COP29 en Azerbaiyán, los desafíos geopolíticos de una transición energética global
19.11.2024
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19.11.2024
Los autores de esta columna escrita para CIPER profundizan en los grandes objetivos de la COP 29, y ponen el acento en el financiamiento que todas las iniciativas globales requieren para reducir su impacto en las comunidades. Sostienen que “sin un financiamiento adecuado, las comunidades en primera línea del cambio climático se enfrentan a la pérdida de medios de vida, desplazamiento forzado y efectos devastadores sobre la salud”.
La COP29, que se está celebrando en Azerbaiyán, enfrenta profundas críticas y escepticismo. Con una economía basada en el petróleo y el gas, Azerbaiyán resulta un anfitrión irónico para una cumbre climática que debería centrarse en la descarbonización. Sin embargo, el problema de fondo no es sólo quién lidera, sino hacia dónde se dirige la llamada “transición energética”. A nivel global, esta transición ha permitido una proliferación de proyectos energéticos “verdes” en países del sur global, como Chile, donde las cifras revelan la magnitud de esta transformación: más de 40 proyectos de hidrógeno verde están en carpeta, y solo en la región de Antofagasta se proyectan inversiones multimillonarias para satisfacer la demanda de energía limpia de Europa y otras regiones industrializadas.
A pesar de la retórica “verde”, los nuevos proyectos energéticos también implican costos para las comunidades y ecosistemas locales. El uso intensivo de recursos y la fuerte demanda de insumos —por ejemplo, 35 litros de agua para producir un kilogramo de hidrógeno— afectan los ecosistemas y comunidades allí donde estos proyectos están en desarrollo. Además, el financiamiento climático sigue siendo un tema pendiente: el Fondo de Pérdidas y Daños, que busca apoyar a las naciones más vulnerables, cuenta con solo USD 800 millones, una cantidad irrisoria frente a los USD 580 mil millones anuales que la ONU estima necesarios para cubrir las pérdidas climáticas en los países en desarrollo.
Por su disponibilidad de minerales clave para la electrificación, como el litio y el cobre; y por sus condiciones geográficas favorables a la producción de energía eólica y solar, Chile enfrenta la disyuntiva de posicionarse internacionalmente como un mero proveedor de recursos o abogar por una transición justa y sostenible, que ponga en el centro de las decisiones el bienestar y la sostenibilidad de las comunidades y los ecosistemas.
El enfoque centrado en reducir las emisiones para abastecer de energía limpia a los países industrializados ignora los impactos socioecológicos locales desde una perspectiva más sistémica y estratégica. La transición energética se ha convertido en una carrera por maximizar el desarrollo de proyectos «verdes», pero con costos humanos y ambientales que se acercan peligrosamente a los modelos extractivos tradicionales. En Taltal-Paposo, el acceso a agua potable ya es limitado, y los residentes temen que el proyecto de Colbún intensifique la pobreza hídrica, exacerbando las desigualdades.
Otros casos en la región de Antofagasta también levantan alarmas. En el Salar de Atacama, una zona de alta biodiversidad y hogar de pueblos indígenas, la extracción de litio y los proyectos de hidrógeno verde han aumentado la presión sobre los recursos hídricos. Los proyectos eólicos y solares, junto con las plantas desalinizadoras que acompañan estas instalaciones, están transformando el paisaje en detrimento de los ecosistemas y el patrimonio cultural. Las comunidades atacameñas, como la de Peine, han denunciado la falta de consulta previa e informada, a pesar de que estos proyectos alteran sus territorios ancestrales y amenazan sus formas de vida tradicionales.
Un problema crítico para abordar el desafío de la crisis climática y la transición energética justa es el financiamiento. En la COP29, este tema vuelve a ocupar el centro de las negociaciones, esta vez bajo el marco del Nuevo Objetivo Colectivo Cuantificado (NCQG). El NCQG se plantea como una respuesta a las fallas históricas en el cumplimiento de los compromisos financieros internacionales, incluida la meta de USD 100 mil millones anuales prometida en la COP15 de 2009, que nunca se alcanzó. Hoy, las necesidades son aún mayores: se estima que los países en desarrollo requieren hasta USD 2,4 billones anuales para 2030 para adaptarse y mitigar los efectos del cambio climático (Stadelmann, Carvajal, y Dai). Sin embargo, los avances hacia esta cifra han sido mínimos y las promesas de financiamiento siguen siendo inciertas. La situación actual pone en riesgo a millones de personas y plantea interrogantes sobre el verdadero compromiso de los países desarrollados con una transición justa y sostenible.
Los costos de no actuar sobre el financiamiento climático se reflejan en el incremento de los impactos socioecológicos que históricamente han afectado a los países proveedores de materias primas, que a su vez son los principales afectados por los impactos de la crisis climática. Se proyecta que el costo de las pérdidas y daños alcanzará los USD 580 mil millones anuales en los países más vulnerables para 2030. Sin un financiamiento adecuado, las comunidades en primera línea del cambio climático se enfrentan a la pérdida de medios de vida, desplazamiento forzado y efectos devastadores sobre la salud. Los países desarrollados, que históricamente han contribuido en mayor medida al cambio climático, tienen una deuda pendiente con estas naciones y deberían asumir su responsabilidad con compromisos financieros sólidos y verificables. En este sentido, la exigencia de que los fondos del NCQG se distribuyan de manera equitativa y no generen deuda es un punto fundamental (Stadelmann, Carvajal, y Dai).
La inacción climática y la falta de financiamiento también tienen consecuencias directas sobre la biodiversidad. La COP16 de Biodiversidad, celebrada recientemente, dejó en claro que los compromisos para proteger y restaurar los ecosistemas globales siguen siendo insuficientes. A pesar de que se estableció una meta ambiciosa para proteger el 30% de la biodiversidad terrestre y marina para 2030, los fondos para alcanzar este objetivo no se han movilizado en la escala necesaria. Sin financiamiento efectivo, es improbable que se logre la protección de ecosistemas críticos que sostienen la vida en el planeta. Las brechas en los compromisos de la COP16 deberían servir de advertencia para la COP29: las promesas climáticas sin respaldo financiero conducen a la degradación continua de nuestros ecosistemas y al agravamiento de la crisis climática.
Mirando hacia la COP30, que tendrá lugar en Brasil, se avecinan nuevos desafíos para América Latina. Esta será la primera vez en más de una década que la COP se realice en suelo latinoamericano, y Brasil, un país de gran biodiversidad y con una fuerte dependencia de la Amazonía, tiene una responsabilidad enorme. La COP30 representará una oportunidad crucial para que la región demande con más fuerza financiamiento para enfrentar la crisis climática sin perpetuar las injusticias de los modelos extractivos. Sin embargo, sin un cambio en el enfoque del financiamiento climático y sin avances concretos en la COP29, es probable que Brasil y el resto de América Latina se enfrenten a las mismas limitaciones y retos que actualmente ahogan las posibilidades de una transición justa en Chile y otros países de la región.
En Bakú, los países no industrializados y particularmente América Latina, deben exigir que el NCQG no solo se enfoque en la mitigación de emisiones, sino también en adaptación y pérdidas y daños, áreas históricamente subfinanciadas. Esto implica que la estructura del NCQG incluya sub-objetivos específicos que aseguren que cada uno de estos elementos reciba el financiamiento que necesita. Además, el fondo de Pérdidas y Daños, creado en la COP27 pero aún sin una implementación efectiva, debe ser parte integral de este nuevo objetivo. Sin este tipo de garantías, la COP29 corre el riesgo de ser otro escenario donde las promesas se hagan a medias, dejando a los países en desarrollo en la incertidumbre (Cabaña).
La demanda de una transición justa no es solo un pedido económico; es una exigencia ética. Si la COP29 no responde a las necesidades de los países que enfrentan los peores impactos de la crisis climática, los acuerdos internacionales continuarán fracasando en su objetivo de proteger a las personas y al planeta. La justicia climática debe ser una prioridad en Bakú, y eso solo puede lograrse si los países desarrollados cumplen con sus compromisos y se comprometen a construir un sistema financiero internacional que no abandone a los más vulnerables.
La COP29 representa un punto de inflexión para países como Chile, que, además de enfrentar los efectos directos del cambio climático, juega un rol crucial como proveedor de minerales y energía para la transición energética global. Sin embargo, los desafíos a los que se enfrenta en este contexto van más allá de simplemente atraer inversiones en energía verde; el verdadero reto es redefinir su posición dentro del ecosistema de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) para garantizar que esta transición no profundice las desigualdades históricas ni reproduzca el extractivismo en nuevas formas (Stadelmann, Carvajal, y Dai).
Chile debe abogar en Bakú por un Nuevo Objetivo Colectivo Cuantificado que asegure financiamiento sin deuda y específico para la adaptación, las pérdidas y daños, y la mitigación, y que responda a las necesidades de las comunidades afectadas. La demanda de un fondo de Pérdidas y Daños con recursos accesibles y consistentes es un desafío clave, no solo para Chile, sino para toda América Latina. Esto requerirá que Chile lidere una coalición de países en desarrollo, exigiendo compromisos vinculantes de los países desarrollados para no solo financiar, sino implementar estos fondos de manera justa.
Además, con la COP30 acercándose en Brasil, Chile puede posicionarse como un líder regional en la formulación de políticas climáticas que no solo se centren en la reducción de emisiones, sino que integren criterios de justicia social y ambiental. Esto implica promover la consulta informada y la protección de recursos esenciales como el agua en los proyectos de hidrógeno verde y minería, poniendo en el centro de la transición a las comunidades y ecosistemas afectados (Cabaña).
Si Chile no asume esta postura activa y transformadora, corre el riesgo de ser reducido a un simple proveedor de materias primas en la economía global. En esta COP29, nuestro país ha tenido la oportunidad de convertirse en un catalizador de una transición energética realmente justa, que no solo impulse su propio desarrollo, sino que también sirva de modelo para toda América Latina.