La deshumanización del pueblo palestino y la fractura de la civilización
09.08.2024
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09.08.2024
Es un atávico desprecio por la existencia de un pueblo lo que afirma la retórica belicista y destructiva que hoy dirige los ataques de Israel contra Gaza, sostienen los autores de esta columna de opinión para CIPER: «El horror que tenemos ante nuestros ojos evidencia fracturas no solo a nivel físico, sino también psíquico y social, que irradian su onda expansiva a toda la comunidad internacional […]. No se trata de ‘importar el conflicto’, como algunos interesados ‘neutrales’ afirman desde Chile, sino de demostrar que nos importa la Humanidad.»
Cuando un estudiante le preguntó a Margaret Mead, la destacada antropóloga estadounidense, cuándo consideraba ella que había comenzado la civilización, su respuesta les sorprendió a él y sus compañeros. No hacía alusión al dominio del fuego, la invención de la rueda, el anzuelo ni la piedra de moler. El primer signo de civilización, explicó Mead, fue un fémur que alguien se fracturó y pudo sanar. En el reino animal, una pierna rota significa la muerte, pues el individuo queda incapacitado para buscar comida, huir o protegerse. Un fémur fracturado y sanado requiere de cuidados, inmovilización, alimentación y protección; en definitiva, hubo alguna vez alguien que permaneció junto a un herido para que pudiera recuperarse. Este compasivo acto de cuidado hacia otros en estado de vulnerabilidad representa el inicio de la civilización humana, el puente entre el reino animal y la sociedad.
En el otro extremo se halla la deshumanización; esto es, la violación de la creencia de que otras personas son humanas. Algo que, de acuerdo al modelo dual de deshumanización [HASLAM 2006; HASLAM & LOUGHNAN 2014] suele manifestarse en la negación de la emocionalidad e identidad de los miembros de un grupo, ya sea asemejándolos a objetos inanimados, o bien mediante la negación de su capacidad de autocontrol, inteligencia y racionalidad, analogándolos a animales. Un ejemplo de ambas modalidades es el del colonialismo clásico europeo, en el que la explotación de las poblaciones nativas de África y América se justificó frecuentemente con discursos de animalización, que las retrataban como «bestias» o «seres carentes de alma».
Las atrocidades que el mundo atestigua desde hace ya casi diez meses en Gaza y Cisjordania tienen mucho de ambas cosas. Pero son también algo más: la síntesis más brutal y explícita de un proceso histórico de desplazamiento, ocupación y limpieza étnica del pueblo palestino, impulsado por un colonialismo de colonos [PAPPÉ, 2020] o colonialismo de asentamientos [WOLFE, 2006] cuyas prácticas de deshumanización no se relacionan tanto con la explotación de la población palestina, como con su transferencia; esto es, el traslado de judíos europeos a Palestina y la expulsión de los palestinos de su tierra. Un proyecto de despojo histórico que suele asociarse con el inicio de la Nakba (catástrofe) en 1948, pero cuyos antecedentes se hallan en los propios orígenes de la ideología sionista. Como explica Pappé:
Las políticas de eliminación forman parte del ADN sionista desde el inicio mismo del movimiento a finales del siglo XIX. Para decirlo con palabras menos académicas, se quería la mayor parte posible de Palestina con el menor número posible de palestinos.
Durante décadas, este programa colonialista, racista y supremacista ha perpetuado no sólo una violencia material, sino también una deshumanización sistemática de la población palestina, promoviendo una narrativa en la que se la presenta no como una comunidad de individuos con historias, sueños y derechos, sino como una masa uniforme de ‘árabes’ a ser desplazada o erradicada.
Los líderes sionistas han compartido abundantes postales de esta narrativa. «¿Cómo vamos a devolver los territorios ocupados? No hay nadie a quien devolvérselos. No hay tal cosa llamada palestinos», argumentaba Golda Meir en 1969 [Golda Mabovitch, en su Kiev natal], la primera mujer primera ministra de Israel. O aquel mismo año, y con un sentido más pedagógico: «Se construirán aldeas judías en el sitio donde están las aldeas árabes. Ustedes ni siquiera saben los nombres de estas aldeas árabes, y no los voy a culpar porque ya no existen los libros de geografía. En realidad, no sólo los libros de geografía, las aldeas árabes tampoco», en palabras de Moshé Dayán, ex ministro de Defensa israelí, ante estudiantes del Instituto Tecnológico de Haifa. O una década después, y ya en un tono más frontal: «Los palestinos son bestias que caminan sobre dos piernas», aseguraba el ex primer ministro de Israel y premio Nobel de la Paz —sí, leyó bien— Menájem Beguín ante el parlamento israelí, en 1982. Ese mismo año, aunque con un sentido más estratégico, sostenía el ex comandante en jefe del Ejército y ex ministro de Agricultura de Israel, Rafael Eitan: «Por cada incidente de jóvenes tirando piedras en Cisjordania, construiremos diez asentamientos. Y cuando hayamos colonizado la tierra, lo único que los árabes podrán hacer será darse vueltas como cucarachas drogadas en una botella».
Este es, qué duda cabe, el ethos del que han bebido desde temprana edad también las nuevas figuras de la política israelí, como la ex ministra de Justicia y ex ministra del Interior, Ayelet Shaked, quien en 2014 dedicaba un sentido mensaje a las madres palestinas: «Tienen que morir y sus casas tienen que ser demolidas. Son nuestros enemigos, y nuestras manos deberían estar manchadas de su sangre. Esto se aplica igual a las madres de los terroristas fallecidos […].Deberían desaparecer junto a sus hogares, donde han criado a estas serpientes. De lo contrario, criarán serpientes más pequeñas».
Expresiones como las anteriores hacen dar la razón a Noam Chomsky cuando asegura que comparar el apartheid sudafricano con el de la ocupación israelí de Palestina es hacerle un favor a la ocupación. Ello, porque, mientras la minoría blanca sudafricana se beneficiaba de la segregación racial y de la explotación de la población nativa, «Israel [sólo] quiere deshacerse de la carga palestina. El camino por delante no lleva a Sudáfrica, como por lo común se afirma, sino a algo mucho peor».
Este oscuro horizonte ya ha tocado a nuestra puerta. Y el horror que tenemos ante nuestros ojos evidencia fracturas no solo a nivel físico, sino también psíquico y social, que irradian su onda expansiva a toda la comunidad internacional.
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Por primera vez en la historia somos testigos en tiempo real de lo que sucede con las víctimas civiles de bombardeos indiscriminados a las que la muerte encontró no sólo en sus hogares, sino también en hospitales, escuelas y campos de refugiados. Sus cuerpos mutilados, quemados, irreconocibles, se presentan a diario ante nuestros ojos, en una estadística de muertes y desapariciones que ya ascendería a 190.000 personas, de acuerdo con estimaciones que no sólo consideran los 40.000 fallecimientos certificados en centros hospitalarios, sino también los que resultarían de «la situación sanitaria, militar y geopolítica debida al bloqueo marítimo, aéreo y terrestre impuesto a la Franja de Gaza», como reconoce Jean-François Corty, médico humanitario y presidente de la ONG Médicos del Mundo.
Y, entre dichas muertes, más de 10.000 personas que aún estarían sepultadas bajo 39 millones de toneladas de escombros (107 kilos, por cada metro cuadrado). De hecho, de los 21.000 niños que actualmente se hallan desaparecidos en la franja de Gaza, al menos 4.000 podrían estar también bajo dichas ruinas, o en fosas comunes sin identificar, en un infierno para el que las palabras no alcanzan, aunque ya en enero pasado UNICEF lo retratara como «una guerra contra los niños».
Junto con la masiva destrucción física de la población palestina, organismos internacionales han alertado sobre el trauma psíquico de dicha población, resultante de la desesperada respuesta del sistema nervioso a experiencias aterradoras. Investigaciones plantean que quienes han experimentado cuatro o más experiencias de este tipo en su infancia (exposición a violencia, muerte de progenitores, maltrato físico, psicológico, sexual, negligencia, etc.) tienen tres veces más probabilidades de padecer patologías pulmonares, dos veces más de padecer enfermedades hepáticas, catorce veces más probabilidades de intento suicida o cuatro veces más de desarrollar depresión [FELITTI 2009]. Son proyecciones que han llevado al doctor Robert Block, ex presidente de la Academia Americana de Pediatría, a reconocer que «las experiencias adversas en la infancia son el principal factor de riesgo para la salud pública no abordado en la actualidad».
Pero Palestina representa, además, una herida que ha expuesto la fragilidad de nuestras democracias, marcada por la vergonzosa disparidad entre los hechos documentados y los titulares de los medios hegemónicos; entre el derecho internacional y el desprecio de Israel y sus aliados por los principios básicos de la convivencia [ver columna previa en CIPER: “Gaza ante el derecho internacional”]; entre las organizaciones internacionales y los poderes fácticos; y entre la demanda de cese al fuego de millones de ciudadanos en todo el mundo y la respuesta tibia o abiertamente cómplice de nuestros líderes. Y es esta debilitada condición de nuestras democracias la que ha permitido, por ejemplo, que el primer ministro israelí se presentase hace pocos días en el congreso de Estados Unidos con las manos manchadas por la sangre de más de 17.000 niños y niñas palestinos. Y que haya sido aplaudido por la mayoría de las personalidades políticas presentes, aunque con la ausencia de varios legisladores demócratas y la valentía de la congresista Rashida Tlaib, cuyo cartel de denuncia fue durante esa hora oscura una pequeña pero significativa luz de humanidad.
La fractura expuesta en Palestina irradia una ola de dolor y culpa que nos expone, incluso a miles de kilómetros de distancia, al trauma psicosocial [MARTÍN-BARÓ 1988; PALMA 2020]. Porque no se trata de «importar el conflicto», como algunos interesados «neutrales» afirman desde Chile, sino de demostrar que nos importa la Humanidad. Y de que somos capaces de denunciar y detener las atrocidades contra la población civil palestina, como si de nuestros niños, niñas, esposos, madres o abuelas se tratase. De lo contrario, ¿cómo hemos de convivir [vivir con otros] en un mundo donde un genocidio es posible?; ¿cómo establecer relaciones de confianza con otro que puede despojarte del derecho más básico a ser reconocido como un ser humano (y destruirte impunemente por ello)?; ¿cómo recuperar los mínimos civilizatorios que creíamos conquistados tras la pesadilla totalitaria del siglo XX?
¿Seremos capaces de brindar los cuidados que requieren estas fracturas para que puedan soldarse?
La tarea de sanarlas requiere de un enorme y urgente esfuerzo colectivo. Implica escuchar las voces de los sobrevivientes, reconocer su humanidad, ayudar a curar pacientemente sus heridas y exigir una comunidad internacional en la que todos los pueblos e individuos sean tratados con dignidad y respeto. Y en la que ningún gobierno y sus «razones de Estado» estén por sobre la vida de las personas. Porque tal como el fémur fracturado, que para Margaret Mead representa el punto de partida de la civilización, lo que se juega en Palestina va mucho más allá de sus fronteras. Lo que está en riesgo es la base misma de la civilización tal como la conocemos.