A 5 AÑOS DEL 18-O: Desinstitucionalización y barbarie, la consecuencia política de un proceso que no acaba
15.10.2024
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15.10.2024
A cinco años del Estallido Social el autor de esta columna sostiene que sus orígenes están mucho antes de la dictadura y que respondió a dos conflictos: redistributivo y de reconocimiento. Concluye que “lo más dramático de todo es que no se avizoran condiciones políticas para realizar los cambios profundos que el sistema requiere: se requiere rediseñar el Poder Judicial (…), se requiere rediseñar el Poder Legislativo (…), y se requiere profesionalizar la administración del Estado a nivel central y local. Estos tres desafíos es imposible resolverlos en el actual escenario político polarizado, fragmentado y marcado por impulsos egoístas”.
Créditos imagen de portada: Mauricio Ávila
El Estallido está directa e intrínsicamente imbricado con el proceso político y social de los últimos, yo diría 60 años. Es la historia larga, el ciclo largo de una lucha redistributiva y por el reconocimiento, y que muy probablemente se inició simbólicamente, con la reforma agraria.
Aunque no cabe duda que la dictadura fue un canalizador de intereses de clase que luego se proyectarían en la post transición, el conflicto redistributivo y por el reconocimiento partió mucho antes. Quizás incluso sea inadecuado situarlo en la década de los 60s pues se trata de un proceso muy anterior que acompaña a la República.
Sostengo que la primera causa del estallido es un conflicto redistributivo de larga duración. Este conflicto alude al modo en que están distribuidos los recursos en una sociedad: tierra, capital, propiedad, recursos naturales, acceso y goce de derechos sociales (a la salud, educación, pensiones, derechos laborales). Resulta evidente que este conflicto redistributivo se expresa en distintos tiempos de modo diferente: en los 1960s se refería a la redistribución de la tierra; en los 1980s, la dictadura se preocupó precisamente de reorganizar aspectos críticos de la distribución de estos recursos (agua, concesiones mineras, Código del Trabajo, provisión privada de derechos sociales, etc.).
Es en la década de los 2000s donde se vuelve a visibilizar este conflicto por la agenda de los derechos (por la educación, mejores pensiones, mejores condiciones laborales, el conflicto medioambiental en zonas de sacrificio, recuperación de tierras en el caso indígena, entre otros). Cuando observamos la conflictividad social en Chile observamos un ciclo de protestas con peaks en 2005, 2011 y 2019 que reflejan precisamente estas demandas.
Pero este conflicto redistributivo tiene una expresión adicional en la percepción de injusticia del abuso de poder por parte de los que concentran altos niveles de poder. Fue aquello lo que dominó en el pre-estallido. Volvamos la vista atrás y observemos el ciclo de colusiones donde las farmacias, los pollos, el papel higiénico y los supermercados ocuparon un lugar destacado (Fuentes, 2019). Pero los rubros eran variopintos.
Ni qué hablar de los escándalos de corrupción del sector público y privado que tuvieron su mayor expresión en el caso Penta y el caso “Pacogate”, poco antes del Estallido. El común denominador de este ciclo es la doble percepción de abuso del poder e impunidad por delitos que reiteradamente cometían aquellos que estaban en la pirámide de la élite económica, política e institucional.
El segundo conflicto es por el reconocimiento. Este alude a la incorporación o exclusión de la voz del pueblo, del demos en las decisiones transcendentes de la sociedad. Reconocer alude a aceptar que hay otro (individual o colectivo) e incorporarlo a la toma de decisiones política. La lucha por el reconocimiento en Chile ha sido ardua y no ha estado exenta de conflictividad. Mientras mayor ha sido dicha incorporación, mayor es la tensión que ha generado y eso es precisamente uno de los problemas del sistema político chileno: no ha sabido o no ha querido institucionalizar formas de reconocimiento. Se incorporaron mujeres y analfabetos en el siglo XX, pero no se ha querido reconocer a las colectividades indígenas en tanto pueblos.
En la actualidad, se diseñan sofisticados mecanismos de consulta como en el Servicio de Impacto Medio ambiental o en la Consulta Indígena, o en los cientos de Consejos de la Sociedad Civil del Estado; pero se trata de ejercicios simbólicos, no vinculantes, consultivos. Se consulta a la ciudadanía, pero no se toma en cuenta aquella opinión. Una escucha sorda.
Sostengo que estos dos conflictos: uno redistributivo y otro por reconocimiento se hicieron evidentes en el Estallido Social. En la dimensión redistributiva se clamaba por mejores pensiones, por el fin a los abusos de poder, por el fin a la injusticia de algunos pocos que concentraban grandes sumas de dinero y unos muchos que apenas les alcanzaba para comprar flores; la molestia de tener que enfrentar una justicia para ricos y otra para pobres. En la dimensión de reconocimiento se clamaba por mayor participación y por la inclusión de actores históricamente excluidos.
La encuesta CEP realizó su trabajo de campo durante el estallido (diciembre de 2019) y en ese momento se consultó sobre cuál creía que era la razón más importante tras las manifestaciones en Chile. En la suma de la más importante y la segunda más importante, figuraban: 55% la alta desigualdad de ingresos, 40% las bajas pensiones, 36% la mala calidad de la salud y educación públicas, y 31% el alto costo de la vida.
Y cuando se le consultaba sobre la mejor forma de solucionarlos: 40% señalaba que, haciendo reformas para realizar cambios estructurales, 37% escribiendo una nueva Constitución; 37% realizando cabildos para escuchar las demandas de la gente, y 34% reformando los servicios públicos para mejorar su calidad.
Hoy nos encontramos frente a una doble lectura del Estallido, una que lo interpreta como un hecho social que responde a las luchas redistributivas y por reconocimiento presentes en la sociedad y otro sector que lo interpreta como un estallido delincuencial (de violencia y saqueo) con la complicidad de la izquierda política.
Lo anterior no debiese llamarnos a sorpresa. Sería sorprendente si observáramos un consenso político y académico para interpretar el pasado. Si hay una característica del proceso político chileno es la existencia de una relevante persistencia de dos mundos -uno de centro izquierda más progresista y uno de derecha más conservador-. Si tuviésemos que simplificar la realidad actual, la podemos organizar en torno a una izquierda que defiende el rol del Estado, que promueve la autonomía de grupos e individuos, y una derecha más conservadora que promueve al mercado como centro y que cree en la competencia como único generador y distribuidor de riqueza.
Entonces, debemos aceptar que co-existen dos mundos y un gran sector intermedio. Aproximadamente 4 millones de personas que comparten un ideal más progresista (de centro-izquierda), otros 4 millones que comparten un ideal de derecha y finalmente un amplio sector—tal vez cada vez más grande (7 millones) que oscilan entre una y otra oferta electoral o que se excluyen simplemente de participar.
Sostengo como hipótesis que el ciclo político que podríamos inaugurarlo a inicios del siglo XXI, advierte un fuerte proceso de desinstitucionalización y que se traducen en:
Todo ello ha generado una abrupta caída en la confianza social en las instituciones y que se hacía evidente mucho antes del Estallido social. Esto ha implicado también la destrucción del tejido social caracterizado por una aguda desconfianza interpersonal y una alta fragmentación política que vio ampliar el espectro político de 8 a 21 partidos, y la pérdida dramática de adhesión de la ciudadanía hacia los partidos políticos.
Lo que hizo el estallido fue explicitar esta desinstitucionalización. El efecto inmediato fue el asesinato de la constitución vigente. La gran mayoría de los partidos que participaron del proceso constituyente 1 y 2 dieron por muerta la Constitución.
“La Constitución de 1980 está muerta, pero no tenemos tiempo para su funeral”, Gabriel Boric, mayo 2021
“Nosotros creemos en los cambios. Damos por superada, por muerta la Constitución vigente del 80”, Javier Macaya, mayo 2022.
Este es un hecho no menor pues lo que ha venido sucediendo desde hace ya un buen tiempo es que la política opera con una gran deslealtad con la Constitución. La ausencia de reglas básicas de convivencia social, de un pacto mínimo que nos organice, es evidente. La política a partir de 2020 lo que hace es gobernar haciéndole triquiñuelas, engaños, a la Constitución. La ausencia de una norma básica que nos aglutine hace que como sociedad comencemos a creer cada vez menos en las normas que nos regulan.
Así, los congresistas se las arreglaron para utilizar un subterfugio para reformar la Constitución y entregar pensiones a la ciudadanía. Y si arriba se salta la fila, se vulnera la norma, por qué no ha de hacerse a nivel social. Un hecho simbólico que quedó del Estallido Social es saltarse el torniquete del metro en Santiago, o no pagar por subirse a un bus. Normalizamos lo que es ilegal. Nuestro pacto de convivencia -pacto que jamás hemos podido establecer democráticamente-, deja de operar como un artefacto que regule nuestros impulsos egoístas. Sabemos que la Constitución, las normas, las reglas son no más que instrumentos para evitar que nos matemos unos a otros. Y ante la ausencia de respeto por la norma, deviene la barbarie.
La barbarie a la que aludo se refiere a un estado de fiereza y crueldad, donde los más fuertes tienden a predominar. La ausencia de un pacto básico de respeto hacia las normas, la ausencia de instituciones que velen por que aquellas normas se cumplan nos llevan irremediablemente a un estado hobbesiano, donde predomina la ley del más fuerte; y el más fuerte puede ser un empresario, pero también puede ser el líder de una banda criminal en una población; o el cacique político en un distrito; o un fiscal que señala que está “todo a salvo” renunciando a la búsqueda a favor de los más poderosos.
Chile es el único país en el mundo que fracasó dos veces seguidas en su intento por establecer un nuevo pacto de convivencia social.
Pero, ¿por qué fracasamos? ¿Por qué se tropezó con la piedra dos veces seguidas? ¿Acaso las élites no son tan sagaces y astutas de dilucidar las falencias del primer proceso y evitar aquellas dificultades?
Permítanme finalizar con una reflexión sobre esta interrogante.
El doble fracaso se debió a que en las dos ocasiones triunfaron minorías que partieron del supuesto erróneo que eran los verdaderos representantes de una mayoría. Los representantes de la Convención que triunfaron (ese 76% de la Convención) apenas representaba el 26% del universo electoral nacional. Los representantes del Consejo Constitucional que en número de asientos representaba el 66% de dicho Consejo, apenas representaban el 40% del universo electoral.
Se trató de minorías que no lograron comprender que debían escribir un texto no para satisfacer los votos del órgano que representaban, sino que debían establecer reglas para el conjunto del país, y ese país es política y socialmente diverso como intenté demostrar anteriormente. En ambas ocasiones se requería buscar un acuerdo con la vereda del frente y no se intentó ni siquiera buscar.
«Los grandes acuerdos los vamos a poner nosotros y que quede claro, y los demás tendrán que sumarse. Nosotros los que no somos de derecha, para que quede clarito para que no nos empecemos a dar vueltas» Daniel Stingo, Convencional. 2021
“¿Por qué cresta, siendo mayoría, tenemos que llegar a acuerdos con la minoría? Que ellos se lo ganen, aquí es problema de ellos, no de nosotros. Yo no quiero pasar máquina, pero aquí la apertura al acuerdo es de quién está en minoría” Luis Silva, Consejero, 2023.
La desinstitucionalización comenzó años antes del Estallido Social. Este proceso no logró transformarse en un punto de ruptura y continuó aferrado a lógicas políticas que venían dándose. Se aceleró la fragmentación, se estimuló la polarización y se debilitaron las instituciones en la medida en que no existe un acuerdo básico sobre cómo queremos convivir.
Lo más dramático de todo es que no se avizoran condiciones políticas para realizar los cambios profundos que el sistema requiere: se requiere rediseñar el Poder Judicial para romper con la captura en la que se encuentra, se requiere rediseñar el Poder Legislativo para evitar la intensa fragmentación, y se requiere profesionalizar la administración del Estado a nivel central y local. Estos tres desafíos es imposible resolverlos en el actual escenario político polarizado, fragmentado y marcado por impulsos egoístas.
Lo que aprendimos del ciclo 2019-2024 es que una crisis es una condición necesaria, aunque nunca suficiente para resolver los dos conflictos que nos acompañan por décadas, por redistribución y por reconocimiento. Y si a inicios del siglo XX la crisis social se tardó poco más de 30 años para encontrar un equilibrio; la crisis actual no promete un nuevo equilibrio virtuoso que nos saque de esta progresiva degradación que nos tiene sumidos en la barbarie.