Desalojo y despojo: crece la incertidumbre en los campamentos
04.06.2024
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04.06.2024
Existen hoy en nuestro país órdenes de desalojo pendientes para casi cincuenta tomas de terreno en diferentes comunas. Son casos que cruzan fallos judiciales, políticas sociales, derecho a la propiedad y lucha colectiva por la vivienda. En columna para CIPER tres académicos especialistas en la materia acuden a referencias históricas para darle contexto a un problema que no puede dejarse en espera: «La experiencia chilena e internacional es clara en apuntar que la solución al problema de la informalidad urbana se ha logrado a través de la negociación y la creación de programas y soluciones que integren la participación de pobladore/as en la construcción incremental de su hábitat. Los ejemplos son numerosos».
Durante el mes pasado, los pobladores de la toma “17 de Mayo”, comuna de Cerro Navia, sufrieron la destrucción de lo que fuera su barrio y sus hogares, levantados hace cinco años en once hectáreas de terreno pertenecientes a la familia Guzman-Nieto. En octubre de 2023, un fallo de la Corte Suprema había dictaminado la ilegalidad de esa ocupación («… lo cierto es que los hechos develados en la presente acción de cautela de derechos demuestran la afectación directa del derecho de propiedad del recurrente como la igualdad ante la ley, al verse privado ilegítimamente, y sin su consentimiento, de la posesión del bien inmueble de que es titular»), y la fuerza policial ejecutó el desalojo la mañana del 16 de mayo. Esto ocurrió en plena temporada de lluvias, con bajas temperaturas y la creciente alza de enfermedades respiratorias, poniendo en riesgo especialmente la salud de menores y ancianos.
Pese a que el fallo de la CS indicaba la disposición de albergues provisionales para las 187 familias que componían la toma, el desalojo se efectuó sin alternativas de relocalización. Así, estas familias —desplazadas mediante el uso de bombas lacrimógenas, carros blindados y retroexcavadoras— quedaron literalmente en la calle, instalando sus pocos enseres en la vía pública, donde aún se mantienen cerca de cincuenta hogares. El subsidio de arriendo que ofreció el Ministerio de Vivienda como una solución transitoria se formalizó recién el mismo día del desalojo. Por otra parte, dicha ayuda resulta insuficiente en un mercado de arriendo con precios al alza y altamente competitivo, lo que obligaría a las familias a dispersarse y destruir el tejido social logrado durante años de lucha comunitaria.
América Latina —y países como Chile, en particular— fueron reconocidos en su momento por sus sofisticados programas y políticas en torno a los asentamientos informales y la vivienda social. Sin embargo, esta realidad ha cambiado en los últimos años, tal como lo muestra este caso. Ello nos recuerda a situaciones en otras latitudes y otros momentos de nuestra historia, donde los desalojos violentos ignoraron la dignidad humana en favor de intereses privados o discriminaciones sistémicas. Aquí está en juego el hábitat de los más vulnerables, el cual es un medio para acceder a servicios vitales y aspirar a una vivienda definitiva en el futuro.
En ningún caso pretendemos romantizar las difíciles condiciones y la compleja situación de los más de 1400 campamentos a lo largo del país, que también han sido objeto de especulación inmobiliaria y de bandas delictivas transnacionales, tal y como ha sido certificado en una serie de reportajes recientes en los medios de comunicación. Sin embargo, estos casos son marginales en comparación con la genuina lucha por la vivienda y la ciudad que emprenden las comunidades organizadas. De hecho, más que un problema, estos son ampliamente reconocidos por los expertos [CELHAY y GIL 2020; GREENE y ARRIAGADA 2019; ONU-HABITAT 2018] como parte de la solución a la crisis de vivienda. La abundante experiencia en Chile y otras latitudes, es contundente en demostrar que la criminalización y represión de los asentamientos informales no solo no cumple con el objetivo cortoplacista de ‘terminar’ con el hábitat informal, sino que genera una serie de externalidades negativas y perjudica directamente el sustento de los más vulnerables, como ha quedado constatado en este violento desalojo.
La experiencia chilena e internacional es clara en apuntar que la solución al problema de la informalidad urbana se ha logrado a través de la negociación y la creación de programas y soluciones que integren la participación de pobladores/as en la construcción incremental de su hábitat. Los ejemplos son numerosos: desde programas estatales emblemáticos, como la “Operación Sitio”, en los años sesenta [foto superior], o “Chile Barrio”; hasta proyectos como la Villa La Reina o Quinta Monroy, en Iquique. En este último, del galardonado arquitecto Alejandro Aravena, quizá más importante que la incorporación de la autoconstrucción en las viviendas sociales es la radicación de los pobladores en el mismo terreno de la toma, en un área consolidada de la ciudad.
Más recientemente, destacan las experiencias de urbanización del campamento Manuel Bustos, en Viña del Mar, y el macrocampamento Los Arenales, en Antofagasta. Ambas han demostrado que el Estado y las comunidades disponen de herramientas como la Ley 20.234 de regularización de loteos que permiten avanzar en esa dirección.
Si se atiende a estas experiencias previas, se concluye que la única manera de dar una solución a las más de 120 000 familias que hoy viven en campamentos en Chile es a través de un acuerdo entre todas las partes interesadas ojalá concertado con los mismos pobladores. Aunque reconocemos la importancia de haber puesto en marcha el Plan de Emergencia Habitacional para combatir el déficit de viviendas, nos parece que desde la explosión de las tomas de terreno, durante el estallido social y la pandemia, el Estado ha sido incapaz de generar una clara dirección para enfrentar la cuestión. Mientras tanto, la actitud hacía estos asentamientos ha sido esquizofrénica: un día el país amanece consternado por los incendios en la Región de Valparaíso y se inician multitudinarias campañas de ayuda para los campamentos afectados, pero al día siguiente el Estado recurre a la fuerza para despojar a una comunidad que lleva años luchando por un hábitat digno. Como la parábola del garrote y la zanahoria, el mismo Ejecutivo, a la vez que implementa el Plan de Emergencia Habitacional, pone urgencia legislativa y aprueba una ley que endurece la represión de los delitos de usurpación, y sanciona a las comunidades que se organizan para buscar soluciones allí donde el mercado y el Estado han fallado.
El jueves de la semana pasada, al mismo tiempo que maquinaria pesada destruía la Toma “17 de Mayo” y un grupo de pobladores sin casa de Lo Hermida se instalaba en la rivera del Río Mapocho, el ministro de la cartera de Vivienda y Urbanismo, Carlos Montes, indicaba que existen cuarenta y nueve órdenes de desalojo contra campamentos. Dentro de ellas, por ejemplo, está el fallo de la Corte Suprema que afecta a más de cinco mil familias en el cerro Centinela, San Antonio, y otros campamentos en la Región de Valparaíso y en La Araucanía. Frente a esta situación, nos preguntamos: ¿qué posición tomará el gobierno del presidente Gabriel Boric frente al cumplimiento de nuevos fallos judiciales que ordenan desalojos tan complejos como el dictamen que obligará el desplazamiento de cinco mil familias de San Antonio? ¿Será capaz de buscar alternativas políticas, como lo hicieron con los fallos de la Corte Suprema que instruía a la isapres al pago de millonarias deudas?
Sin duda, la solución requiere de diálogo y de un gran liderazgo, pero, en este momento, la ausencia de un plan claro de parte del gobierno en relación a los campamentos es evidente. El Programa de Asentamientos Precarios del MINVU se encuentra prácticamente paralizado desde el destape del Caso Convenios, y hay regiones completas inmovilizadas, como Antofagasta. Esto solo incrementa la incertidumbre de miles de familias que ven frustrados sus esfuerzos por acceder a una vivienda y que temen perder su legítimo derecho a un hogar, un barrio y un lugar en la ciudad.