Corrupción y administración pública: una necesaria revisión al sistema
29.10.2024
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29.10.2024
La autora de esta columna escrita para CIPER señala que “es necesario revisar el sistema público para incorporar cambios que rompan la actual cultura organizacional, modernizar la gestión pública para lograr un aparato público que sea eficiente, eficaz, transparente y probo, fortaleciendo toda medida que propenda a la integridad pública, no solo dirigidas hacia la dotación de personal ‘permanente’ sino también, y principalmente, hacia las autoridades y los equipos que se incorporan al sistema con cada gobierno de turno”. Llama la atención, también, respecto del debilitamiento de controles que entregan espacios a una corrupción no solo individual sino también a aspectos que podrían abarcar lo institucional, entregando como ejemplo las formas en que se gestionan los ingresos de personal a la Administración Pública, así como la carrera funcionaria, lo que muestra una gran diferencia entre su regulación normativa y la práctica.
Hace algunas semanas vengo revisando el estudio “Riesgo Político América Latina 2024” del Centro UC de Estudios Internacionales (CEIUC) y los riesgos identificados que se señalan. Se concluye que han venido aumentando con preocupación el crimen organizado, la corrupción, la desafección democrática y la gobernabilidad bajo presión. Considerando los últimos acontecimientos políticos desencadenados en el último tiempo en nuestro país, es inevitable no profundizar respecto de la materia que se ubica en el segundo lugar del ranking: “Aumento de la Corrupción e impunidad”. Este se considera como una de las principales preocupaciones de los ciudadanos latinoamericanos, señalándose que “la concentración del poder y connivencia de élites políticas y económicas aumenta la opacidad de las burocracias estatales, al tiempo que la informalidad y la cultura de la ilegalidad contribuyen a la imbricación de la corrupción en la sociedad civil”.
Pero, ¿qué es la corrupción? Revisada la literatura respecto del tema es difícil entregar una única definición. Como definición básica, ésta se entiende como «conducta deshonesta o fraudulenta por parte de aquellos que están en el poder» y «comportamiento deshonesto o ilegal por parte, especialmente, de gente poderosa». El Banco Mundial (1997) define la corrupción como el «uso del cargo público en beneficio propio». Esta definición se enfoca en la corrupción en el sector público o aquella que involucra a funcionarios públicos, privados o políticos; la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) considera la corrupción como «el abuso de un cargo en el sector público o privado para beneficio personal» y la organización no gubernamental (ONG) Transparencia Internacional (TI) la define como «el abuso del poder encomendado en beneficio propio”. Al revisar el fenómeno bajo la consideración de que a los funcionarios públicos se les encomienda el poder para servir el interés público, se establece una mayor gravedad cuando pasa a primar la búsqueda del interés particular por sobre el interés general.
El artículo 19 de la Convención de las Naciones Unidas Contra la Corrupción (CNUCC) define, entre otros, el delito de abuso de funciones. Este se puede aplicar a situaciones como patrocinio (el uso de los recursos del Estado para recompensar a quienes proporcionen apoyo electoral), nepotismo (trato preferencial a familiares), amiguismo (otorgar trabajo y otras ventajas a amigos o colegas de confianza) y extorsión (la demanda de favores sexuales como forma de pago). Según se señala en estudios de Naciones Unidas “todos estos delitos socavan la toma de decisiones independiente o representada democráticamente y los procesos justos y competitivos en la formación y contratación de personal de los Gobiernos”.
El abuso de funciones en el sector público chileno no es un fenómeno nuevo para sus funcionarios. Muchos lo han observado y/o sufrido de parte de alguna autoridad y/o jefatura directa. Personas que llegan a la administración pública asociadas al Gobierno de turno y empoderadas por sus relaciones políticas y/o sus vínculos familiares con algún personero político de renombre, como “aves de paso” llegan para desaparecer después de cuatro años de gobierno o menos, normalmente sin lograr entregar aportes significativos a la gestión. Los más relacionados lograrán negociar algún buen grado y permanecer en lo público sin importar el cambio de línea política del gobierno y sin importar el haber ejercido un cargo de confianza política que por un tema ético deberían abandonar. No es poco frecuente observar cuando asume el poder un nuevo gobierno los cambios de funciones y movimientos a diferentes dependencias de personas de confianza del gobierno saliente, que actuaron normalmente cercanos a la autoridad, a “refugiarse” en unidades de línea de la estructura, buscando una continuidad laboral al presentarse ante las nuevas autoridades como un funcionario más.
No es extraño observar cómo un gobierno que deja el poder durante los últimos meses procederá con la mejora de grados de aquellos funcionarios que demostraron su lealtad a la jefatura directa y con ello al gobierno de turno, o sea a una persona natural y a un partido político o grupos de partidos.
El funcionario público debe estar por sobre esas consideraciones, el funcionario público debe asociar su actuar y desempeño al servicio de los ciudadanos, promoviendo el bien común atendiendo las necesidades públicas en forma continua y permanente y fomentando el desarrollo del país a través del ejercicio de las atribuciones que le confiere la Constitución y la ley.
La administración pública chilena está conformada por dos núcleos, los funcionarios de “carrera” en los que se puede identificar a los funcionarios de planta, contrata y honorarios, con un tiempo considerable de servicio que los mantiene con un desempeño en lo público más allá del Gobierno de turno, y los funcionarios de confianza política que llegan cada cuatro años a todos los niveles de la organización: las autoridades, sus jefes de gabinete, los jefes de división, de departamentos e incluso jefaturas de unidades de control/auditoría.
Se suman a ellos la contratación de asesores en calidad jurídica de honorarios, los que en los inicios de los gobiernos democráticos eran identificados con profesionales de trayectoria y con expertise en alguna materia, con desempeño cercano a la autoridad, que hacía de interés su contratación como un aporte a la gestión pública. En la actualidad han pasado a identificarse más bien como personas con cercanía política, familiar y/o amigos de las autoridades de los gobiernos -muchas veces sin los grados académicos y conocimientos necesarios para entregar asesoría- y copan espacios a todo nivel de la estructura, en diferentes escalafones y calidad jurídica de contratación-.
Lo anterior ha traído como resultado que el personal de “carrera” con experiencia y conocimiento de lo público sea poco aprovechado, apoyando la gestión de gobierno en personas con poca experiencia, sin trayectoria y, lo más grave, sin mucho conocimiento de la normativa pública vigente. Ante esto, los errores no forzados de cualquier gobierno no parecerían tan extraños cuando hay debilidad en materias de asesorías a la autoridad, cuando las jefaturas de línea responden positivamente a cualquier requerimiento de la autoridad, sin siquiera evaluar la correspondencia del mismo, debido a que no tienen las herramientas para hacerlo ni el carácter para negarse, porque muchos de ellos funcionan para el conglomerado político que representa el gobierno de turno o para la persona nombrada como autoridad pública y no para fines superiores.
En este escenario los controles se debilitan entregando espacios a una corrupción no solo individual sino también a aspectos que podrían abarcar lo institucional, con organizaciones desviadas de su propósito original. Este riesgo hace urgente fortalecer la integridad de las organizaciones públicas para lo que se requiere trabajar en paralelo en la ética personal, cultura organizacional y sistemas de gestión.
La integridad pública es esencial para promover el bien público y garantizar la legitimidad de las organizaciones públicas. También se considera una antítesis de la corrupción, como lo reconocen los artículos 7 y 8 de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (UNCAC).
Según los trabajos desarrollados por Naciones Unidas en la materia, se señala que la integridad del sector público se refiere al uso de poderes y recursos confiados al sector público de forma efectiva, honesta y para fines públicos. Los estándares éticos relacionados adicionales que se espera que sostenga el sector público incluyen transparencia, rendición de cuentas, eficiencia y competencia.
El actual Gobierno ha gestionado la integridad pública basado en el avance y cumplimiento de medidas consideradas en la Estrategia Nacional de Integridad Pública, que según se informa “a casi 10 meses de su lanzamiento por parte del Presidente, Gabriel Boric, la Estrategia Nacional de Integridad Pública (ENIP) ha alcanzado un 44,9% del promedio total de avance. Además del total de 210 medidas, 40 de ellas (19%) están cumplidas y un total de 102 medidas (48,6%) llevan más de la mitad de avance”.
No obstante lo anterior, pareciera ser que lo realizado tiene más que ver con reglas y regulaciones que son insuficientes para garantizar la integridad en la institucionalidad pública. Los manuales de ética, por ejemplo, pasan a ser letra muerta cuando lo normado no logra alinearse con las prácticas organizacionales. Un claro ejemplo se puede observar en materia de la contratación de funcionarios públicos y en el sistema de carrera funcionaria, lo que por norma debería estar basado en el mérito ha mutado hacia la instalación de prácticas habituales que privilegian el ingreso y ascensos de los más cercanos al gobierno de turno, cualquiera sea este.
Es necesario revisar el sistema público para incorporar cambios que rompan la actual cultura organizacional, modernizar la gestión pública para lograr un aparato público que sea eficiente, eficaz, transparente y probo, fortaleciendo toda medida que propenda a la integridad pública no sólo dirigida hacia la dotación de personal “permanente “de las instituciones públicas, sino también, y principalmente, hacia las autoridades y los equipos que se incorporan al sistema con cada gobierno, los que también deberían ser limitados hasta cierto nivel jerárquico que no afecte el funcionamiento normal y permanente del aparato público. Se deben fortalecer además las unidades de control al interior de las instituciones con un cambio de dependencia, pasando de la dependencia del Jefe de Servicio a la dependencia jerárquica del Consejo de Auditoría Interna General de Gobierno (CAIGG) o, más aún de la Contraloría General de la República. No podemos quedarnos solo en el castigo (procesos disciplinarios), debemos intervenir la organización y su gestión introduciendo medidas que lleven a mejorar el sistema y que permita recuperar la legitimidad del mismo ante la opinión pública.