Entre el vacío y el abismo. Sobre la crisis de participación en el movimiento estudiantil chileno
09.08.2024
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09.08.2024
Escasa movilización, organizaciones de base desarticuladas y baja participación en federaciones tradicionales son síntomas que hoy se observan en universidades de todo el país. Acaso más que una crisis se trate de un cambio profundo de paradigma derivado de nuevas formas de convivencia, plantea la siguiente columna de opinión para CIPER: «La desafección social en las organizaciones intermedias de la vida cívica es un fenómeno que trasciende, con mucho, a Chile, y parece estar asociado a condiciones propias de la vida moderna […]. El movimiento estudiantil universitario —tal y como lo conocimos, organizado e institucionalizado— podría corresponder a un modelo de sociedad que simplemente ya no existe o va en retirada.»
Desde su origen, en la primera mitad del siglo XX, el movimiento estudiantil universitario se ha constituido como el vehículo principal de expresión de actorías sociopolíticas para las generaciones jóvenes en Chile. Sucesivos colectivos, organizaciones y federaciones de estudiantes han encabezado y participando en procesos de movilización de masas y acontecimientos históricos, forjando identidades generacionales a través de la subjetivación de sucesivos «ciclos sociopolíticos» [MUÑOZ y DURÁN 2019], y articulándose por medio de organizaciones con un alto grado de institucionalización [HUNEEUS 1987; KARLE 2022]. En palabras de Garretón y Martínez [1985:6], los estudiantes «constituyen el campo principal en el cual se libran los conflictos culturales de la sociedad, y por esa razón puede decirse que ningún tema les resulta ajeno».
Hoy, sin embargo, sus organizaciones atraviesan en Chile una crisis profunda, probablemente la mayor bajo condiciones democráticas. A poco más de una década de las multitudinarias movilizaciones de 2011, que sacudieron al país y colocaron a la educación como un asunto prioritario en la discusión política nacional, las organizaciones que sostuvieron dicho auge se encuentran hoy significativamente debilitadas, en desbande o con serios problemas de legitimidad externa e interna, expresados particularmente en la baja participación en sus procesos electorales y la reducida movilización de masas [SOMMA y DONOSO 2021]. El ejemplo más reciente al respecto es el de la FECH, que no logró superar en sus últimas elecciones el ya exiguo quórum autoimpuesto. Pero no es el suyo un fenómeno aislado: apenas poco más de la mitad de las federaciones cuentan hoy con mesas constituidas, y todavía las existentes emergen mayoritariamente de procesos escasamente participativos, dando cuenta de un presente marcado por la incapacidad de movilización a excepción de pequeñas vanguardias aisladas del conjunto, la desarticulación generalizada de las organizaciones de base, la baja participación en federaciones tradicionales y la desaparición de otras.
Esta columna pretende abrir la discusión y desplegar elementos de juicio respecto a la crisis generalizada de participación y representación en el movimiento estudiantil chileno. Por cierto, dada la volatilidad intrínseca al cuerpo estudiantil han existido crisis previas, la más reciente durante la transición a la democracia [ERRÁZURIZ 2018]. Empero, ello no excluye a la crisis actual de una explicación propia, en cuya base deben existir elementos comunes, a los cuales cabe denominar «vectores de desmasificación». Entendemos por este último concepto la pérdida transversal de capacidad de movilización y participación de masas en el movimiento estudiantil, tanto en sus organizaciones representativas como a nivel general. La pregunta es, entonces, cuáles son dichos vectores y en qué medida han intervenido. Por supuesto, estas hipótesis no son excluyentes entre sí ni respecto a otras, y es un desafío ponderar adecuadamente su margen de incidencia en la prevalencia del fenómeno. De todas formas, ellas plantean criterios y lineamientos para ordenar la discusión, y ofrecer una explicación situada que trascienda los lugares comunes.
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El primer vector es la reintegración del movimiento estudiantil y sus principales dirigencias respecto del sistema político. Luego de la crisis del movimiento estudiantil del siglo XX, atravesado por la existencia de partidos políticos de masas, a partir de la década de 1990 las organizaciones fueron rearticuladas y protagonizadas progresivamente por actores colectivos no partidarios [DONOSO 2014]. También los partidos sufrieron una transformación interna en sus frentes sociales. Esta dinámica se intensificó, y en los años inmediatamente posteriores a 2011 el movimiento fue administrado principalmente por organizaciones de izquierda extraparlamentaria, que fundaban su legitimidad en su autonomía respecto de los partidos. La mayoría de estas organizaciones optaron por ingresar a las instituciones, transformándose en aparatos nacionales, y convirtiendo de facto a sus bases estudiantiles remanentes en correas de transmisión supeditadas —al menos simbólicamente— a las directrices generales [SEMBLER 2020]. Este proceso fue acompañado de complejas luchas de poder buscando posicionarse en el nuevo esquema, las cuales probablemente incidieron en la crisis de la FECH y otras federaciones. Al perder la autonomía organizacional que había caracterizado al movimiento estudiantil en su etapa de auge, el relato probado dejó de encajar con la realidad práctica del movimiento, generando desafección y un vacío en la respuesta de las bases.
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Las transformaciones internas del sujeto social en base al cual se articuló la movilización de masas del movimiento estudiantil desde 1995 parecen haber generado un desacople entre bases y dirigencias. Lo que gatilla el regreso de las masas estudiantiles a la calle durante la transición son los problemas de financiamiento, deuda y precarización a la cual es sometida el sujeto universitario. Los dirigentes ensayan una miríada de consignas, pero finalmente las masas se movilizan por su propia crisis, que es constante y permanente [THIELEMANN 2016]. A partir de 2016, empero, se implementa la gratuidad para los tres primeros quintiles de ingreso. El cambio que esto produce en las condiciones estructurales del movimiento estudiantil no ha sido adecuadamente ponderado. La lucha por la gratuidad universal, emblemática bandera de lucha en 2011, termina hoy en un aparente sinsentido político: en su expresión concreta, equivale a pedirle a estudiantes de entornos precarios que hoy estudian gratis, a sacrificar su tiempo y esfuerzo para salir a la calle a exigir que sus compañeros de clase alta también estudien gratis. Ello quiebra el vínculo entre dirigencias ideologizadas y masas necesitadas que había permitido la eclosión de 2011: al haber resuelto en los sectores más precarizados el principal motivo de enfrentamiento al sistema, la gratuidad despojó al movimiento de gran parte de los recursos humanos de movilización empleados en décadas previas. En este sentido, su éxito puede haber sido la semilla de su fracaso posterior, sin haber logrado forjar hasta el momento objetivos estratégicos para la movilización capaces de trascender el problema del financiamiento.
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En parte, debido a la política de autofinanciamiento a la cual han sido sometidos los planteles de educación superior, la matrícula se amplió drásticamente en muchos de ellos. La Universidad Católica, que hacia 1995 tenía apenas unos diez mil alumnos de pregrado, hoy alberga cerca del triple. Con la eliminación del AFI, muchas universidades han intensificado la apertura de carreras, cupos y facultades. No hay que ser un cientista social experto para intuir la dificultad de construir organizaciones ancladas en espacios comunitarios específicos cuando estos espacios crecen sin control, y por una cuestión puramente numérica es mucho más fácil que sus bases perciban una falta de cercanía o incomprensión de sus necesidades específicas por parte de sus representantes. Además, en años recientes algunas universidades han implementado políticas restrictivas a la interacción social —dificultando la realización de fiestas, persiguiendo el consumo de alcohol y tabaco en los campus— que constriñen los espacios de reproducción de la política estudiantil. No es casual tampoco que, junto a las federaciones universitarias, tampoco las organizaciones de trabajos voluntarios, religiosas, ecologistas e incluso recreativas tengan la masividad de otrora. Poco florece ya en los campus universitarios, no sólo la política. Entendiendo que la interacción digital jamás permitirá forjar vínculos tan estrechos y robustos como la copresencialidad, la creciente implementación de clases y evaluaciones a distancia en la pandemia solamente acentúa esta tragedia.
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Por último, mirar la crisis de participación en el movimiento estudiantil es también mirar aquella en organizaciones intermedias u organizaciones de masas, en el conjunto de las democracias occidentales. En el caso chileno, luego del liderazgo de las organizaciones sindicales, profesionales, estudiantiles y territoriales contra la dictadura militar [MANZANO 2014], cada una de ellas entró en sus propios procesos de descomposición, burocratización y vaciamiento interno, jamás volviendo a replicar el dinamismo y arraigo social exhibido en décadas anteriores. Los partidos políticos perdieron su capacidad de vertebrar y ordenar las diferencias sociales, y estas diferencias mostraron su incapacidad de sostenerse organizadamente por sí solas. Podría decirse que el movimiento estudiantil, al autonomizarse, constituyó una excepción temporal a esta crisis, pero agotado el paradigma que habilitó dicha participación el destino era ineludible. Como sabemos con Putnam [1995], la desafección social en las organizaciones intermedias de la vida cívica es un fenómeno que trasciende, con mucho, a Chile, y parece estar asociado a condiciones propias de la vida moderna, tales como la expansión de los medios de comunicación de masas, la digitalización y el cambio en las estructuras familiares y laborales. La crisis de inserción social de los partidos políticos, así como de las organizaciones sociales de masas a través de las cuales transcurría la intermediación de intereses colectivos durante la época del estado de compromiso [GARRETÓN 1983] podría ser sólo el gatillante de una situación latente, dadas las condiciones propias de la vida en una sociedad posindustrial.
Esta última hipótesis afirma que el movimiento estudiantil universitario —tal y como lo conocimos, organizado e institucionalizado— podría corresponder a un modelo de sociedad que simplemente ya no existe o va en retirada. Con el fin del estado de compromiso, de la copresencialidad como fundamento de la interacción humana, de los movimientos y partidos políticos de masas, de las utopías y las ideas colectivas cristalizadas en aparatos robustos de lucha, enfrentamiento y organización, quizás ha llegado también el fin de la organización estudiantil, o su reducción (abolición del consabido quórum mediante) a pequeñas dirigencias gremiales escasamente representativas y sin capacidad de liderazgo efectivo, ni menos de movilización general para cualquier cosa, como ya ocurre en otras plataformas sociales que viven de glorias pasadas y símbolos inertes. Dirigencias que no harían más que, parafraseando a Mair [2013], gobernar el vacío mientras observan, con tensa calma y una leve pero indisimulada exasperación, la profundidad del abismo.