A CINCO AÑOS DEL 18-O: El estallido como implosión. La cuestión social y el lugar de la “esfera cultural” en el Chile actual
18.10.2024
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18.10.2024
Los autores de esta columna escrita para CIPER usan, entre otros, los datos de la última encuesta CEP sobre el Estallido Social para reflexionar sobre los individuos y su vinculación con la sociedad. Sostienen que “el estallido no fue solo una explosión externamente visible, sino que también una implosión social, no solo un derrumbe de modelo, sino que un desmoronamiento espiritual de las y los chilenos”.
Créditos imagen de portada: Mauricio Ávila
Los resultados de la reciente encuesta CEP han removido bastante los círculos del debate nacional por sus hallazgos que indican una tendencia a la baja en la valoración que hace la ciudadanía de los eventos relacionados al Estallido Social de 2019. Si a mediados del 2021 un 39% de los participantes admitía haber apoyado las manifestaciones, hoy este porcentaje se ha reducido a un 23%. Asimismo, solo un 17% considera que el estallido le hizo un bien al país. Hoy en día la evaluación ciudadana de lo ocurrido en Chile hace cinco años atrás es fundamentalmente negativa.
Como era de esperar, en los últimos días han aparecido opiniones que vienen a sepultar al “octubrismo”, tratando al estallido como un evento anti-social y desmontando el peso de las perspectivas de análisis que quieren indicar una crisis sistémica al orden vigente en Chile. Y aunque lo cierto es que los datos dan para pensar si acaso el malestar desatado en las movilizaciones ha sido amortiguado de algún modo, sería absurdo considerar que los acontecimientos asociados a octubre de 2019 –y más en general, a la convulsionada segunda década de este siglo— no responden a motivos sociales. Reconocer que el estallido tiene un componente social no tiene nada que ver con ennoblecer lo innoble o justificar la desmesura y la violencia que trajo consigo. Más bien se trata de buscar comprender que la compleja crisis que nos aqueja tiene múltiples aristas, sumergidas en la profunda historicidad de la cultura y las estructuras sociales del país.
La encuesta CEP también demuestra dos tendencias contraintuitivas, que, de hecho, van en sentido contrario. Los datos arrojan que mientras la estimación que tiene la gente de la democracia ha ido a la baja y se generaliza la noción de que el crecimiento económico nacional se ha estancado, aumenta la satisfacción que tienen los chilenos con su vida privada (relaciones familiares, de pareja, vida laboral y barrial) y con su situación económica personal. La conclusión al respecto no puede ser más clara, al menos a primera vista: los problemas que tiene Chile desbordan la esfera personal-privada, y apuntan a una experiencia de convivencia social en lo político, económico y cultural. Tratemos de interpretar estos resultados a la luz de ciertas consideraciones históricas y sociológicas.
Que la desafección política y la percepción de incertidumbre económica no se correspondan a la satisfacción personal demuestra un movimiento histórico mayor. De algún modo, los individuos han conquistado una confianza en sí mismos para conducir sus vidas hasta alcanzar altos niveles de bienestar y realización sin la necesidad de tutelajes externos. Tenemos una sociedad integrada por personas que están reafirmándose a sí mismas, buscando una plenitud desde sus propias capacidades e intereses, sin un Estado ni una clase empresarial que los lleve de la mano, y esto –visto desde un ángulo estructural— implica una diferenciación de esferas y sistemas que le viene quitando la última palabra al sistema político formal y a las élites económicas.
Aunque este impulso anti-paternalista y la forma descentrada hacia la que tiende la estructura social en Chile supo verlo Carlos Peña en su análisis reciente respecto a la encuesta CEP, de todos modos, habiendo tomado conocimiento de estos datos, no se observa en él la intención de hacerse cargo de sus propias lecturas respecto al estallido. Bien conocida es su tesis que señala como factor decisivo de la crisis de los últimos años el alza de expectativas de consumo y movilidad que produce el proceso de modernización en las clases medias. De acuerdo con esta interpretación, en Chile habría individuos cada vez más insatisfechos con su capacidad de gasto y eso es lo que eventualmente estalla. En este caso, la cuestión de fondo estaría muy ligado a las dificultades de cubrir las necesidades socioeconómicas que van aumentando a medida que el país crece económicamente. Pero las cosas no son exactamente así.
Por muy satisfechos que se encuentren los chilenos con su entorno acotado, lo cierto es que la poco esperanzadora situación del país no deja irritar o producir vacíos existenciales en la vida interior de los sujetos. De lo cómoda de la vida profesional y familiar no se sigue, por lo tanto, que el malestar social no conecte con una exigencia o aspiración psicológica-espiritual que late, de un modo más o menos consciente, en el pecho de cada individuo. El estar físicamente rodeado de familiares no apaga un creciente sentimiento de soledad y desconexión social, el que se incrementó bruscamente con la pandemia. Como han señalado psicólogos dedicados a la investigación de estos fenómenos, la tónica es la de una ausencia de relaciones humanas significativas. La necesidad de sentirse humanamente digno como resultado del posicionamiento singular y contribución propia al todo social es uno de los sentimientos más hondos de la humanidad actual, y que, aunque fuera como slogan, figuró por doquier en las discusiones públicas que desencadenó el estallido social.
De hecho, los recientes resultados del Informe de Desarrollo Humano PNUD no hacen más que revelar que el problema en Chile se encuentra en esta dirección: Un 56% de las personas considera que lo más importante respecto al futuro es que Chile tenga un proyecto común al que nos sumemos todo, por sobre al 41% que manifiesta que es más importante que en Chile cada uno tenga la capacidad de desarrollar sus propios proyectos. Sin embargo, más del 60% de la población declara tener poco o nada de injerencia para cambiar la situación del país, aunque solo un 25% manifiesta que tiene o poco nada de capacidad para cambiar su situación personal. La actitud de impotencia o fatalismo que presentan los chilenos se debe, en el fondo, a un problema público de convivencia en el sentido más eminente: el problema del orden social y el entronque del individuo dentro de él. Nuestros contemporáneos, podríamos decir, viven la cuestión social de un modo íntimo, espiritual, más allá de la satisfacción personal reportada.
Estamos frente a un problema que excede las capacidades de consumo privado-familiares, pero no tenemos conceptos suficientes para señalar con precisión en qué consiste, si se trata de un asunto “público”, y en qué sentido debemos entender esto último. ¿Hemos de seguir insistiendo, con arreglo a un modo de pensar dualista, en la tradicional oposición entre lo público y lo privado? El mismo informe PNUD demuestra que el debate nacional está capturado por medios de prensa que promueven esquemas dicotómicos determinados a conflictuar Estado y Mercado, interés político e interés mercantil, simplificando la multidimensionalidad de los temas que le preocupan a los chilenos. A las mayorías ciudadanas esta simplificación no le hace sentido. El informe también muestra que en términos de administración de servicios sociales como las pensiones, la salud o la educación, aumenta la proporción de personas que prefiere fórmulas mixtas antes que sólo estatales o privadas.
Los chilenos tienen el anhelo de desenvolverse sanamente en sociedad, lo cual debe ser distinguido de conseguir una vida familiar-personal realizada. Sin embargo, en los debates intelectuales cuesta capturar la dirección y las implicancias de este anhelo. A nuestro modo de ver, se trata del anhelo de una significativa participación en la vida social, de formar verdadera comunidad (por oposición a una masa atomizada y solitaria que eventualmente estalla violentamente), de un involucramiento en la cosa “pública” entendida ampliamente, no únicamente referida a las garantías que entrega la vida estatal-política. Estamos pensando en una vida pública que nos remite a las tres esferas que, bien vistas las cosas, constituyen el orden social, y que ya habíamos mencionado al pasar: la vida política, la vida económica y una vida cultural que goce de una relativa independencia respecto a las dos primeras. A estas alturas resulta imperativo comenzar a cultivar un modo de pensamiento social ternario, yendo más allá de los esquemas dicotómicos que han dominado durante décadas la discusión nacional.
Como lo pusimos en una columna anterior, “la tenaza Estado-mercado, unida por el mango, ahoga las fuerzas renovadoras de la cultura… de la ciencia, de las artes, del periodismo, de las instituciones educativas, pero también de lo que en un sentido amplio podemos identificar como ‘sociedad civil’, el conjunto de organizaciones y asociaciones intermedias que tiene nuestra sociedad”. La cuestión social chilena no se puede entender sin tomar en consideración esta esfera intermedia que se viene autonomizando –aunque precariamente— desde hace mucho tiempo de la política y de la economía. Cada vez queda más en evidencia la existencia de una vida (y malestar) público-social que no puede reducirse a (y menos encuentra canalización en) una representación política-estatal, o a un aumento de las posibilidades de consumo. Hace falta con urgencia reaprender a vincular todas las esferas públicas de la sociedad moderna, sin olvidar la esfera cultural-espiritual, desde donde el individuo puede ejercer un libre despliegue de sus capacidades.
Ya sea en manifestaciones artísticas, interacciones barriales o encuestas de opinión, las expresiones del pueblo chileno siempre vuelven a la pregunta por el cómo es que debe ser estructurado el orden social para que una experiencia de dignidad individual y de pertenencia social sea posible. Todo lo cual nos devuelve al problema de la modernización, el que hasta ahora se ha tratado como un fenómeno esencialmente económico-político. Modernización que para muchos intelectuales prominentes equivale al desarrollo de riquezas, oportunidades laborales, garantía de derechos y a la optimización del Estado en torno a su administración. Poco ha importado, o poco se ha hablado, del florecimiento de una vida espiritual humana que pueda conjugarse sanamente con funcionamiento de la vida social como un todo. Y sin embargo, la vida cultural viene agonizando desde hace tiempo dentro del orden societal moderno. Tenemos que recordar en este lugar que un antecedente importante del violento estallido social fue la crisis terminal de una de las instituciones educacionales más antiguas en este país, el Instituto Nacional. Nos parece de la mayor significación el hecho de que fuera precisamente una institución cultural (un colegio) el termómetro más exacto para medir la temperatura de la enfermedad que nos quejaba como sociedad. No le tenemos que recordar al lector culto que la crisis de 2011 estuvo impulsada por jóvenes universitarios y que, cien años antes, otro tanto ocurrió en el contexto de las celebraciones del centenario de la República.
Para cerrar, tres sugerencias que se desprenden de las reflexiones anteriores. Primero, cualquier análisis serio de la cuestión social debe incluir la esfera cultural como categoría macroestructural: la existencia de una sociedad civil –a falta de un mejor nombre— que sobrepasa el Estado, el derecho y la vida económica de la producción, el intercambio y el consumo para la satisfacción de necesidades físicas de la población. Segundo, que el reconocimiento y promoción de esta ‘tercera esfera’ (cultural) contribuiría mucho al revincular al individuo (desde su vocación e intereses) con la sociedad, fortaleciendo el sentimiento de dignidad y pertenencia significativa de aquel dentro de ésta. Por último, tomarle finalmente el peso a que la sociedad no es un hecho exterior al ser humano, sino que ella también ocurre en nuestro fuero interno, en nuestra experiencia individual, y viceversa. Las experiencias de soledad y vacío hoy abundan en Chile y en el mundo, no solo entre los viejos sino también entre los jóvenes. Bien haríamos como sociólogos el dejar de delegar estas cuestiones a nuestros colegas psicólogos, como si fuera un asunto ajeno a nuestra disciplina. El estallido no fue solo una explosión externamente visible, sino que también una implosión social, no solo un derrumbe de modelo sino que un desmoronamiento espiritual de las y los chilenos.