Construcciones en altura: la precariedad del lujo
19.06.2024
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19.06.2024
No sólo las viviendas de bajo costo y mal emplazamiento pueden considerarse precarias: también lo son construcciones que, por malas decisiones urbanísticas o falta de regulación, no están a la altura de las expectativas de sus compradores, recuerda la siguiente columna para CIPER, a propósito de un nuevo caso de socavones en Viña del Mar: «Son construcciones que dependen de decisiones a las que los eventos meteorológicos (naturales, por cierto) fragilizan, ponen en riesgo y provocan una serie de minusvalías ante la emergencia de una situación de incertidumbre y precariedad».
Los procesos de verticalización urbana o de construcción de torres de gran altura en nuestras ciudades no han dejado de agitar el debate público. Ya es parte del lenguaje popular el concepto de «guetos verticales», nacido a partir de las enormes torres que desde la década pasada caracterizan el paisaje urbano de comunas como Estación Central [ver columna previa en CIPER-Opinión: «La normalización del descriterio»].
La construcción en altura, con grandes bloques de vivienda, surge durante el siglo XX gracias a nuevas técnicas y materiales de constructividad que lo facilitaron, y tuvo su origen en dos grandes acontecimientos: las propuestas estéticas y arquitectónicas del modernismo (principalmente expresadas por Le Corbusier) que concentraban espacios habitacionales y equipamiento, dejando así zonas de recreación y espacios verdes de mayor superficie; y cómo la posguerra en una Europa devastada buscó la solución habitacional de cientos de miles de familias en grandes conjuntos y bloques de vivienda masivos. La experiencia se replicó en Chile, donde connotados arquitectos vieron también en ello la solución al problema de la vivienda, respetando zonas verdes y recreación, y edificando propuestas que al día de hoy son objeto de estudio, como por ejemplo la villa Frei, en la comuna de Ñuñoa.
Cruzando al siglo XXI y observando las edificaciones localizadas en la comuna de Estación Central se observa una materialización distinta: dimensiones no aptas para familias, ausencia de espacios de recreación, alta densidad de edificación, etc. Estamos frente a una nueva forma de precariedad habitacional, centrada en viviendas de producción privada, localizadas en terrenos de alta demanda inmobiliaria y con gran impacto morfológico, político y social, dada la magnitud de cada edificación y el efecto sinérgico ante el total de torres construidas.
Así, es posible afirmar que el concepto de precariedad se ha ensanchado. Ya no sólo son precarias las viviendas sociales y los campamentos, sino que también lo son las torres de gran altura y densidad, bajo metraje por unidad y un entorno urbano deficiente.
En estos días, y frente a un nuevo caso de socavones de terreno en Viña del Mar [ver columna previa en CIPER-Opinión del 11.06.2024], el concepto permite dibujar esta vez una nueva expresión, bajo una forma dicotómica: «la precariedad del lujo». Lo entendemos a partir de concentraciones de edificaciones en altura (torres) de alto estándar y valor (entre 5.600 y 14.500 UF, aproximadamente), pero situadas en entornos naturales no aptos para acoger su construcción (sistema dunar) y bajo el alero de urbanizaciones precarias, que hoy dan cuenta de su manifestación de mayor fragilidad: colapso de muros de contención y de colectores de aguas lluvias frente a eventos de intensas precipitaciones.
El resultado de lo señalado son edificios en riesgo de derrumbe (dado el colapso de las estructuras) y residentes evacuados. Surge luego la conformación de una zona de riesgo (que a todas luces llegará a ser mayor a lo hoy definido) y, por supuesto, la reflexión de fondo sobre una falla sistémica en la decisión de producción habitacional en zonas de valor natural; ello, más allá de la categoría legal o que por normativa ostente un determinado lugar al momento de la solicitud de los permisos de edificación.
Esta secuencia despierta inevitables preguntas: ¿quién falló en la cadena de decisión?; ¿cómo avanzamos en decisiones que vayan más allá de lo que la normativa prohíbe y/o permite?; ¿qué valor le damos a la protección de las áreas de valor natural, independiente que los avances en ingeniería nos permitan construir e intervenir estos entornos?
De este modo, el concepto de lo precario se expande, dando cuenta ya no solo de construcciones de material fungible (latas, maderas, cartones, etc.) o de viviendas sociales en zonas distantes de los centros de empleo, servicios y bajo equipamiento, sino también del apilamientos de torres con más de treinta pisos, mil departamentos y superficies construidas de 30 metros cuadrados por departamento.
¿Qué es lo nuevo? Lo nuevo es que hoy lo precario se expresa también en zonas evidentemente no aptas para edificación, donde se concentran torres muy bien equipadas, con departamentos de metraje habitable, con vista idílica, pero construidas en condiciones que precarizan la existencia de sus residentes ya no por problemas de materialidad, gestión, económicos o de higiene, sino por su localización. Son construcciones que dependen de decisiones a las que los eventos meteorológicos (naturales, por cierto) fragilizan, ponen en riesgo y provocan una serie de minusvalías ante la emergencia de una situación de incertidumbre y precariedad.
Más allá de cualquier juicio, rescato para la discusión la tendencia a precarizar la vivienda en Chile en sus diferentes formas. ¿Hay escasez de terrenos habitables en Chile? ¿Quién indemniza por los perjuicios sociales y económicos derivados?
Dicho esto, la situación que motiva esta reflexión no se detiene ni debe concentrar su atención únicamente en Santiago u otras áreas metropolitanas del país. Hoy es posible identificar que la precariedad de la vivienda es una tendencia que se incrementa y diversifica, tanto en sus conformaciones tradicionales de interpretación —por ejemplo, en el número de campamentos— y los criterios de localización de las viviendas de interés social, pero también en lo relacionado con edificaciones de alto costo, muchos metros cuadrados e —incluso— destino de segunda vivienda, donde la demanda solvente no es garantía de exención de habitar en la precariedad.