A 30 años de la «Declaración de Salamanca»: cartografía de la inclusión escolar en Chile
05.06.2024
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05.06.2024
Fue un fundamental punto de partida para la conciencia internacional sobre la necesidad de la educación inclusiva. En el trigésimo aniversario de la Conferencia Mundial de Salamanca, un experto en Educación escribe en columna para CIPER sobre los avances y pendientes que al respecto se constatan en nuestro país.
Este mes se cumplen treinta años de la Conferencia Mundial de Salamanca (7-10 de junio 1994; también conocida como la «Declaración de Salamanca»), probablemente el hito internacional más célebre para el sueño de una educación inclusiva, estableciendo que las escuelas deben recibir, hacer partícipes y garantizar aprendizajes a todos los niños, independientemente de sus condiciones físicas, intelectuales, sociales, emocionales o lingüísticas (Unesco, 1994).
Según los profesores Duk y Murillo (2019, p. 11) «Salamanca fue la semilla que dio origen al movimiento de educación inclusiva en todo el mundo». Ainscow, Slee y Best (2019, p. 672) destacan que «la publicación de la Declaración de Salamanca sugirió un cambio significativo en la dirección de las políticas a nivel internacional».
Organizada por la Unesco en colaboración con el gobierno de España, a la cita en la Universidad de Salamanca llegaron más de trescientos participantes de 92 países (incluido Chile) y 25 organizaciones internacionales, con el objetivo central de promover una política global que abogara por la integración y la educación inclusiva. Para esto se acordaron 85 directrices de acción que permitieran cambios y avances en áreas como la política y la organización escolar, la contratación y formación del personal docente, los servicios de apoyo externos, las áreas prioritarias, la participación de la comunidad y los recursos necesarios; todo lo cual pasó rápidamente a ser un referente mundial para impulsar políticas inclusivas en diferentes países.
Independientemente de los gobiernos de turno, Chile ha hecho eco de aquel llamado, dando claras señales legislativas en la conformación de un sistema escolar inclusivo. Según las guías orientadoras anuales del Mineduc, nuestro país entiende la inclusión como «la promoción de prácticas educativas que aseguren acceso, reconocimiento, permanencia, aprendizaje, pertinencia y participación de todas y todos los estudiantes, reconociendo su diversidad y favoreciendo un trabajo pedagógico más pertinente a sus identidades, aptitudes, necesidades y motivaciones reales». Esto se relaciona explícitamente con los planteamientos internacionales sobre inclusión [AINSCOW 2020] y fortalece la idea de que la responsabilidad es de la escuela en su conjunto, no solo del profesorado ni para determinados alumnos [MINEDUC 2016].
En este contexto, es necesario identificar y evaluar los logros, barreras y tensiones de la inclusión escolar en Chile. Cada uno de los puntos mencionados se basa en las investigaciones de quien firma esta columna, así como en estudios de investigadoras e investigadores chilenos.
●En cuanto a los logros, la situación no es compleja de sistematizar. Chile ha logrado un avance muy significativo en temas de inclusión, y en las últimas décadas se han promulgado leyes, decretos, cuerpos normativos y orientaciones ministeriales para el abordaje de la diversidad en la escuela. Actualmente la inclusión es un eje y un principio de los actuales Servicios Locales de Educación Pública. Además, el discurso inclusivo ha transitado desde una narrativa exclusiva para alumnos con discapacidad a encumbrar un paradigma público que atiende todas las dimensiones (participación, convivencia, etc.) y trayectorias escolares (hasta la Educación Superior). Esto ha implicado aumento de gasto público en educación, nuevas subvenciones, la adopción de la codocencia entre profesores de aula y profesionales de apoyo y la formación de equipos de aula como prácticas inclusivas instaladas desde la normativa, la focalización en la sala de clases regular como espacio central para la enseñanza inclusiva (tendencia a no sacar a los alumnos con problemas de aprendizaje de su sala de clases), la mejora en la rigurosidad de las evaluaciones pedagógicas y psicopedagógicas, y la idea global de que la inclusión en la escuela debe ser un principio rector de una educación de calidad.
●En cuanto a las barreras, aún persiste con fuerza un modelo de atención a la diversidad que se centra especialmente en los Programas de Integración Escolar (PIE), que reduce la inclusión a categorías diagnósticas y a la noción de déficit (problema del estudiante). Esto implica una subvención focalizada en ciertos alumnos y no una subvención basal, como se esperaría en un modelo inclusivo. Esto posibilita más un modelo de integración (que se preocupa por ciertos estudiantes) en lugar de un modelo inclusivo preocupado por todo el alumnado. Otra barrera es la sobrecarga de responsabilidades en el profesorado [ver en CIPER-Opinión: “Agobio y salud laboral entre trabajadores de la Educación”] , en los directivos, la falta de formación sobre inclusión y por lo tanto la falta de tiempo real para abordar integralmente los desafíos de la educación inclusiva.
●En cuanto a las tensiones —que se diferencian de las barreras por sus mayores niveles de complejidad y abstracción— aún persiste en el sistema escolar chileno una racionalidad neoliberal, que tendencia a lo privado, que fomenta la competencia y que sobredimensiona la idea de rendimiento mediante la centralidad de las pruebas estandarizadas con altas consecuencias [ver en CIPER-Opinión: “Y después del SIMCE, ¿qué camino seguir?”]. Esta racionalidad, que en ocasiones se presenta como ideas de gestión pero que, por momentos, pervive más bien en el ámbito cultural, infravalora la inclusión como idea absoluta de calidad [ver columna previa del autor en CIPER-Opinión 20.07.2023], y por lo tanto tensiona la puesta en marcha de procesos inclusivos genuinos, como la democracia, el aprendizaje integral, la justicia social, la participación, la convivencia escolar formativa, la ciudadanía, la cultura inclusiva, entre otros.
Estos aciertos, barreras y tensiones coexisten en la complejidad diaria de las escuelas, donde profesores, directivos y personal no docente matizan y mejoran estos aspectos con sus acciones. Esto implica un reconocimiento a las comunidades escolares, que, a pesar de la falta de recursos, formación y espacios, logran implementar buenas prácticas inclusivas. Aunque el Estado se centra más en asuntos administrativos que en la justicia social, cabe destacar que muchas escuelas, generalmente de manera autodidacta, impulsan proyectos transformadores debido a su compromiso con la inclusión. Proponemos que el Estado asuma seriamente el ideal de una educación inclusiva, creando condiciones óptimas para una autonomía escolar colaborativa que transforme la educación hacia un modelo genuino de inclusión.