Virtudes, peligros y oportunidades del proyecto de condonación del CAE y creación del FES para la educación superior
11.10.2024
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11.10.2024
Recientemente el Presidente Boric anunció el esperado proyecto de reforma para el sistema de financiamiento de la educación superior. El autor de esta columna escrita para CIPER detalla lo positivo y analiza las dificultades que puede presentar su implementación tal como fue presentado. En cuanto al Fondo para la Educación (FES) señala que “esta propuesta conlleva desigualdades significativas en la contribución que se espera de los beneficiarios en función de sus ingresos”.
Recientemente, el gobierno del Presidente Boric presentó un ambicioso proyecto de ley que busca reformar el sistema de financiamiento estudiantil para la educación superior, con dos objetivos principales. El primero consiste en la reorganización y condonación de las deudas vinculadas a diversos instrumentos de crédito, como el Crédito con Garantía Estatal (CAE), el Fondo Solidario de Crédito Universitario y el Crédito CORFO. Esta medida beneficiaría tanto a quienes están actualmente financiando sus estudios mediante estos mecanismos, como a quienes aún mantienen deudas vigentes. El segundo objetivo plantea la creación de un nuevo esquema de financiamiento público, denominado FES (Fondo para la Educación Superior), destinado a cubrir los estudios de nivel superior. Aunque el Ejecutivo ha presentado ambas iniciativas de manera articulada, conviene analizarlas por separado para evaluar sus méritos de forma exhaustiva y crítica.
Empecemos por la propuesta de reorganización y condonación parcial de la deuda. A primera vista, se trata de una medida que parece sensata y equilibrada. La condonación está cuidadosamente focalizada en los sectores más vulnerables, lo que permite mantener el costo para el Estado en un nivel manejable. Aquellos con mayor capacidad de pago continuarán haciéndolo, pero se han incorporado incentivos que estimulan el prepago mediante la entrega de beneficios. Además, se han establecido beneficios tributarios para aquellas personas que ya terminaron de pagar sus deudas, reconociendo y compensando su esfuerzo. Este esquema resulta mucho más razonable que la propuesta inicial del gobierno, que contemplaba una condonación universal. Tal enfoque habría sido claramente regresivo, favoreciendo desproporcionadamente a quienes tienen mayor capacidad de pago y comprometiendo un uso prudente de los recursos fiscales.
Sin embargo, la segunda parte del proyecto —la creación de un nuevo sistema de financiamiento a través del FES— presenta mayores complicaciones. Este instrumento plantea un cambio profundo en la política pública de educación superior en Chile, desplazando el esquema de costos compartidos que ha sido la base del sistema durante las últimas décadas, para sustituirlo por un modelo de financiamiento mayoritariamente estatal. Esta transformación no está exenta de riesgos. En primer lugar, una mayor dependencia del financiamiento público puede comprometer la autonomía académica de las instituciones de educación superior, ya que incrementaría su vulnerabilidad ante las fluctuaciones de las prioridades presupuestarias del gobierno. En un contexto de transparencia y rendición de cuentas públicas, la independencia de estas instituciones es clave para el cumplimiento de sus propósitos misionales sin interferencias externas.
Además, es incierto si el Estado podrá sostener financieramente él solo los crecientes costos que implican las actividades académicas en el actual contexto global. La enseñanza superior, la investigación, el desarrollo de infraestructura y la innovación son áreas donde los costos tienden a aumentar constantemente, en parte debido a las exigencias crecientes de calidad y competitividad internacional. En consecuencia, existe un riesgo real de que la relación entre acceso, costo y calidad termine resolviéndose a expensas de la calidad, lo que podría comprometer la formación de los estudiantes a largo plazo. Este temor no es infundado. La experiencia reciente con la política de gratuidad ha demostrado que los aranceles regulados, fijados desde un centro burocrático estatal, no siempre reflejan los costos reales de las carreras. Hasta el momento, el copago privado ha funcionado como un mecanismo de ajuste que ha permitido a las universidades cubrir los déficits en carreras costosas mediante subsidios internos.
La prohibición del copago, tal como lo propone el nuevo esquema, podría restringir seriamente la capacidad de las instituciones para adaptarse a las exigencias de calidad y sostenibilidad. De mantenerse esta lógica de subestimación de costos, y si se eliminara el copago privado, las universidades enfrentarían mayores dificultades para financiar programas académicos, particularmente aquellos que no logren la autosustentabilidad financiera. Si bien la fijación de aranceles puede ser vista como una oportunidad para impulsar la eficiencia en el uso de los recursos, la experiencia ha demostrado que las instituciones ya están operando en los márgenes de la eficiencia, con un delicado equilibrio entre ahorro y deterioro de la calidad académica.
En cuanto a los instrumentos propuestos por el FES, se observan serias dudas sobre su viabilidad y potenciales riesgos. El proyecto parece estar inspirado en un esquema de «tributo profesional», un modelo que, en esencia, elimina la deuda futura al no tratarse de un préstamo en el sentido tradicional. A nivel global, no existe ningún país que haya implementado un sistema de esta naturaleza. La diferencia fundamental radica en que, bajo este esquema, desaparece la figura del crédito y la consiguiente obligación de reembolsarlo. Sin embargo, esta propuesta conlleva desigualdades significativas en la contribución que se espera de los beneficiarios en función de sus ingresos. Según la propuesta, aquellos con rentas inferiores a $500.000 estarían exentos, mientras que quienes perciban ingresos mayores enfrentarían tasas marginales progresivas de hasta el 15%, con topes de retribución que no superen el 7% u 8% de sus ingresos anuales cuando estos sean iguales o superiores a 45 UTA. Todo esto se calcularía en un período de dos años por cada semestre cursado, con un tope máximo de 20 años de pago.
Si bien los sistemas tributarios progresivos son en principio deseables, es legítimo preguntarse si esta propuesta no resulta excesivamente onerosa para los profesionales con mayores ingresos. En efecto, el FES parece exigir a este grupo que pague mucho más que el costo real de su educación, lo que podría generar un desincentivo para optar por carreras de alto ingreso. Aún más preocupante es la posibilidad de que los estudiantes con expectativas de mayores ingresos recurran a financiamiento privado, más favorable que el FES, creando un desbalance en el sistema. En un escenario así, el Estado podría verse forzado a asumir mayores costos de los previstos inicialmente, comprometiendo aún más el presupuesto destinado a la educación superior.
Con el fin de enriquecer este debate, propongo algunas ideas para mejorar el esquema. En términos generales, sería conveniente mantener un sistema de costos compartidos, permitiendo el copago privado. Este modelo permitiría a las universidades conservar una fuente adicional de financiamiento, facilitando el desarrollo de su oferta académica y garantizando estándares de calidad. Además, dado el contexto de un país en vías de desarrollo como Chile, con desafíos significativos en áreas como la salud, las pensiones y la educación escolar, parece razonable que las familias que puedan hacerlo contribuyan al financiamiento de la educación superior de sus hijos. Esto permitiría al Estado focalizar su apoyo en sectores más vulnerables y en otras áreas estratégicas para el desarrollo del país. La tendencia internacional en los últimos años ha ido precisamente en esa dirección: de sistemas de financiamiento estatal se ha pasado a esquemas de costos compartidos.
Asimismo, sería prudente mantener un esquema de créditos o préstamos que establezca una correlación clara entre el costo real de los estudios y la cantidad que el profesional debe reembolsar. Dentro de este marco, podrían aplicarse principios de solidaridad y progresividad de una manera menos severa. Por ejemplo, un esquema de pago contingente al ingreso permitiría que los profesionales con menores ingresos paguen una fracción del préstamo, mientras que aquellos con mayores rentas podrían pagar la totalidad más un adicional progresivo, con un tope máximo del 120% del monto adeudado. Todo esto, claro está, considerando una tasa de interés baja, cercana al costo de endeudamiento del Estado. Un modelo de este tipo mantendría la viabilidad financiera, sería más fácil de consensuar en el ámbito legislativo y se aproximaría a las propuestas de gobiernos anteriores que generaron amplios niveles de apoyo.
Hasta ahora, el gobierno no ha clarificado suficientemente la lógica subyacente a su propuesta. Sería lamentable que esta iniciativa fuera impulsada principalmente por un rechazo ideológico al endeudamiento, o por la percepción de que el crédito estudiantil es un mecanismo inherente a un abuso entre deudor y acreedor. El Presidente Boric ha mostrado, en otras áreas, una notable capacidad de madurez y aprendizaje en el diseño de políticas públicas que equilibran justicia social y responsabilidad fiscal. Es fundamental que en este caso no se desvíe de esa trayectoria, y que su gobierno no pierda la oportunidad de resolver de manera consensuada y pragmática el problema del financiamiento estudiantil. Abordar este tema permitiría, en el futuro, que el siguiente gobierno se concentre en otros desafíos pendientes, como el financiamiento de la investigación y el desarrollo. Estas áreas aún presentan un déficit importante si se las compara con las experiencias internacionales y su relevancia para el desarrollo de una sociedad basada en el conocimiento.
Por último, este debate, bien llevado, podría no solo contribuir a resolver el problema actual del financiamiento estudiantil, sino también abrir camino a un sistema de educación superior más robusto y sostenible para el futuro de Chile.