. Como revelaron The New York Times y otros medios en 2024, la CIA y el MI6 británico han desarrollado durante años un plan sistemático para fortalecer Ucrania frente a la influencia rusa, que incluye doce bases de entrenamiento fronterizas desde 2014 y la transformación del servicio secreto ucraniano (SBU) en una extensión occidental.
En este contexto surge la figura paradójica de Volodymyr Zelensky, un comediante que se convirtió en presidente. Nacido en 1978 en una ciudad minera del este ucraniano, de familia judía rusoparlante, Zelensky ascendió meteóricamente tras interpretar en televisión a un maestro convertido en presidente reformista. En 2018, su candidatura real se tradujo en una victoria abrumadora (70 % de los votos) frente a políticos establecidos como Poroshenko y Timoshenko.
Según el historiador Michael Desch, tres factores explican su éxito inicial: su posición aparentemente neutral por encima de divisiones etnolingüísticas, al haber permanecido estratégicamente al margen de la polarizadora revolución del Maidán en 2014; su oportunismo ante el desencanto generalizado con las élites tradicionales, la corrupción endémica y la guerra en Donbás, que había costado trece mil vidas; y la deliberada ambigüedad de su programa político, que permitía a los votantes proyectar en él sus esperanzas de cambio.
Sus partidarios creyeron que erradicaría los dos grandes males ucranianos: la corrupción sistémica y la guerra civil. Su fracaso en ambos frentes constituye la gran oportunidad perdida de su presidencia. La determinación anticorrupción de Zelensky flaqueó rápidamente ante las presiones de oligarcas y grupos nacionalistas radicales. Su relación con el multimillonario Ihor Kolomoisky, propietario del canal que emitía su programa y posteriormente sancionado por fraude, evidenció contradicciones desde el principio. En marzo de 2020, destituyó al primer ministro Honcharuk, cuyas políticas anticorrupción encontraban resistencia. Él y su anillo más íntimo, son parte de los Panama Papers. Por presión posterior de los estadounidenses, trató de enmendar algunas de estas situaciones encarcelando al propio Kolomoisky.
Paralelamente, su compromiso inicial de resolver pacíficamente el conflicto en Donbás mediante los Acuerdos de Minsk (firmados entre 2014 y 2015) se topó con una feroz oposición interna. Aunque inicialmente intentó implementar el marco negociador, acordando intercambios de prisioneros y aceptando propuestas internacionales para elecciones regionales supervisadas, pronto retrocedió ante las amenazas de grupos ultranacionalistas que consideraban cualquier negociación como una traición. La derecha radical, sobrerrepresentada en las fuerzas de seguridad y en milicias paramilitares como Azov, Aidar y Sector Derecho, organizó protestas masivas advirtiendo de que habría «disturbios» si Zelensky negociaba. Como ha señalado el profesor ucraniano residente en Canadá, Ivan Katchanovski, la extrema derecha ucraniana no es relevante por su número de votos, sino por su capacidad de acción y presión extra-electorales.
Aunque inicialmente Zelensky declaró: «Estoy dispuesto a perder mi popularidad e incluso mi puesto con tal de lograr la paz», su determinación se desvaneció rápidamente ante estas presiones internas. Para 2021 ya había abandonado efectivamente el proceso de Minsk, desplegando tropas en líneas de contacto, cerrando medios prorrusos y adoptando una retórica confrontacional. Tampoco revocó la ley de 2017 promulgada por Poroshenko, que restringió el uso y la enseñanza de la lengua rusa.
Tras la invasión rusa de 2022, la postura occidental, particularmente la estadounidense y británica, desalentó activamente soluciones negociadas, incluso cuando existían oportunidades. En marzo de aquel año, mientras Zelensky admitía haberse «enfriado» respecto a ingresar en la OTAN, Biden y Boris Johnson sugerían públicamente un cambio de régimen en Rusia. Las ambiciones de Zelensky escalaron dramáticamente, pasando de buscar soluciones diplomáticas a exigir una «victoria absoluta», incluyendo la recuperación de Crimea y de todo el Donbás. Este cambio no solo refleja un cambio estratégico, sino también de carácter. Como dijo su exsecretaria de prensa, Iuliia Mendel, en diciembre de 2022 al Financial Times: «Carecía de la experiencia y la disciplina necesarias para ser un gran líder en tiempos de paz, pero sí se adapta mejor a dirigir durante el tumulto de la guerra: Es una persona caótica. En la guerra, el caos es el orden. Se siente como en casa».
Zelensky se ha transformado en alguien que no solo aspira a resistir la agresión rusa, sino también a derrotar al ejército ruso y provocar la caída de Putin, y solo entonces buscar la paz, aunque la realidad indique que esto es imposible. Uno de los primeros en describir la aversión de Zelensky a las negociaciones de paz fue el presidente de Brasil, Lula, quien en 2022 señaló: «No conozco al presidente de Ucrania. Pero su comportamiento es un poco extraño. Parece que forma parte del espectáculo. Está en televisión mañana, tarde y noche. Está en el Parlamento del Reino Unido, en el alemán, en el francés, en el italiano, como si estuviera en campaña política. Debería estar en la mesa de negociaciones».
Como ha indicado el anteriormente mencionado Desch, una inquietante posibilidad es que Zelensky, como ya ocurrió con Poroshenko, haya descubierto que el conflicto proporciona una distracción conveniente de los problemas internos irresueltos. La ley marcial permite posponer elecciones indefinidamente y silenciar las críticas en nombre del patriotismo. En noviembre de 2022, el general Mark Milley, entonces jefe del estado mayor del ejército de EE. UU. ese año, sugirió que quizá era el minuto de negociar con Rusia, ya que en ese momento se estaba en una posición de fortaleza. Ni Biden ni los europeos ni Zelensky escucharon la sugerencia: el sueño de una Rusia debilitada y un Putin caído parecía cercano.
Más allá de la desconcertante diplomacia de Donald Trump, el episodio de Zelensky en la conferencia en el salón Oval solo puede interpretarse como la reacción de un hombre que recurre a su mejor cualidad: la del comediante que, en circunstancias desesperadas, intenta victimizarse para obtener apoyo de los aliados europeos y, crucialmente, busca sobrevivir políticamente, recuperar respaldo nacional y proyectar una imagen de sí mismo como quien desafió a Trump en la Casa Blanca. Ya no se trata de Ucrania, sino de su supervivencia personal y la de su círculo cercano.
Ucrania, como Santiago Nasar en la novela de Gabriel García Márquez, se enfrenta a una muerte anunciada que, a estas alturas, parece importar poco, incluso a sus propios dirigentes. Como en el crimen de Nasar, persistirá la pregunta de si pudo evitarse: ¿deberían haber prevalecido otros enfoques en las relaciones internacionales y sus intereses geopolíticos?, ¿habrían marcado la diferencia otros líderes? El silencio que sigue a estas preguntas constituirá, quizás, la condena más elocuente de nuestra época.