Libros: Dominar el acto en la encrucijada
16.06.2024
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16.06.2024
Comentario sobre el ensayo Nostalgia del desastre. Variaciones sobre el odio, el aburrimiento y la ternura, de Constanza Michelson (Seix Barral, 2024).*
En la última línea de la primera página del libro de Constanza Michelson, se lee: «Las cosas siguen marchando; eso sí, olvidando su sentido». Es una afirmación sobre el actual estado de mundo que marca por completo el tono del libro, al tiempo que una constatación nostálgica, pues solo puede efectuarla quien conoció aquel sentido hoy perdido. Si, entre otras cosas, la nostalgia implica un problema, un malestar presente por lo que falta, lo es sólo para quienes alcanzamos a tener relación con ese pasado y, por lo tanto, es algo que, seguro, desaparecerá con nosotros. Quien no conoció lo de antes, ni tuvo de algún modo contacto con ello, no puede extrañar nada; pero tampoco reconocer el carácter sucedáneo de lo presente.
¿Qué cosas son esas que siguen marchando, pero han olvidado su sentido? Pues casi todo: la política, el sexo, la educación, la historia, por lo pronto. Son ritos que han sido despojados de su mito. Pero en este punto, antes de enfilar hacia una deriva «retrotópica» de la nostalgia (Bauman), cabría intercalar una pregunta: la percepción de esas cosas que siguen marchando, pero sin su sentido, ¿no será la primera impresión que nos causa lo nuevo, o, mejor dicho, lo inédito?
Y es que, paradojalmente, los «a pesar de todo, modernos» hemos tenido problemas para captar la novedad; porque si bien ser modernos era el ser receptivos —e, incluso productivos— de lo nuevo, lo ubicamos preferentemente en una dimensión que llamamos futuro, y luego hicimos todo para hacerlo previsible. De eso se trató, por ejemplo, la edad de oro de las Filosofías de la Historia: el futuro como concreción del progreso moral de la humanidad, de un derecho cosmopolita, de formas más perfectas de Estado y libertad, o magnitudes de riqueza que llenarían, finalmente, a todos (por señalar tres paradigmas modernos: Kant, Hegel y Hume, respectivamente). Pero parece que hoy es distinto, y no nos confrontamos ya a ese tipo de novedad, sino a algo que convendría mejor referir como «lo inédito», que en gran medida se divorcia de lo futuro: lo que experimentamos hoy se parece más al contacto con otro mundo que con la novedad futura.
Es a esto que la reflexión de Constanza Michelson se aplica al menos desde sus dos libros anteriores (Hasta que valga la pena vivir y Hacer la noche). Ha decidido sondear nuestra época sin ceder a los clichés de las nobles causas, no porque no haya alguna justa, sino porque el mejor compromiso con ellas es el de quien nos previene de estar demasiado seguros de lo que pensamos y de lo que debemos hacer. Esta es, por definición, una postura antipolítica; es decir, cerrada a la contingencia, la encrucijada y la oportunidad.
Pese a que siempre podemos sufrir por lo perdido, la particular configuración que ello adquiere en la nostalgia es una experiencia propiamente moderna; de hecho, el concepto se acuña recién en 1688 por el médico suizo Johannes Hofer, y aunque inicialmente designaba la enfermedad de los soldados que extrañaban su patria, el desarrollo posterior del concepto —hasta alcanzar altura moral y literaria en el siglo XIX— calza punto por punto con la experiencia moderna por antonomasia: la revolución como ruptura entre pasado y presente, y el desarrollo de la doctrina del progreso.
En este libro, la autora nos señala, muy cerca de Steiner y Dostoievski, otra articulación de la nostalgia, una que acompaña el fin de la propia modernidad: la «nostalgia del desastre», la fascinación de una generación por los horrores vividos por sus antecesores. Esta es propia de una era de vacío y aburrimiento, en donde se supone que las cosas funcionan demasiado —o sospechosamente— bien. Paradigma de ello sería aquel Estado anclado en el mito decimonónico de la civilización y el progreso europeo, que fue el barbecho en que se incubaron los feroces monstruos que emergieron durante la primera mitad del siglo XX. Entre la nostalgia del desastre y la pulsión de muerte hay un estrecho parentesco, en el que da pánico seguir escudriñando.
Ese era el spleen, propio del siglo XIX, que, como tantas cosas de fines de aquella época, prefiguraron las de inicios del XXI. Se trata de algo semejante, pero distinto: si el aburrimiento decimonónico alcanzaba más bien a la burguesía; el tedio de hoy se extiende homologando clases y cualquier diferencia. Y si el de antes provenía de un hastío de la civilización y de tanta racionalidad, el de hoy proviene del estado postemancipatorio de todo aquello.
A diferencia de ese antiguo aburrimiento, el de hoy ya no cuenta con la confianza en la humanidad para echar a andar algo (a «autorizarse a guiar la historia», escribe Michelson), porque hoy la humanidad se aburre de sí misma. No es raro que hoy no sea ya tiempo de proyectos políticos, sino de «estallidos», que puede ser la mejor figura política del presentismo en lo que a las masas se refiere; es decir, de la abdicación o incapacidad de producir futuro. «Poder sin potencia» ha dicho alguien. A nivel del sujeto individual es la figura del «operador político» la que roba su lugar al estadista, ese personaje del cual se esperaba conciencia histórica: el balance de lo que se tiene o no «para transformar los sueños en planos» (Berman). El operador, en cambio, improvisa y reacciona, equilibra platillos chinos y especula, en el sentido bursátil de la palabra.
Referir la escritura estructurante de este libro como relato biográfico puede llevar a un malentendido. Pues se trata de un relato nada literal, lineal ni obvio: no se encontrará aquí el «verosímil vida», pues es, ante todo, el relato honesto de quien asume lo que ha hecho el tiempo y sus embates sobre el sujeto de ayer. Esa niña que fue, referida en tercera persona, no es mera elección estilística, sino la confesión de un sí mismo como otro. Y es que, en realidad, a nadie le está dada otra alternativa. Lo que pasa es que funcionamos mejor en la creencia de que se es el mismo de principio a fin —como si tuviéramos la posibilidad de ser consistentes—, al extremo de encumbrar la consecuencia como valor supremo. Es el remanente de un concepto de verdad antiguo, esférico.
De aquí la pregunta subterránea que recorre este libro: ¿qué sucede cuando las cosas debían fallar, pero finalmente no lo hacen? No opera la providencia ni el azar, sino la libertad: «Se domina el acto en la encrucijada», sostiene Michelson. Se construye sentido cuando hacemos algo con nuestros determinantes y los transformamos en motivos.
Libertad, ¿es una palabra demasiado grande para nuestros tiempos? La libertad no es ya aquello de que disponemos para darle una dirección al futuro de la humanidad, ese fue el delirio humanista moderno. Pero el humanismo no tiene por qué ser un delirio. Obligados a la moderación, podríamos hablar ahora de un humanismo «débil», sin una fundación única, última, normativa y prevenido de la razón-dominio (Vattimo): la libertad humana no es sino lo que podemos hacer con nuestras vidas, y, por extensión, con la de quienes forman parte de ellas, con un resultado nunca asegurado. Lo único seguro es que, de lo que resulte deberemos hacernos cargo. La responsabilidad resulta ser la verificación de la libertad.
Y así como señalara Freud al referirse al mecanismo de humanización de unas fuerzas naturales incontrolables: «Nos sentiremos más tranquilos en medio de lo inquietante y podremos elaborar psíquicamente nuestra angustia. Continuamos acaso inermes, pero ya no nos sentimos, además, paralizados».