Trump reabre un viejo debate sobre competitividad y corrupción
27.02.2025
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27.02.2025
La reciente orden ejecutiva del Presidente Trump que suspende la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA) ha generado debate en Estados Unidos y preocupación en América Latina. El autor de esta columna advierte sobre los riesgos de retroceder en la lucha contra la corrupción. Sostiene que “aunque algunas perspectivas consideran que la corrupción cumple una función social de mediación y puede dinamizar economías en contextos específicos, o aumentar la competitividad de las empresas -según se desprende de la orden ejecutiva del Presidente Trump- es fundamental reconocer los profundos impactos negativos que este fenómeno implica, y mantener el firme consenso sobre la necesidad de combatirla sin laxitudes”.
El pasado lunes 10 de febrero, el Presidente Trump emitió una orden ejecutiva que suspende la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA, por sus siglas en inglés) durante 180 días. Esta decisión incluye también la revisión de las investigaciones en curso para «restablecer los límites adecuados» de la ley. La suspensión tiene como objetivo culminar en una guía que ajuste la aplicación de la norma a la política exterior del actual mandato presidencial, cuyo fin explícito es mejorar la competitividad de las empresas estadounidenses en la economía global. En simple, esta suspensión abre un incierto camino de laxitud a una norma que es parte de los estándares internacionales de lucha contra la corrupción, y que busca evitar el soborno de empresas transnacionales en los países donde hacen negocios.
Esta medida ha generado incertidumbre sobre su implementación, ya que coexistiría con delitos regulados en otras normativas penales y civiles, además de las políticas internas de cumplimiento que las empresas han desarrollado para evitar prácticas corruptas. El llamado a las empresas de los expertos en corrupción corporativa ha sido unánime: no relajar los controles internos y políticas de prevención, pues la orden ejecutiva no garantiza impunidad.
El principal argumento de la Casa Blanca es que la FCPA produce una desventaja para las compañías norteamericanas, al limitar su capacidad para operar en contextos institucionales donde las prácticas corruptas están fuertemente arraigadas. Para justificar la decisión, se han resaltado los valores de la seguridad y competitividad de la economía estadounidense.
Sería fácil, e incluso podría llegar a ser políticamente conveniente, culpar exclusivamente a Trump de esta determinación, como si fuera producto de un impulso repentino. Lo cierto es que la FCPA ha sido objeto de debate en Estados Unidos desde hace tiempo, lo que vuelve aún más preocupante la suspensión recién emitida. Ya en su primer mandato, Trump habría manifestado la intención de suspender la aplicación de esta norma. Un antecedente clave es el informe del colegio de abogados de Nueva York publicado el 2011, que presentaba varias observaciones a la Ley. El documento concluía que la FCPA generaba una asimetría con efectos directos en costos excesivos para las empresas sujetas a la norma, e impactos indirectos en los mercados estadounidenses.
Dentro del debate estadounidense se ha planteado que, reconociendo imperfecciones de la norma, la suspensión de la misma es ir demasiado lejos. Los argumentos para criticar la decisión de Trump apelan a que la FCPA sirve incluso para que las empresas de los Estados Unidos puedan hacer negocios en el extranjero con una excusa legal para evitar extorsiones de servidores públicos, brindándoles una razón creíble para “decir que no” a las solicitudes de soborno. Además, todos los países que conforman la OCDE tienen normas similares, y el incumplimiento del tratado de 1997, que compromete la sanción al soborno de funcionarios públicos extranjeros, podría afectar la credibilidad de Estados Unidos. Se apela también a la reputación moral del país como una nación comprometida con la integridad y respeto hacia otros Estados.
Evidentemente, la suspensión de la FCPA también implica riesgos para los países en los que las empresas estadounidenses realizan negocios. En América Latina, los indicadores de transparencia y lucha contra la corrupción han tendido al estancamiento. El último Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional identifica desafíos en la impunidad de la corrupción, la presencia del crimen organizado en la captura del Estado, y los riesgos de corrupción que afectan específicamente a la contención de la crisis climática. En particular, Chile desciende tres lugares en el ranking, producto de la disminución de tres puntos.
Los indicadores de gobernanza del Banco Mundial también revelan una región con debilidades institucionales en la prevención y control de la corrupción. Aunque Chile ocupa posiciones de liderazgo, exhibe una tendencia a la baja, especialmente en los indicadores de estabilidad política y efectividad gubernamental.
Más allá de las debilidades institucionales, las características propias del fenómeno de la corrupción presentan riesgos adicionales ante la suspensión de la FCPA. La corrupción es un fenómeno complejo, con múltiples causas y consecuencias, que pueden ser culturales, políticas, sociales, económicas y jurídicas, pues se desenvuelve en diversos ámbitos de la vida social.
Uno de los aspectos que se ha estudiado de la corrupción es que tiene un impacto profundo en las instituciones, pues su aparición en las organizaciones genera procesos de racionalización (se acepta o justifica el acto corrupto), para luego socializarse, pasando a ser parte del repertorio de aprendizaje para las personas que se integran a la organización. Por esto, incluso se afirma que las personas que quieren actuar éticamente pueden estar en riesgo de cometer actos corruptos al enfrentarse a incentivos mal diseñados. De ahí que las políticas modernas para el combate a la corrupción promuevan sistemas de integridad que alientan comportamientos prosociales, que acotan y visibilizan los riesgos de conductas antiéticas. La suspensión de la FCPA puede dar señales contrarias entre los funcionarios públicos y privados que se relacionen con empresas sujetas a la norma.
En un plano teórico, esta suspensión representa un retroceso en la legitimidad de las corrientes de reforma y fortalecimiento institucional para la prevención y control de la corrupción. Con mayor o menor éxito, las políticas anticorrupción se han diseñado e implementado al alero de un consenso que hoy podría encontrarse amenazado: la necesidad de erradicar o acotar los espacios de corrupción. Por el contrario, la justificación de la orden ejecutiva del Presidente Trump cuestiona este consenso volviendo a una vieja discusión teórica sobre la corrupción, que la interpreta como un fenómeno que puede cumplir funciones sociales específicas, o incluso ser virtuosa, en determinados contextos.
Particularmente, en países subdesarrollados con burocracias rígidas y procedimientos administrativos engorrosos, la corrupción podría actuar como un mecanismo de mediación y dinamizador de las economías locales, según estos planteamientos. Por ejemplo, Nathaniel Leff en su artículo «Economic Development Through Bureaucratic Corruption« (1964), argumenta que en entornos donde la burocracia es excesivamente lenta y obstaculiza el emprendimiento, la corrupción puede servir como un generador de innovación. Según Leff, los sobornos y otras prácticas corruptas permitirían a los empresarios sortear las ineficiencias gubernamentales, facilitando así la actividad económica y promoviendo el desarrollo en contextos donde las normas formales impiden el progreso.
De manera similar, Samuel Huntington en «Modernization and Corruption« (1968), sugiere que la corrupción puede desempeñar un papel funcional en sociedades en proceso de modernización. Huntington plantea que, en sistemas políticos en desarrollo, donde las instituciones aún no están consolidadas, la corrupción puede contribuir a la integración y adaptación social, permitiendo que ciertos grupos accedan a recursos y oportunidades que, de otro modo, serían inaccesibles debido a estructuras burocráticas restrictivas, o normas desfasadas del progreso.
Estas aproximaciones teóricas sostienen que la corrupción, en ciertos contextos, puede compensar las deficiencias institucionales, actuando como un mecanismo informal que facilita las interacciones políticas, económicas y sociales. En países donde las regulaciones son excesivamente restrictivas y el aparato estatal es ineficiente, las prácticas corruptas podrían, paradójicamente, impulsar actividades empresariales y dinamizar la economía local.
Sin embargo, existe abundante evidencia que cuestiona la idea de que la corrupción pueda tener efectos positivos sostenibles. Incluso en entornos con burocracias ineficientes, la corrupción tiende a socavar el crecimiento económico a largo plazo, afectando el fortalecimiento y la legitimidad de las instituciones y, en última instancia, el funcionamiento de la democracia.
Aunque algunas perspectivas consideran que la corrupción cumple una función social de mediación y puede dinamizar economías en contextos específicos, o aumentar la competitividad de las empresas -según se desprende de la orden ejecutiva del Presidente Trump- es fundamental reconocer los profundos impactos negativos que este fenómeno implica, y mantener el firme consenso sobre la necesidad de combatirla sin laxitudes. La corrupción puede debilitar a las instituciones en áreas tan importantes como el combate al crimen organizado o el desarrollo de infraestructura pública, entre otras, además de mantener estructuras de poder desiguales y erosionar la confianza en las instituciones. Incluso, eleva los costos de operación de las empresas. La solución no radica en flexibilizar normas como la FCPA, sino en modernizar y mejorar su eficiencia, promoviendo la transparencia y la integridad, fortaleciendo el estado de derecho y promoviendo estándares internacionales que nivelen entre países la calidad de los controles.
La suspensión de la FCPA no solo desafía el marco legal existente, sino que también envía una señal preocupante al mundo sobre el compromiso de Estados Unidos en la lucha contra la corrupción global. En lugar de retroceder, es momento de reforzar los esfuerzos internacionales para promover prácticas comerciales éticas que beneficien no solo a las empresas, sino también a las sociedades donde operan. La respuesta debe ser coordinación y colaboración, no laxitud.