Una explicación sobre las «volteretas» en política
31.05.2024
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31.05.2024
Lo que para sus críticos son cambios inaceptables de opinión —y hasta «travestismo» político— para el presidente Gabriel Boric han sido ajustes y decisiones pragmáticas ineludibles en el ejercicio de su cargo, defiende la siguiente columna de opinión para CIPER: «Vivimos en un clima cultural en que se recompensa la inflexibilidad, la determinación y el principismo; y en el que se castiga a quien aprende y cambia de opinión. […] ¿Cuándo es que en democracia se pasa de la escucha razonable y el aprendizaje necesario a un condenable abandono de principios? La misma acción puede ser tachada de lo uno o lo otro según quién observe.»
Van ya varios meses en los que se viene discutiendo sobre las «volteretas» —y, últimamente, aquello del «travestismo político»— como un modo de caricaturizar las opiniones del presidente Gabriel Boric en temas tales como el legado de la Concertación, los estados de excepción en el sur, la gestión de Carabineros o el rol social del empresariado. Es probable que todo esto vuelva a agitarse este fin de semana a propósito de la esperada cuenta pública del mandatario, cuyos adversarios políticos no dejan de atribuirle carencias en su personalidad y trayectoria.
Todo esto está lejos de ser reciente y exclusivo a Chile. Un libro de la cientista política estadounidense Susan Stokes contribuyó en 2001 a que las ciencias sociales mostraran que las supuestas «volteretas» de los presidentes (o policy switches, para la autora) no se explican sólo por atributos de personalidad ni biografía, sino por las exigencias incompatibles que son intrínsecas al cargo; en particular, cuando se combinan presidentes de izquierda en economías fuertemente dependientes de la inversión extranjera (como es el caso en el Chile actual).
En primer lugar, sobre la responsabilidad de un presidente existe un imperativo económico. Cualquier gobierno busca que el Estado recaude recursos que le permitan financiar sus políticas, y esto es más pronunciado para políticas expansivas, orientadas a proveer más servicios públicos (como suele ser el caso en gobiernos de izquierda). Esto pone a los presidentes, y a sus equipos de gobierno, en la necesidad de amigarse con el «gran capital». Los ministros y ministras se reúnen con empresarios en casas de lobbistas, se arman gabinetes para el crecimiento económico y agendas de productividad, y el presidente incluso distingue entre empresarios «buenos» y «malos» (el enigmático dicho aquel sobre «Narbona-Craig»).
Pero este juego es complejo para un presidente que se formó políticamente criticando el lucro y que, en parte, «quiere derrocar el capitalismo», como él mismo dijo. Es un duro aprendizaje reconocer que se debe alentar (y no sólo depredar) la inversión capitalista. Y Boric vive en carne propia ese dilema en mucho mayor medida que otros militantes de izquierda de su generación, que estuvieron expuestos a la misma socialización política antilucro, pero que no tienen la responsabilidad de gobernar en un contexto capitalista. De ahí que tengamos a un Boric proempresarios que no se parece en nada al Boric estudiante o diputado, lo que naturalmente genera desencanto entre sus huestes (en particular, el PC y los movimientos sociales progresistas). Esta tensión la vivieron casi todos los presidentes de izquierda latinoamericanos, incluyendo algunos que lucían tan ajenos al capitalismo como Lula, Morales y Mujica. Otros, como Hugo Chávez, simplemente no cayeron en el «travestismo político», y las consecuencias están a la vista.
En segundo lugar está el rol de la opinión pública. A Piñera —tanto «1», con el movimiento estudiantil; como «2», con el estallido de 2019— fue la calle la que le hizo morder el polvo. Para Boric ese rol lo tuvieron las urnas y las encuestas: las urnas, porque la gente rechazó el primer proyecto constitucional que el gobierno apoyaba, lo que obligó a replantearse lo que antes eran certezas; y las encuestas, porque reiteradamente la gente define a la delincuencia como el principal problema del país. Esa masa anónima, jabonosa y silenciosa (hasta que grita) llevó a Boric a reflexionar y apoyar a Carabineros como nadie lo habría pensado posible un par de años antes.
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No hay peor tragedia que un líder quijotesco que vive en un mundo paralelo al de su pueblo, como ocurría con los reyes tiranos a los que nadie se animaba a decirles lo que estaba pasando fuera de palacio. Gracias a tragarse el amargo sapo de tener que cambiar las prioridades, Boric paga el costo (menor y efímero) de que lo acusen de travestismo político. A cambio, se presenta —en el mediano y largo plazo— como un político capaz de escuchar lo que le dice la gente (a través de las urnas y las encuestas) y la oposición (en el Parlamento). Esto no hace sino aumentar su capital político futuro, a costa de sacrificar algo de su capital político actual. Para alguien que todavía no cumple 40 años de edad es una buena ecuación.
Pongamos un tercer elemento del contexto que ayuda a comprender por qué se acusa tan duramente a Boric. Vivimos en un clima cultural en que se recompensa la inflexibilidad, la determinación y el principismo; y en el que se castiga a quien aprende y cambia de opinión. Es ese clima de la polarización y las identidades intransigentes del que ironizan Warnken y compañía al autodenominarse «Amarillos». Este «resurgir de las identidades» (como gustaría decir a la sociología) no es más que un intento desesperado por obtener seguridad en medio del caos y la incertidumbre de los últimos cinco años. En ese contexto, el observador y pragmático Boric aparece como endeble. Así de intransigente estaba, por ejemplo, Europa hace cien años, embestida por las ideologías avasallantes del comunismo y el fascismo. Cuánto mejor le fue cuando, después de 1945, dejó los principismos y optó por aprender.
Cuarto punto, formulado como hipótesis: cuanto mayor sea la velocidad de rotación de los asuntos públicos a los que se les da máxima prioridad —últimamente: delincuencia, crecimiento económico, degradación medioambiental, inmigración, proceso constituyente—, más necesario será que el presidente (o los políticos en general) estén abiertos a observar, escuchar y aprender (y, de ser necesario, cambiar). Piñera aprendió cuando tuvo que reformar aspectos de la educación superior tras las protestas estudiantiles, o cuando tuvo que abrirse al proceso constituyente tras el estallido. Los últimos cinco años probablemente representan el período reciente de la historia chilena con la más veloz rotación de asuntos públicos. Lo que hoy es noticia mañana desaparece, y es desplazado por una sucesión de nuevas urgencias. ¿Cuándo es que en democracia se pasa de la escucha razonable y el aprendizaje necesario a un condenable abandono de principios? La misma acción puede ser tachada de lo uno o lo otro según quién observe.
Lo más sensato es evaluar, con el paso del tiempo y la ayuda de contrafácticos, si el cambio de prioridades o de posiciones ayudó a resolver los problemas del país, o si acaso más bien los profundizó.
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Otra hipótesis: mientras más nueva es la fuerza política que llega al gobierno y más jóvenes son sus integrantes, más refundacionales e idealistas serán sus principios al obtener el poder (la «superioridad moral», el asco hacia «los treinta años», etc.). Pero, al mismo tiempo, más endeble será la aplicación de esos principios, dado que no estarán inspirados en la experiencia política de lo que es viable, sino en la torre de marfil desde la cual se aprendió sobre retórica y poesía. En el ejercicio de la presidencia, Gabriel Boric se despoetizó.
Apruebo Dignidad llegó al poder encarnando el polo ideológico de una «izquierda sin complejos». Stokes muestra que las «volteretas» son más probables en gobiernos de izquierda, lo que puede explicarse por la dependencia externa de las economías latinoamericanas. Yo creo que la génesis histórica de la política moderna también contribuye a esta explicación. Desde la Revolución Francesa —el acontecimiento en el que germinaron las distinciones políticas modernas— las clases medias y sectores populares del «tercer Estado» aprendieron a compensar su falta de estatus y poder (económico y político) mediante el hiperdesarrollo de la inflación verbal y la prosa emocionante. La Revolución Francesa no fue solo guillotina y terror, sino también periódicos, discursos y poesía. Décadas después Karl Marx, principal ideólogo mundial de la izquierda, tenía todo esto de sobra (fue periodista en su juventud, y sus escritos están repletos de metáforas, ironía e imágenes). En cambio, a la derecha del «Antiguo Régimen» le bastaba con controlar la monarquía, el Ejército Real, la religión y las tierras. No necesitó desarrollar sus habilidades poéticas. Esto le generó una atrofia emocional que recién empezó a cambiar con los liderazgos carismáticos fascistas de los años 20.
Volvamos a Chile y pensemos en qué acusaciones recibiría Boric de no haber transado en ninguna de sus propuestas como dirigente estudiantil: los adjetivos serían mucho peores. Haga lo que haga será criticado, y no sólo por las virtudes o defectos objetivos de sus acciones. Póngase usted en el lugar de políticos chilenos de 50, 60 ó 70 años de edad —sean de izquierda, centro o derecha— que secretamente sueñan con la presidencia, pero con suerte pudieron llegar a la Cámara Baja o un municipio. ¿No es acaso comprensible que guarden algún grado de rencor contra quien, en apenas diez años, pasó de las asambleas del patio de la Escuela de Derecho a La Moneda? ¿Cómo simpatizar con este impúdico joven que se saltó el orden de la fila gracias a su combinación de talento político y golpes de suerte? Más allá de sus aciertos o desaciertos, Gabriel Boric estaba estructuralmente condenado a generar más envidia y admiración que cualquiera de sus antecesores desde la transición. Hoy se le enrostra lo de un supuesto «travestismo político» como señal de traición, siendo que esa disposición al aprendizaje, el cambio y el pragmatismo puede ser, más bien, un síntoma de su falta de dogmatismo y su capacidad para leer la realidad.