Lugares que no hablan: Discurso y campo en los 51 años
11.09.2024
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11.09.2024
El autor se ubica en un lugar distante de Santiago para analizar los discursos en el marco del 51 aniversario del Golpe de Estado. «Si sólo ponemos el ojo en las élites gubernamentales, sociales, culturales de los centros metropolitanos, los discursos del quincuagésimo primer aniversario del Golpe de Estado van a orbitar en los mismos ejes del año pasado, del anterior, y del anterior al anterior, con leves matices. Si miramos más allá, nos asomaremos a una realidad diferente, menos clara», comenta.
Esta columna tiene el propósito de plasmar una reflexión sobre los discursos en torno a la conmemoración del quincuagésimo primer aniversario del Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en el momento político actual. Escrita a un año de la quincuagésima conmemoración del Golpe de Estado, con los pies posados en una ciudad que no es Santiago, Concepción o Valparaíso. Imagine esos pueblos en los que el conductor de televisión Pancho Saavedra arriba alegre y altisonante en su programa “Lugares que Hablan”. Ahora, imagine que es un lugar que no habla de ciertas cosas, como del 11 de septiembre de 1973 y sus días posteriores.
Desde esta ciudad, el discurso del “nunca más” se ve por televisión en un acto en La Moneda. Se percibe como una historia de cosas que pasaron lejos, no a dos cuadras de la casa de uno, no en la plaza de la ciudad o en el liceo donde fueron mis tíos. ¿Pero no pasó nada en estos lugares? Responda usted a qué echa mano un profesor de historia para hablar de lo sucedido en ciudades de tamaño medio o pequeñas del Maule, Coquimbo, o Los Ríos. Si no se tiene a qué echar mano en el espacio circundante, los discursos en defensa de los derechos humanos quedan lejos, se abrazan desde una generalidad que no dialoga con la vida cotidiana, menos aún para quienes nacieron hace 15 años. Allí, los derechos humanos se quedan sin historias materializadas en un texto, en un audio, en una obra audiovisual con la que vincularse desde lo local. Salvo en el legado de testimonios aún susurrantes, no se evidencian trozos ni trazas de ciudades que humanamente se rompieron y que en el olvido decantan en un trazo de ciudad bonachona «donde todos nos llevábamos bien y éramos amigos, si aquí nunca pasó nada».
Voy a contar dos escenas, separadas en la historia, de cómo ese trazo se encarna en quehaceres institucionales que delinean, a su vez, un discurso. Las escenas transcurren en el Chile central, en una ciudad de tamaño medio, de carácter urbano-rural, con los componentes de clase y género característicos de la zona. Se trata de un páramo que, como otros, sufrió el Golpe de Estado y donde quienes crecieron en los 80s y los primeros 90s nunca accedieron a información ligada al Golpe de Estado, a sus causas, ni a los atropellos contra los derechos humanos. Los libros de historia llegaban hasta 1973. Apenas unos pocos párrafos narraban el período 1970-1973 de una forma administrativa. ¿Información sobre lo que pasó en la zona? Ni soñar con eso.
A inicios del 2000, a 27 años del Golpe de 1973, en uno de los colegios particulares subvencionados de la comuna, ex alumnos de la institución programaron un ciclo de cine documental sobre memoria y derechos humanos. En la primera de diez jornadas, se exhibió ante 200 estudiantes “La Batalla de Chile”, la galardonada obra de Patricio Guzmán. Una semana después, y ante un gran número de adolescentes, se exhibió “La Memoria Obstinada”, del mismo director. La tercera sesión consideraba “Estadio Nacional”, de Carmen Luz Parot, pero esta no se pudo exhibir. En las puertas del establecimiento, quienes estaban a cargo del ciclo fueron impedidos de entrar. No se dio explicación por la repentina cancelación. No se avisó a los estudiantes. Nadie dio una explicación.
Casi un cuarto de siglo después, se publicó el primer libro sobre memorias del Golpe en esta misma ciudad. El libro recopiló 13 historias de persecución, detención y tortura de habitantes de la zona. Los relatos, en primera persona, pusieron en evidencia y acceso público la historia de personas que pasaron por vejámenes de distinto tipo, golpes, corriente, simulacros de fusilamiento, todo esto en recintos del cotidiano local y por parte de personas con las que antes del Golpe se saludaban o se conocían: policías, médicos, gendarmes, ente otros.
A un año de la publicación, se programó la entrega gratuita de dicho libro –por parte de los editores -a la institución que vela por la educación pública local, para que se entregara a las bibliotecas de sus liceos. A un día de la realización del evento, donde acudirían docentes y estudiantes de segundo medio, en cuyo currículo ven estas materias como parte de su programa formativo, la actividad fue cancelada. El directorio de la institución –cuya asamblea de socios fue creada en dictadura– bajó la actividad donde se haría entrega del libro, y en la que hablarían sus editores y quienes dieron su testimonio. No se avisó a los estudiantes. Nadie dio una explicación.
Las placas de bronce en las calles de Berlín inscriben los nombres de quienes fueron secuestrados por el régimen nazi. Los rostros de los desaparecidos en el Paseo de la Reforma, en Ciudad de México, recuerdan sus vidas y claman por ellas y ellos. Ambos, con sus diferencias, se inscriben en la realidad cotidiana de las personas en lógica de –como mencionaba, Nancy Fraser– reconocimiento. En ellas hay un esfuerzo deliberado para que el discurso de la memoria y los derechos humanos tenga una materialidad palpable. ¿Dónde está escrito ese discurso en el Chile profundo? En el lugar del que les hablo, los discursos de los 51 años son historias de otro lugar, de actos de Santiago, de cosas que pasaron lejos, “del Boric”, “de los comunistas”, “de resentidos”, de asuntos de la capital o, cuando más, un murmullo de “lo que quizás pasó”.
En ese Chile profundo, no existe una materialidad, una práctica y una socialización que apele a un público amplio con un gesto tan amable como simple: mirar para el lado, prestar atención a una historia y saber lo que pasó a tres cuadras de mi casa, en el liceo donde estudio hoy, en la cancha del club deportivo donde juegan mis hermanos.
Si sólo ponemos el ojo en las élites gubernamentales, sociales, culturales de los centros metropolitanos, los discursos del quincuagésimo primer aniversario del Golpe de Estado van a orbitar en los mismos ejes del año pasado, del anterior, y del anterior al anterior, con leves matices. Si miramos más allá, nos asomaremos a una realidad diferente, menos clara. Es la realidad que la televisión viajera de los sábados por la tarde ha –en lógica de Roland Barthes– mitificado como comarcas de postal, valles donde la gente sonríe con pocos dientes, come cazuela, y respira olor a campo.
Esa realidad de retablo opera desde los principales medios de comunicación nacionales y empatiza con cacicazgos locales en el borramiento permanente de la conflictividad política, de sus huellas y heridas. Es un discurso violento y excluyente que se hace carne, por ejemplo, en instituciones tan importantes como las que imparten educación a las infancias y juventudes locales. En ese discurso cabe una verdad: “Este es un lugar tranquilo, aquí nunca ha pasado nada, los derechos humanos son cosas de Santiago, no revuelva el gallinero”. A 51 años del Golpe, el discurso de los derechos humanos sigue quedando lejos para el campo.