En defensa del Barrio Yungay
17.05.2024
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17.05.2024
Como una «zona de sacrificio político y mediático» define la siguiente columna para CIPER lo que ha pasado a ser un sector de Santiago devenido símbolo de actividad delictual, en una amplificación de alarmas en parte vinculadas a que allí reside el Presidente de la República: «Sin tener arte ni parte, el vecino común del Barrio Yungay recibe hoy los daños colaterales de un ataque político-mediático sin tregua […]. Es claro que el problema no es físico (territorial), sino que simbólico o referido a las representaciones.»
¿Cómo es posible que un lugar clasificado hace pocos años entre los barrios más cool del mundo se haya convertido en una zona de sacrificio mediático y político? El Barrio Yungay no es tanto víctima de la delincuencia —como tanto se dice, escucha y cree—, sino que, en primer lugar, del comentario electoral oportunista y el periodismo de pulsión alarmista. Así, esta zona del poniente de Santiago, de grandes casas antiguas y conocidas plazas para el encuentro de sus vecinos, se ha convertido en peón de una guerra simbólica más grande, un campo de batalla para estrategias y sensacionalismos que solo desvían la mirada sobre su verdadera esencia, generando con ello un daño enorme a sus vecinos.
Quienes hoy viven, trabajan o estudian en el Barrio Yungay han pasado a ser sacrificados.
Sí. En primer lugar, al sector lo han convertido en una zona de sacrificio político. En una curiosa «Carta al Perro Matapacos», el comentarista Cristián Warnken le advierte al can no ir a meterse al Barrio Yungay, pues «se ha vuelto muy peligroso, [y] hasta te puede llegar un balazo». Son referencias que en el último tiempo vemos repetidas como muletillas, y que no serían importantes si no conllevaran enormes perjuicios para los vecinos y, especialmente, para la valiosa actividad comercial y cultural que allí se desarrolla en sus muchos museos, centros culturales y bibliotecas, bares y restaurantes, ferias y hoteles boutique.
Desde que el presidente Gabriel Boric se cambió a vivir ahí —a calle Huérfanos, entre Esperanza y Libertad [imagen superior]—, el Barrio Yungay es «el barrio Boric», y como tal es asociado a lo que de joven idealista y equivocado le queda (todo aquello que hoy es negado hasta por el propio gobierno): la ingenuidad de creer en la pureza de la vida comunitaria, en la educación pública pacífica, en una vida cultural rica y diversa que no tiene problemas de financiamiento, etc.
Pero la realidad dice otra cosa, y el Barrio Yungay aparece hoy en los medios como un resabio de aquello que no debió ser; un símbolo del llamado octubrismo que solo queda exorcizar mediante una degradación simbólica. Sería extraño que el presidente se cambiara ahora de barrio, tal como ha cambiado de opinión en tantas materias. Pero es un hecho que el rechazo a Boric se traduce en el rechazo a todo lo suyo, incluido el barrio en que vive. En psicología ello se conoce como transferencia o contagio de actitudes.
Muchos parecen disfrutar al escuchar cuando comentaristas políticos hablan de lo peligroso y decadente del Barrio Yungay. Hay un endorsement negativo (conocido también como «negative spillover effect» [FISKE y TAYLOR 1991]) del presidente hacia el barrio; una asociación simbólica explotada por todos quienes quieren verlo caer (aún más). Lamentablemente, en el marco de esta lucha político-simbólica solo cabe esperar que las elecciones municipales profundicen aún más tal castigo alegórico, y con ello el sacrificio al que son sometidos sus habitantes, sus negocios y su ya muy golpeada moral.
Sin tener arte ni parte, el vecino común del Barrio Yungay recibe hoy los daños colaterales de un ataque político-mediático sin tregua. Es como la tragedia de Edipo: la decisión del presidente Boric de llegar a vivir al barrio daba una señal muy importante que no había cómo prever iba a tener efectos perversos. Por ejemplo, y partamos por hechos concretos: cada vez que usted, lector o lectora, se entera por los medios que hubo un homicidio «en el Barrio Yungay», puede dar (casi) por seguro de que éste no ocurrió realmente allí, sino en sectores cercanos. Basta con buscar la calle mencionada y asociarla al sector para verificar que recibimos incesantes titulares incorrectos.
Hace un par de semanas una persona peruana fue asesinada por un disparo en la cabeza. Aunque el lamentable delito ocurrió en calle Libertad llegando a Balmaceda (cerca de la ribera del río Mapocho), casi no hubo titular que no mencionara al Barrio Yungay o «cerca de la casa presidencial». Si usted quisiera caminar desde la casa del presidente al sitio de ese triste suceso, le tomaría unos veinticinco minutos, que es la misma distancia que hay desde Plaza Italia al Mercado Central (1,7 km aproximadamente), dos sectores de Santiago que ninguna crónica policial jamás confundiría.
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Es claro que el problema a este respecto no es físico (territorial), sino que simbólico o referido a las representaciones. Esto ha sido algo muy estudiado por la psicología social y la sociología, desde los años 30 con Mead, y en los 50 y los 60 con Goffman, Berger y Luckman, y Becker.
Pero, ¿cómo ocurre algo así? ¿Estamos en el mundo de la fabricación de la noticia con objetivos de manipulación de la opinión pública a-lo-Chomsky? ¿Habitamos el mundo satírico de la distracción mediática representado icónicamente en la película Wag the Dog (1997)?
Por suerte, creo que no. Sería una absurda teoría de la conspiración afirmar que todos los medios buscan desacreditar intencionalmente al «Barrio Boric», pues, como siempre, hay explicaciones más simples y prosaicas. Business as usual.
El márketing periodístico calcula que siempre resulta más conveniente ubicar homicidios y otros delitos en las cercanías de la casa del presidente, donde se supone que la seguridad está garantizada. El conocido sensacionalismo de los medios ha sido muy estudiado bajo el término de «tabloidización» [SPARKS y TULLOCH 2000] y la instalada cultura de «las celebridades», que eleva cualquier hecho ordinario a otro estatus si este le sucede a alguien famoso [GAMSON 1994].
Así, hoy el Barrio Yungay está siendo sacrificado en el altar de dos lógicas: la de la estrategia política y la del negocio y la competencia mediática. Ninguna de ellas requiere ser malintencionada ni muy pensada. Cada una opera con su propia racionalidad sistémica, legítima y correcta dentro de su propio campo de acción; aunque pasando por alto que producen consecuencias desastrosas para el vecino común.
Museos, calles hermosas, boliches que redundan en autenticidad, amabilidad vecinal, historias, arte, patrimonio, etc.; son tristemente reducidos a un lugar «peligroso», una especie de Chernóbil criminal al que ni los perros debiesen acercarse (Warnken dixit).
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No se trata de idealizar, sino de ser justos, en el sentido de «a-justarse» a lo que es (y no es) cada lugar de la ciudad, con sus lados luminosos y también sus sombras. Al Barrio Yungay lo que es del Barrio Yungay. Obviamente, no hablamos de una taza de leche, pero el punto paradójico es que, para reducirlo simbólicamente a un lugar peligroso, al sector se le ha «agrandado» territorialmente de modo tal que hechos delictuales ocurridos lejos de allí quepan en él.
Agrandar en lo territorial para achicar, empequeñecer o reducir, en lo simbólico. Ese es el mecanismo con que ha funcionado este proceso de «estigmatización barrial», como se le llama en los estudios especializados realizados por COES [MÉNDEZ et al. 2017]. Se trata de algo nuevo en sociología, no tratado al menos en la llamada «sociología de las grandezas» [BOLTANSKI y THÉVENOT 1991], pero que en este y otros casos se desarrolla a costa de los vecinos y sus medios de subsistencia. Es algo que debe parar, y los vecinos lo saben.
Frente a las tendencias mediático-políticas de «agrandar empequeñeciendo», los vecinos del Barrio Yungay han comenzado una lucha simbólica que va en sentido exactamente contrario: «reducir para engrandecer». Así, hoy se intenta recordar que el Barrio Yungay es un territorio de Santiago de unas pocas manzanas que alberga un modo de vida particular, vinculado a su arquitectura e historia, a su identidad patrimonial y a una cohesión social no excluyente (ver, por ejemplo, la labor que al respecto realizan su Junta de Vecinos, La Fundación Frè, la Parroquia San Saturnino, Corporación Nuestra Casa, el Museo Taller, el Museo del Sonido, Espacio 330, y otras). Esos límites dibujan un territorio pequeño, pero simbólicamente riquísimo; una forma de vida, de convivencia y civilidad vecinal altamente creativa y rica en diferencias de todo tipo. ¿Supone exclusión? Sí, pero se trata de discriminación entre territorios, no entre personas. En este barrio se puede identificar lo que Dardot y Laval han llamado «común»; es decir, una práctica y un proceso, una forma de organizarse que no responde ni a la lógica del mercado ni a la del Estado, aunque dialoga con ellas.
Se trata de una lucha simbólica por definir los límites territoriales, simbólicos y morales de este «bello barrio», al que le cantó uno de sus vecinos, Mauricio Redolés. De quitarles el poder de definición de esos límites a los medios y a comentaristas políticos. Esa lucha por «reducir para engrandecer» supone revisar ciertas categorías y definiciones, como la del «Gran Yungay» (que usan algunos vecinos para abarcar también a los barrios Balmaceda, Brasil y otros), que hoy resulta una ficción altamente perjudicial. Igualmente pernicioso es que el Barrio Yungay sea puesto en equivalencia con el tristemente famoso “Cuadrante 10”; sección administrativa policial que abarca un territorio mucho más amplio que el del barrio.
Si la solución es empequeñecer el territorio para agrandar sus alcances, ¿cuáles son, entonces, los límites? Bueno, de eso se trata. Hoy la defensa del Barrio Yungay libra una lucha por la representación, en el sentido de Pierre Bourdieu (1994) y Luc Boltanski (1982); es decir, una lucha por el poder de definir qué es el Barrio Yungay, y qué se dice y no se dice acerca de él, hasta lograr objetivar —incluso administrativamente (en un nuevo cuadrante, por ejemplo)— sus límites físicos y simbólicos. Solo así puede evitar seguir siendo una zona de sacrificio político y mediático.