Libros: Diarios de vida y posficción
27.05.2024
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27.05.2024
Comentario sobre las formas de documentar la autobiografía, a partir de Del diario de vida que nunca escribí, de Hernán Rivera Letelier.
Recientemente publicado, Del diario de vida que nunca escribí (Alfaguara, 2024) es el título de la primera entrega, referida a la niñez, de las memorias de Hernán Rivera Letelier. Leo con afecto y empatía (generacional, social, experiencial) esta escritura de la memoria referida a un diario de vida no escrito. Es conocido que la obra de Hernán Rivera se nutre en gran parte de episodios biográficos y de su hábitat nortino, de oficinas salitreras y desierto. De ahí su imaginario, sus personajes, sus historias. Se podría pensar, entonces, que sus memorias están dispersas en sus libros de ficción (como los episodios del Memorial de Isla Negra que ya estaban en poemas de Neruda). El niño de este no-diario- de-vida vuelve para rescatar sus recuerdos, las experiencias personales «ocupadas» —noveladas y reveladas— en los libros de (auto)ficción. Es una suerte de «recuperación», en la que se traslada «lo que es cierto» a la biografía, al empeño de reconstruir lo que ya no se escribió en su momento en un diario de vida, sin abjurar del uso pertinente de esos recuerdos en función de la creación literaria. Esta vez, la infancia de palomilladas y ensoñaciones; de pichangas con pelotas de trapo y películas mexicanas; la pieza empapelada con hojas de diario; la soledad, la pobreza y orfandades son las del autor y no las de sus personajes.
Al tratarse, además, de un Premio Nacional de Literatura y un escritor exitoso en lectorías, sus memorias adquieren un interés adicional.
Al implementar la estrategia de (re)escribir en retrospectiva, después de haber novelado fragmentos de memoria, se desarrolla un proceso de cierta circularidad por la que el creador vuelve, recordando, a la experiencia original, y va luego a la ficción para convertir aquella en objeto literario. En el proceso creativo esto sucede alternada y/o simultáneamente. En la creación de un imaginario literario se construye un contexto, donde a un personaje se le crea y se le asigna una biografía, un discurso, un tiempo, un lugar: un mosaico coherente, que puede ser realista o fantástico; una leyenda alimentada por biografías –reales, pero atribuidas— que aportan diversas características a la creatura. Es decir, un imaginario que se nutre de los recuerdos, experiencias del autor o autora y la documentación recopilada en el proceso de creación. En este regreso se rescata o recupera lo atribuido en las novelas a los personajes o lugares para devolverlo a su origen experiencial: un diario de vida que nunca se escribió, un estado de preficción que se instala en el contexto de la verdad ética (la biografía «real» u «objetiva») más que en el de la verdad estética (la ficción narrativa), ambas trenzadas en el caso de un escritor profesional, de gran oficio.
En la circularidad recién descrita —como la que se da en la retroalimentación entre emisor y receptor— se produce una operación que se ubica en la posficción, la cual puede implicar cambios de género literario, tono y formato; por ejemplo, de novela o cuento a diario de vida o autobiografía. En todo lo que escribimos hay algo —o mucho— de autobiográfico. En el caso del diario de vida que nunca se escribió, nos referimos al objetivo declarado de adscribirse a formas dadas en las que prima la ficción o la memoria personal.
Al recurrir a la noción de posficción la utilizamos en su literalidad —o sea, después de la ficción, con una básica reivindicación semántica que elude la acepción en boga—, sin formularle alguna objeción ética ni relacionarla con la manipulación de textos y audiencias, las redes sociales digitales ni la construcción de falsedades para influir políticamente. Es decir, sin las connotaciones negativas que podría tener la conexión instantánea, muchas veces irreflexiva, con la noción de posverdad que a su vez se relaciona con las fake-news. Nos interesa, en el caso que nos ocupa, la pertinencia de operar con estos términos dentro de la literatura en la interacción de la narrativa con la (auto)biografía y el aporte de esta como fuente para la historia sociocultural.
Generalmente, el diario de vida es el primer escrito. Sin un objetivo de publicación ni pretensión literaria. Ni de lectura ajena. Ana Frank, modelo para muchas adolescentes que escriben diarios íntimos y, al mismo tiempo, un testimonio con resonancia universal, paradójicamente se autoimpuso la privacidad como hábitat de su escritura: «No tengo ninguna intención de dejarlo nunca leer, a menos que encuentre en mi vida el amigo o la amiga a quien enseñárselo. Yo no tengo amiga». A ese amigo imaginario lo personifica en su diario y le pone nombre («Kitty»). Es el principio, con toda la ingenuidad adolescente y, como decía Armando Uribe, los beneficios de la ignorancia. Si homologamos la evolución de la «carrera literaria» con los niveles de comunicación humana —es decir, pensando en que la voluntad de comunicación de quien escribe puede ser gradual, que se sale poco a poco de lo privado a lo público, de lo solitario a lo solidario—, el diario de vida sería lo más parecido a una comunicación intrapersonal, la más alejada de la comunicación masiva y del mercado. El diario de vida es materialidad y metáfora (algunos, tipo Village, con un candadito evidentemente frágil) en su casi inconfesable deseo de violación del secreto y la intimidad que esconde en sus páginas.
En los primeros escritos, privados, hay una adscripción a cierta verdad ética que se manifiesta en la fidelidad a la emoción, a la verdad del momento inspirador, a dejar lo escrito tal como salió; por tanto, en esa etapa la persona que escribe prefiere no corregir porque ya reemplazar una palabra repetida por un sinónimo es prácticamente una manipulación. Es como hacerse trampa. Luego de este momento que podríamos llamar adolescente y de formación, esta práctica escritural a veces tiene continuidad en los diarios, íntimos o de viaje, llevados durante años por políticos, artistas, filósofos, literatos maduros (como los de Marguerite Duras, Susan Sontag, Alone, Luis Oyarzún, Alfonso Calderón) que muchas veces quedan inéditos y luego conocemos en publicaciones póstumas.
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Un ejercicio admirable de rescate de un diario de niñez/adolescencia es El diario de Francisca (Hueders, 2019), el sexto cuaderno (de un total de diecisiete) escrito a los 13 años por Francisca Márquez, fechado entre agosto de 1973 y febrero de 1974. En este caso no hay atribución literaria a este diario ni posficción, en el sentido de que haya intervención del original, sino un rescate de la palabra de la infancia y del diario de vida como fuente pertinente para la historia y la reflexión sobre la historia reciente recogida por una testigo inocente. Parte del contexto son los días previos y posteriores al Golpe de Estado, con la información doméstica que la niña podía escuchar. La publicación, editada por Patricia Castillo y Alejandra González, consiste en un estuche con cuatro «cuadernos escolares» transcritos, y dos ensayos que los analizan, más un epílogo a cargo de Francisca ya adulta, antropóloga.
A la distancia, El diario de Francisca nos acerca a una metáfora país. La memoria inmediata de entonces, con lo que se podía saber y entender, se actualiza con cierta vergüenza e indignación retroactivas al relacionarse con una verdad pospuesta, un conocimiento en diferido, una conciencia tardía de la manipulación. Las familias de entonces —al menos, la que nos muestra este diario de vida— participaron en la colecta para la «reconstrucción nacional» o estuvieron en los colegios utilizados en la «Operación Limpieza» de paredes o la formación diaria de los escolares para homenajear a los asesinos que estaban detrás de «vuestros nombres, valientes soldados». Era la «obediencia debida» a que estaban sometidos los niños y niñas (y los conscriptos en los cuarteles). La memoria informada, en una suerte de posverdad positiva, libera de las marcas vergonzantes.
Un mes antes del Golpe, cuenta Francisca en su diario: «En clases de Castellano nos hicieron leer el libro de Ana Frank. Yo lo estoy leyendo y es lo más triste. Ella tenía 13 años. Y por lo que ella dice tenía los mismos problemas míos». Un diario de vida ya publicado —y atesorado— es un buen modelo para seguir escribiendo, con más confianza. Es significativo, como un dato de atmósfera de contexto, recordar que el Diario de Ana Frank fue publicado por la Editora Nacional Quimantú en 1973. Tuvo dos ediciones consecutivas, de treinta mil ejemplares cada una. Se estaba leyendo en los colegios.
La sincronía respecto de la realidad o el pensamiento recogido en un diario de vida genuino, una carta o el testimonio inmediato, escritos aparentemente sin pretensión literaria, marca la diferencia con el texto que, con artificios retóricos, resulta del regreso a la fuente original para recuperar y reelaborar literariamente la memoria. El diario de vida que nunca se escribió, entonces, se escribe como ficción después de la pérdida de la inocencia.