Buscando un símbolo de paz
27.06.2024
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27.06.2024
Sobre las reacciones que surgen en Chile —específicamente, en el ambiente universitario— ante los ataques del ejército israelí en Gaza y ciudades contiguas avanza la siguiente columna de Opinión para CIPER, escrita por un académico e integrante de la Coordinadora por Palestina.
Mientras los ataques de Israel a la población civil palestina cavan cada día más hondo en el corazón de la barbarie, arrastrando consigo a la comunidad internacional y a los principios en que esta se fundara, el movimiento universitario chileno de apoyo a Palestina ha dado un importante mensaje a la institucionalidad académica de nuestro país: nuestras universidades y centros del conocimiento no pueden quedar indiferentes ante el mayor genocidio del siglo XXI. Ni limitarse a un bienintencionado «compromiso con la paz, el entendimiento y la justicia», mientras la máquina de muerte israelí no reconoce edades, derechos ni obligaciones internacionales.
Este urgente mensaje ha ido acompañado, además, de una demanda muy clara: la ruptura de convenios institucionales con las universidades israelíes, por su documentado vínculo con el aparato militar del Estado. Y con lo que el reconocido historiador israelí Ilan Pappé ha calificado como un «genocidio incremental»; esto es, un proceso acumulativo y gradual de casi ocho décadas de desplazamientos, apartheid y exterminio del pueblo palestino, que hoy vemos desplegarse con brutal intensidad.
Ya en abril pasado, UNICEF alertaba que un niño o una niña palestinos son asesinados o heridos cada diez minutos por Israel, en una cifra total de muertes que ya sobrepasa las 37.000 personas (de las cuales, aproximadamente el 72% son niños, niñas y mujeres). Y entre todas estas víctimas del autoproclamado «ejército más moral del mundo», hay casi siete mil estudiantes y cerca de cuatrocientos profesores de escuelas y universidades que ya no podrán volver a las aulas, por no decir nada de la vida simple y buena junto a sus seres queridos. Los que logren sobrevivir, tampoco podrán retomar muy pronto sus estudios, si consideramos que «Israel ya destruyó sistemáticamente todas las universidades de Gaza por etapas», según lo informado por Euro-Meds Human Right Monitor, observatorio independiente con sede en Ginebra. Aunque antes de arrasar con estas casas de estudios superiores, el ejército israelí se tomó la molestia de utilizar algunos campus como bases militares y centros de detención y tortura. De igual modo, más de cien escuelas de la Franja, administradas en su mayoría por la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA), han sido también completamente devastadas; y otras 321, afectadas con un daño estructural severo.
A pesar de esta desesperada situación humanitaria y del urgente llamado que ella representa para las democracias de la sociedad global, en nuestro país, el movimiento universitario por Palestina y, particularmente, el llamado «acampe» de la Universidad de Chile, enfrenta una fuerte campaña institucional y mediática de deslegitimización, cuya prioridad ha sido caricaturizar a los estudiantes como unos caprichosos y violentos perturbadores de la vida universitaria, en lugar de responder a la pregunta de fondo que su movilización viene planteando desde hace ya más de un mes: ¿están dispuestas las universidades chilenas a asumir el rol que sus propias declaraciones de principios establecen, y ejercer efectivas medidas de presión contra Israel, ante su flagrante y sistemática violación del Derecho Internacional y de los derechos humanos del pueblo palestino?
Levantarse al alba para condenar una movilización universitaria, pero dormir hasta muy tarde cuando lo que cabría es alertar sobre las atrocidades de un Estado infanticida es poco meritorio. Y, sin embargo, esta ha sido la prioridad de un importante grupo de «madrugadores tardíos», cuyas cartas y columnas se han atropellado en los medios hegemónicos para denunciar la inaceptable entrada de los bárbaros a palacio. De los horrores que el ejército sionista perpetra en Palestina, muy poco. Apenas lo estrictamente informativo (y ello, cuando la propiedad del medio lo permite).
Con todo, muchos académicos y personalidades del mundo de la cultura han considerado importante manifestar su apoyo a la movilización de la sociedad civil y al movimiento universitario global y local por Palestina. Ya en noviembre de 2023, más de 160 personalidades de Chile e Iberoamérica declaraban expresamente que «no nos quedaremos en silencio», en una carta firmada en su gran mayoría por docentes y directivos de la Universidad de Chile. Y luego, en mayo de este año, una nueva carta, firmada por más de 180 académicos y académicas de Chile y el mundo, llamaba expresamente a «tomar medidas claras respecto a la relación con el Estado de Israel, pronunciándose sobre el colonialismo y la violencia que este ejerce sobre los palestinos». Y entre todas estas voces, la de la académica, escritora y Premio Nacional de Periodismo chilena, Faride Zerán, quien se ha declarado «orgullosa de los estudiantes, por su defensa de la libertad, de la autonomía y de los derechos humanos del pueblo palestino», asimilando la movilización con la de los grandes movimientos de reivindicación de los derechos humanos y civiles de la historia reciente:
… desde la fundación de nuestra universidad, los estudiantes de la Universidad de Chile han estado siempre apoyando las grandes causas democráticas y libertarias por las que se ha jugado la humanidad, y que incluso han pagado con sus vidas el respeto y defensa de los principios de la justicia, las libertades y los derechos humanos que están en el ethos de la Casa de Bello.
¿Será muy «ideológico» mirar las cosas de esta manera? (¿o muy «termocéfalo», como diría Cristián Warnken, en referencia a las personas de cabeza caliente que le llamamos genocidio a un genocidio?).
Creo que no. Más bien creo que lo ideológico es «no dejarse confundir por los hechos». Y continuar buscando un antojadizo «símbolo de paz». Pero no en el diálogo abierto con los alumnos y la comunidad universitaria de nuestro país, sino en una idealización de la academia sionista, con el anhelo de que las universidades de Israel comiencen a comportarse como los democráticos espacios de reflexión, disenso y autonomía institucional que nos gustaría que fueran. Espacios en los que, por ejemplo, las voces críticas como las del propio Pappé tengan cabida, en lugar de expulsarlo y exponerlo a la condena social de sus pares, como efectivamente ocurriera tras su despido de la Universidad de Haifa, en 2007, por sus argumentaciones antisionistas y, en particular, por su defensa del estudiante de postgrado Teddy Katz (quien revelara en su trabajo de investigación la masacre de la aldea palestina de Tantura, de 1948, y a quien posteriormente se obligó a firmar una carta de retractación de sus hallazgos históricos).
«Seamos realistas, pidamos lo imposible», parece ser aquí el lema, en un gesto que, como en otras circunstancias de nuestra historia, se empeña en defender principios, pero no personas. Y, sin embargo, lo que esta postura no toma en cuenta es que mientras tememos romper vínculos con las universidades israelíes, para no «acallar las voces disidentes y críticas», como ha expresado la rectora Rosa Devés, el mayor genocidio del siglo XXI transcurre en directo ante nuestros ojos. Y es un río muy profundo, lleno de sangre, sudor y lágrimas, que a cada minuto se lleva más vidas de niños, niñas, mujeres y ancianos inocentes.
Ante ello, me parece fundamental recordar lo que hace sólo un par de semanas argumentaban Marcela Ferrer y Marisol Facuse, en una lúcida columna: «Ningún convenio de colaboración académica tiene mayor valor moral que el derecho a la vida y el derecho de un pueblo a existir. Poner fin a los convenios no impide que académicas y académicos de universidades israelíes unan sus voces críticas al movimiento internacional.»
Como académico, espero también con ansias esas posibles voces críticas de parte de mis colegas israelíes. Aunque, por desgracia, sé que si alguno decidiese levantarla contra el genocidio palestino, no lo tendrá fácil. Como explica la destacada académica y escritora israelí, Maya Wind, autora del libro Towers of Ivory and Steel: How Israeli Universities Deny Palestinian Freedom, «en Occidente, las universidades israelíes son consideradas bastiones del pluralismo y la democracia. Pero, de hecho, […] son un pilar central del régimen de opresión del pueblo palestino». Y las evidencias muestran que dichos apoyos a la opresión no sólo se refieren a los espacios que los centros universitarios disponen para la formación castrense, como en el caso de la Universidad Hebrea de Jerusalén y su base militar dentro de uno de los campus —en el que es habitual encontrar reclutas armados paseando por los patios—, sino también en la propia arquitectura material e ideológica del sistema universitario. Como detalla Wind:
… las disciplinas académicas, los programas de grado, la infraestructura de los campus y los laboratorios de investigación sirven a la ocupación israelí y al apartheid […], mientras las universidades violan los derechos de los palestinos a la educación, reprimen la erudición crítica y reprimen violentamente la disidencia estudiantil.
Ante estos explícitos vínculos del sistema universitario israelí con un ejército responsable de atrocidades sin nombre, las demandas de la movilización universitaria chilena apuntan a un aspecto central del problema: la necesidad de incrementar la presión económica y política sobre Israel, como medida de acción global contra el genocidio.
Iniciativas como éstas son las que en otros momentos de la humanidad han posibilitado importantes conquistas civilizatorias. Como, por ejemplo, las que en enero de este año permitieron que un prestigioso grupo de abogados y abogadas sudafricanos defendiera ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya el derecho a la vida del pueblo palestino, sin que nadie cuestionara su origen o color de piel. Algo para lo que el mundo necesitó de decididas medidas de presión contra el estado colonialista y racista sudafricano, que incluyeron boicots deportivos, educativos y culturales, además de desinversiones y aislamientos diplomáticos. Estoy seguro de que hoy muy pocos se atreverían a calificar dichas medidas como «cancelaciones» (aunque siempre habrá quién, claro).
Y, sin embargo, ante un Estado como el de Israel, que históricamente ha incumplido todas las resoluciones del Derecho Internacional y que mantiene desde hace 76 años un régimen de apartheid, desplazamientos y limpieza étnica del pueblo palestino, infligiendo un sufrimiento individual y colectivo cotidiano a sus niños, niñas, mujeres y hombres, nos paraliza la idea de actuar «apresuradamente». Y en lugar de abrirnos a un diálogo franco y abierto con los estudiantes, que desde hace más de un mes nos recuerdan los deberes humanos de la Democracia, preferimos alzar la voz para anunciar sumarios y expulsiones.
¿No será hora de dejar de lado nuestros temores y comenzar a buscar los símbolos de paz en el lugar correcto de la historia?