En el Día de los Patrimonios, pensar en los herederos
24.05.2024
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24.05.2024
«La educación patrimonial no es un discurso: es un acto de amor, pues ―ya se ha dicho y se seguirá diciendo― nadie cuida lo que no ama. Los patrimonios son importantes como una herencia que recibimos; así como muchos padres dicen: ‘Sin millones ni grandes propiedades; lo único que podemos dejarles a nuestros hijos es buena educación’».
Desde su origen en la Antigüedad romana, la palabra ‘patrimonio’ se relaciona con la administración de los bienes propios, rol que solo le cabía entonces al pater familias. Eso incluía lo material (como casas, terrenos, muebles), las personas (esclavos, esposa e hijos) y la transmisión de un sistema de valores que considera tanto el modus vivendi como el modus operandi; de tal forma que fuera posible el convivio o, en buen chileno, llevar la fiesta en paz, respetando así las leyes, así a los dioses.
Ese papel administrativo ha buscado cauce con bastante vigor tras la Segunda Guerra Mundial, a través del organismo de la ONU llamado Unesco. Tras vivir los totalitarismos ideológicos, es claro que debe haber una preocupación insoslayable hacia la memoria, la que heredamos y la que construimos día a día. Ahí están los impulsos que nos permiten construir lo material e inmaterial, así como nuestros sistemas de valores.
El siglo XX y la presente centuria parecen seguir el mismo camino, caracterizado por una destrucción sistemática de ciudades históricas, de comunidades de variada índole por medio de la intolerancia, y —lo más grave— la destrucción del espíritu y la mente de muchas generaciones, no solo a través de la represión, sino que también de un modus vivendi que apaga la vitalidad de la llama del corazón humano, domesticado con las anestesias condescendientes del libremercado sólo entendido como «chipe libre» por quienes manejan y dominan sus códigos y reglas en beneficio propio o sectario.
En Chile, ya por veinticinco años, el Estado comanda la lógica festivalera de «los patrimonios», en un intento por visibilizar edificios, museos, barrios, prácticas, costumbres y creencias. Nadie podría no estar a favor de estas acciones; por el contrario, cada cual debe sumar desde su ámbito en pro de nosotros mismos. De hecho, la subsecretaria de Patrimonio Cultural, Carolina Pérez, hace hincapié en que «si la ciudadanía conoce sus historias, conoce sus patrimonios, los va a cuidar; queremos que los niños que habitan nuestro territorio conozcan su historia, la valoren, porque es una riqueza nacional».
Todos estamos llamados a cuidar lo que tenemos y heredamos, y no me cabe duda de la importancia de que, al menos en el discurso, se enfatice la educación patrimonial para cumplir con esta vocación. No obstante, no porque a un niño se le diga «eso no se hace» dejará de hacerlo. Una humanidad en la infancia aún está sometida a sus instintos, muchos de los cuales responden a impulsos básicos egotistas y egoístas; y, bueno, la educación que ofrece la sociedad ―desde la familia, el barrio, el colegio― se constituye en un nuevo útero antes de parir a un ciudadano hacia su mayoría de edad. Si hablamos de útero, salimos entonces de la noción de pater familias y entramos a la de alma mater, la madre nutricia. Y la alimentación es un instinto que despierta con el hambre, y una madre, por amor, no dejará morir de inanición a su retoño. Madre es la mujer, la familia, la institución educativa, la sociedad. Y el feto no solo es el ser humano, sino también su mente, su espíritu, su conciencia y su carácter, que a la larga y a la corta conforman su destino. Si esa madre, en cualesquiera de los símiles expuestos, no cumple con lo que su más sagrado instinto le impele, ya no es el alma mater, sino que la mater terribilis, el abismo donde el carácter y el destino sucumben a los impulsos más básicos de los instintos, encadenados a los deseos y placer por la destrucción y la violencia.
Los museos son importantes, así como la arquitectura, las tradiciones y costumbres, las comidas, los cantos, bailes y devociones. Por eso es bueno que exista el Día de los Patrimonios, contra el cual nadie podría estar en contra. Eso sí, puede existir indiferencia, y es justo ahí, en esa indiferencia que parece inocua e inocente, que late el corazón de nuestros verdugos, banales en tanto actúan con lógica de funcionarios. Son personajes socialmente transversales: sobreescolarizados y analfabestias, de una vocación gregaria que sigue al piño y las modas de la corrección política; parte y cómplices de la turba y el linchamiento, del oportunismo y la funa. Cuando se les ve venir, mejor hacerse a un lado y que pasen, y así no ser arrasados bajo su miseria.
La educación patrimonial no es un discurso: es un acto de amor, pues ―ya se ha dicho y se seguirá diciendo― nadie cuida lo que no ama (uno de los más recientes ejemplos es el desmantelamiento de la escultura de Mario Irarrázabal en Valparaíso. el Monumento a la Solidaridad, en calle Argentina, a metros del Congreso, que fue vandalizado en enero de 2020 y ya no tenía salvación, pues constituía un peligro para los transeúntes). Los patrimonios son importantes como una herencia que recibimos; así como muchos padres dicen: «Sin millones ni grandes propiedades; lo único que podemos dejarles a nuestros hijos es buena educación».
En 2017 tuve el privilegio de trabajar en la revisión de un libro, un trabajo de campo editado y comandado por Paolo Perasso y Martín Fonck, bajo el sello del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), de la Pontificia Universidad Católica de Chile. El libro se llama Magti. Relatos de la comunidad Juan de Dios Huaiquifil, de Curarrewe, Región de La Araucanía. Uno de los desafíos —por lo demás, gratificante— fue procurar mantener y respetar la cadencia de la lengua hablada, su prosodia y comunicabilidad; después de todo, se estaba escenificando en la escritura el habla de ese grupo humano. Casi al final del texto, luego de haber conocido experiencias, tribulaciones, sueños y anhelos de hombres y mujeres de la tierra, me detuve en el testimonio de uno de los talleres participativos:
… y todo parte porque quizás en general nos hemos preocupado mucho por un futuro mejor para nuestros hijos, o nos dedicamos mucho a trabajar para dejarles a ellos un mundo mejor, pero quizás lo que deberíamos preocuparnos o debería preocuparse en general la gente no es de qué clase de mundo le estamos dejando a los hijos, sino qué clase de hijos le estamos dejando al planeta. Porque en el fondo nosotros no sacamos nada con dejarles un planeta extraordinario si no los formamos como personas, y el día de mañana eso lo van a echar a la basura en tres tiempos.
Desde el retorno a nuestros caminos democráticos, no sé si la clase política pensó en algo como lo recién descrito. De que tuvimos un período de crecimiento económico y mayor acceso a bienes y servicios: sí, absolutamente; y somos herederos de ese patrimonio, también.
Pero, ¿a quiénes hemos dejado para cuidarlo? No puede haber productividad si antes no existe el cultivo de la persona.
Entonces, feliz Día de los Patrimonios, pero también un saludo a quienes forman a aquello/as que los cuidan y hacen florecer… en el desierto.