El “Caso Hermosilla” y la Corte Suprema: Las oportunidades de una crisis profunda
12.09.2024
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
12.09.2024
En esta columna el autor define la actual crisis de la Corte Suprema como una de las peores desde el retorno de la democracia, pero sostiene que esta es una oportunidad para una reforma necesaria al Poder Judicial: “La buena noticia es que, a diferencia de otras reformas estructurales que llevan más de una década paralizadas –como la reforma de pensiones—, en el caso que nos ocupa hay muchísimo trabajo avanzado desde el punto de vista técnico, y bastantes consensos sustantivos entre los actores políticos”.
Luego de meses en que el denominado “Caso Audios” fue gradualmente involucrando a un número cada vez mayor de jueces, fiscales y personeros políticos, una vez producida la formalización y prisión preventiva del abogado Luis Hermosilla la cantidad y la gravedad de las irregularidades que se han conocido aumentaron exponencialmente, al punto de gatillar una de las peores crisis de la historia de la Corte Suprema desde el retorno de la democracia, ante la posibilidad cierta de que cuatro de sus 21 integrantes (o casi un quinto del total) sean removidos o destituidos de sus cargos en procesos de diversa naturaleza, escenario que, de materializarse, representaría un verdadero terremoto para el máximo tribunal (en las palabras de un fino observador de la Corte). Considerando las muchas “aristas” del caso, así como el vertiginoso ritmo con el que el país se entera de nuevos desarrollos más o menos escandalosos que surgen de las filtraciones del teléfono celular del abogado Hermosilla, en este artículo no se pretende pasar revista a cada una de las mencionadas aristas, sino más bien aquilatar lo que implica esta crisis para la Corte Suprema (en particular) y para la judicatura y el Estado Democrático de Derecho (en general).
Antes de acometer esto último, es importante detenerse un momento y recordar el rol que juega el Poder Judicial en una democracia constitucional. Desde la instauración de las democracias modernas, se ha considerado que los derechos y libertades que las anteriores suponen requieren que la facultad de resolver las controversias jurídicas se encuentre a cargo de cortes suficientemente independientes, sobre todo considerando que (como lo señaló Carrasco Albano a mediados del siglo XIX), ellas están “encargadas de ejercer aquella parte de la soberanía nacional que consiste en aplicar la lei (sic) a hechos particulares”. Más allá de que esta concepción del rol de los jueces se encuentre, en parte, superada, la necesidad de que los últimos ejerzan imparcialmente su rol continúa siendo considerada como una condición sine qua non de un Estado Democrático de Derecho. Y, para asegurar dicha imparcialidad, las democracias constitucionales contemplan mecanismos de designación y garantías de inamovilidad de los jueces –mientras exhiban buena conducta—dirigidas a propiciar la independencia de los últimos, especialmente respecto del gobierno de turno o de sectores poderosos de la sociedad (lo que alguna vez un político de derecha denominó “los poderes fácticos”). Así, la independencia e imparcialidad judicial respecto de todo tipo de autoridades públicas y de intereses privados busca que el ideal de la igualdad ante la ley se materialice en ese crucial momento en que incluso el individuo más desaventajado se enfrenta a contrapartes infinitamente más influyentes.
Lo dicho recién puede parecer de un nivel de abstracción casi arcano para quienes no se desarrollan profesionalmente en el campo del derecho, pero se traduce en cuestiones tan tangibles como si los resultados de una elección presidencial serán (o no) los que realmente corresponden a la voluntad popular; si una detención arbitraria será (o no) corregida a tiempo por un juez que conoce de un recurso de amparo; o si un trabajador que experimenta un despido injustificado será (o no) compensado económicamente por su empleador. Allí donde los jueces son verdaderamente imparciales, sus decisiones serán fruto de una leal interpretación de la legislación vigente aplicable al caso, sin importar lo importante que sea una de las partes de la controversia. Pero allí donde el gobierno u otros sectores ejerzan algún tipo de control o influencia sobre los jueces, las partes sin redes ni conexiones perderán sistemáticamente sus casos. Así las cosas, el a veces etéreo concepto de “independencia judicial” puede traducirse en cuestiones de la mayor trascendencia, como el reconocimiento del verdadero ganador de una elección, la recuperación de la libertad personal ante una detención arbitraria, o la subsistencia de un trabajador despedido injustificadamente.
Cuando se aquilata debidamente lo que está en juego con la independencia judicial, se entiende mejor por qué sería tan grave que siquiera una integrante de la Corte Suprema de Justicia se haya podido corromper al punto de haber estado dispuesta a colaborar con el asesor más cercano del Ministro del Interior para favorecer las posiciones que defendía el gobierno anterior mediante una serie de maniobras incompatibles con la independencia e imparcialidad judicial. Cuando un juez cae en esas prácticas, no sólo transgrede sus deberes ministeriales de imparcialidad, probidad, integridad e independencia, sino que contribuye a socavar los propios cimientos de una democracia constitucional. Si a lo anterior se añade que la Corte Suprema juega en Chile un rol crucial en la gobernanza del Poder Judicial (en términos de la calificación, promoción y disciplinamiento de los jueces inferiores, y de la administración y organización de la judicatura en su conjunto), si se llegara a confirmar que uno, dos, o hasta un puñado de sus 21 integrantes han transgredido sus deberes ministeriales, ello representaría un fuerte remezón para los miles de jueces del país que miran con estupefacción, desaliento y, en algunos casos, indignación, el daño que los hechos que se investigan están infligiendo a la judicatura en su conjunto.
Más allá del impacto que los hechos que comentamos puedan tener al interior del Poder Judicial, la percepción ciudadana de que la corrupción ha penetrado la Corte Suprema constituye el perfecto caldo de cultivo para que –como acaba de ocurrir en México esta semana— un líder populista con inclinaciones autoritarias movilice tal percepción de corrupción en la justicia para capturarla por completo, asestando de paso un golpe mortal a la única forma de democracia digna del nombre, esto es, una en que distintos sectores compiten en igualdad de condiciones bajo el atento escrutinio de tribunales electorales verdaderamente independientes e imparciales. Considerando que Chile ya pagó caro –hace medio siglo— el creerse inmune a las miserias que tradicionalmente ocurrían en el resto de la región latinoamericana, sería prudente que no volvamos a caer en lo mismo, minimizando lo que está ocurriendo con la Corte Suprema bajo la noción de que aquí nunca sucederá que un líder populista –tan carismático como autoritario— movilice la sensación ciudadana de que las élites juegan con las cartas marcadas al interior del Poder Judicial para destruir por completo su independencia, con lo que eso implicaría para el futuro de nuestra crecientemente frágil democracia. En efecto, en una era en que, producto de lo que Guillermo O’Donnell llamaba la “juridificación de las relaciones sociales”, y de la consiguiente “judicialización de la política”, esto es, el hecho de que cuestiones de la más alta importancia política se zanjan en los tribunales de justicia, el impacto de que parte de la Corte Suprema haya sucumbido a la corrupción es mucho mayor que en los tiempos en que la justicia se circunscribía a la resolución de controversias menos trascendentes.
Confrontados a una crisis de magnitud que nos estalló en la cara gracias al –muy fortuito— hecho de que una abogada aparentemente involucrada en una red criminal decidiera grabar una conversación y entregarla a alguien que luego la hizo pública, la pregunta que se presenta es qué hacer en este trance. Más específicamente, qué puede hacer el sistema político en su conjunto para cortar de raíz el germen de corrupción ya instalado en la cabeza del Poder Judicial. Más allá de lo auto-evidente, esto es, que las instituciones persigan y sancionen a todos los involucrados en las diferentes “aristas” del caso (lo que suele acaparar la atención de una ciudadanía que, comprensiblemente, quiere que se castigue a los culpables), si el problema tiene características estructurales, esto es, si no se circunscribe al mal comportamiento de un puñado de jueces, fiscales y abogados, habrá que abordar con relativa urgencia una profunda reforma a la gobernanza del Poder Judicial. La buena noticia es que, a diferencia de otras reformas estructurales que llevan más de una década paralizadas –como la reforma de pensiones—, en el caso que nos ocupa hay muchísimo trabajo avanzado desde el punto de vista técnico, y bastantes consensos sustantivos entre los actores políticos. Considerando esto último, sólo cabe esperar que, una vez concluidas las investigaciones de carácter penal, administrativas y jurídico-constitucionales (e impuestas las sanciones correspondientes a los responsables), se aborden las reformas estructurales necesarias para minimizar la chance de que esto se repita, porque –vale la pena insistir— aspectos tan críticos como la salud de nuestra democracia; nuestros derechos y libertades; el desempeño de la economía; el combate al narcotráfico, y tantas otras dimensiones importantes de nuestra vida social dependen en no poca medida de una judicatura íntegra y competente.