#Los2000 – Adiós a Gokú: La marca japonesa del poder adolescente
02.08.2024
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02.08.2024
«Para quienes nacieron al final de la década de 1980 en Chile, Gokú acompañó su crecimiento adolescente y adelantó las alegrías (no tantas) y los dolores (muchos) de la madurez».
#Los2000 es una serie de columnas mensuales para CIPER-Opinión sobre tendencias culturales en lo que va del siglo XXI.
Es el domingo 10 de marzo de 2024, y en la Plaza Baquedano de Santiago cientos de personas levantan sus brazos al cielo. Como en una plegaria, están ofrendando la energía espiritual de todos los seres vivos del planeta a un ser extraordinario que, desde una pantalla LED, dirige la ceremonia: Gokú.
«¡Escúchenme todos! ¡Denme un poco de su energía! ¡La necesito!»
Esto no es una plegaria. O es más que eso. Es un genki dama: técnica de combate que quizá la mayoría aprendió viendo la serie Dragon Ball Z, animé del estudio japonés Toei Animation, con emisión continua desde 1989 a 1996 (la serie era, a su vez, la derivación de la previa Dragon Ball, a secas) y rentable franquicia global. Años antes, la misma proclama había sido utilizada en Chile —con más simbolismo que éxito— en las movilizaciones por la educación (2011) y durante el estallido social (2019).
Pero ese genki dama en un punto capitalino neurálgico calificaba como un acto de subrogación, un rito funerario en memoria de Akira Toriyama, creador de la serie, fallecido hacía diez días, el 1 de marzo de 2024. Quizás con ese rito no solo se despedía a Toriyama. Acaso esa tarde se lloraba, en secreto y a destiempo, otra cosa: un relato común que, desde el animé, se había convertido en la educación sentimental tras las utopías de la (ya no tan) nueva política chilena.
¿Cómo se educó la generación que en la primera década del siglo peleó por la educación en Chile? O, mejor: ¿dónde?
La pregunta no es trivial porque lo que los denominados pingüinos constatan en su asalto al espacio público es que la escuela que les tocó —la pública, al menos— era, si no una ruina, un supermercado desabastecido.
En casa (la ajena o la propia), la televisión. Para los adultos, A.M. matinales y P.M.la tríada telenovela/noticiero/estelar. Eso, en TVN y Canal 13. En Chilevisión, en tanto, para niños, niñas y adolescentes, en esa tierra de nadie de la media tarde, antes de la once, el reino de un tigre de animalidad tan tenue como doméstica: «Bienvenidos a El Club de los Tigritos».
Desde 1994, la plataforma principal de difusión del animé en nuestro país fue una versión nacional para una franquicia televisiva venezolana. Presentada primero por Carolina Gutiérrez y, más tarde, por Jessica Abudinen, el bloque allí dedicado a la animación japonesa proveyó un escenario de independencia en el que púberes y adolescentes —con cuerpos cambiantes, deseos inconfesables y pasiones incluso letales— podían ver a otros chicos y chicas protagonizar aventuras, romances y sueños de justicia más radicales que las fantasías Disney.
El Club de los Tigritos no quiso ser un Disney Chanel wannabe, en el que los adolescentes no experimentan cambios hormonales. Tampoco Kidzania, ese peculiar parque de diversiones de Vitacura en el que el único deseo que un escolar puede conocer es el de soñarse ejecutivo/a bancario.
No.
La sociabilidad del Club era otra. Era la de Los Caballeros del Zodiaco. La de Sailor Moon. La Sakura Card Captor. En escenarios de catástrofes que se repiten en loop, había un vértigo posible: el de amistades que desbordaban disciplinas de género, y jergas de palabras extrañas que nos permitían decir lo que en castellano no se puede (o, se puede, a costa de improperios). Antes de la hora de once podíamos ser como Shun, calentando, con los latidos de su cuerpo, a Hyoga. O, mientras esperamos la micro, como Yukito y Touya. Y, con esa misma adrenalina, en las pichangas en pasajes de asfalto metálico, más que la sed de goles nos empujaba el deseo de correr como Oliver Atom: en el fin de un mundo que nunca acaba, todos ellos podían ser Supercampeones, que era lo mismo que tener la libertad de correr en una cancha que, de así imaginarlo, era curva e infinita como la tierra.
Pero no todo era ambición. Algo más se filtraba en el animé de media tarde.
Llueve en Tokio. En el hogar de la familia Tendo, Soun, un padre, y sus tres hijas, Kasumi, Nabiki y Akane, esperan la llegada de Genma Saotome. Pronto sabremos que Genma Saotome, mejor amigo de Soun, ha comprometido en matrimonio a su hijo Ranma con una de las muchachas. El escenario es tradicional, hasta que llega una chica adolescente en traje chino que lucha encarnizadamente con un oso panda. La chica y el panda son Ranma y Genma. Cayeron en las lagunas de Jusenkyo, estanques malditos cuyo efecto colateral hace transitar de género y de especie al contacto con el agua fría.
En Japón, el argumento de ese y otros diversos animé reescribe paródicamente relatos folclóricos. Pero, en Chile, se convierte en el pie forzado que permite narrar —otra vez, a media tarde— diversas identidades, sexualidad y afectos. Móviles; como el agua, fluidas.
Ranma 1/2 llegó a Chile en 1998. No fue la primera en su género, pero en ella todo lo sutil se volvió radical. Y, sobre todo, divertido (sin el tono sombrío de, por ejemplo, Evangelion). En la serie, el amor adolescente se disputa entre una muchacha que se volvía gato, un luchador miope transformado en pato, o un experto en artes marciales oculto en el cuerpo de un sumiso puerquito voyerista. A estas transformaciones se suma el huevo mágico, que provoca que quien lo rompa se enamore de la primera persona que tenga frente suyo sin importar su género.
Más que sus transformaciones, lo central en Ranma 1/2 era que, sin importar qué tan diferente fuera la identidad de este grupo de inadaptados, siempre estaba la oportunidad del amor. En voz de Akane, la futura enamorada de Ranma, la canción de cierre dice: «De los dos que existen en Ranma / si lo toman con calma / y si escuchan lo que les digo / van a ver que en mi alma / hay amor para los dos».
¿Por qué se conmemoró en Chile la muerte de Akira Toriyama?
Dragon Ball Z se transmitió por primera vez en Megavisión en 1997 (la época en que la televisora privada andaba a los tumbos). Ese mismo año también se publicó la primera novela de la serie Harry Potter. Con todo, en la saga de Gokú el protagonista en busca de las esferas del dragón va desde su infancia hasta su adultez. Lo vemos entrenar y mejorar sus habilidades, vencer enemigos, visitar extraños planetas y enamorarse, tener hijos y, cómo no, condolerse con la muerte de sus amigos. En Dragon Ball Gokú es un niño. En Dragon Ball Z ya es un joven. Sus últimos días ven a Gokú volver a convertirse en niño en el final de la saga, Dragon Ball GT.
Para quienes nacieron al final de la década de 1980, Gokú acompañó su crecimiento adolescente y adelantó las alegrías (no tantas) y los dolores (muchos) de la madurez.
El último capítulo nos muestra a Shenlong, el dios dragón que concede deseos a quien reúna todas las esferas. Hacia el final, Shenlong dice que los terrícolas deterioraron las esferas al sobreexigirlas y depender demasiado de ellas.
Por eso, el dragón se acaba llevando las esferas lejos de la tierra. Ahí, Gokú pide un último deseo: revivir a todos los inocentes que murieron por las esferas del dragón. Inesperadamente, Gokú sube al lomo de Shenlong, y sobre él parte para siempre. Entonces, la siguiente generación por fin puede tomar su lugar.
Quizá esta sea la más difícil lección de Gokú. Posiblemente por eso se levantaron manos chilenas tras la muerte de Akira Toriyama. Y es que la generación que creció viendo Dragon Ball, la de la Revolución Pingüina, la de las tomas, levantaba los brazos. Más de algunos abusaron de los anillos hasta gastarlos para despegarse de sus pares e instalarse en las vertiginosas alturas de la política adulta. Otros, los más, para despedir la épica y el heroísmo que alimentó sueños que persisten melancólicamente en la noche del poder joven.