Rafah: ¿Dónde volarán los pájaros después del último cielo?
25.04.2024
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25.04.2024
La eventual invasión a esa ciudad palestina al sur de la Franja de Gaza se ha convertido en un símbolo para la actual estrategia bélica del gobierno de Israel. Rafah es, según describe la siguiente columna para CIPER, «el lugar en que se juega el destino de un millón y medio de vidas palestinas. Pero también, el destino de la comunidad internacional, que debe demostrar que lo sigue siendo. Y que, por una vez, la barbarie colonialista no se disfrazará con excusas que antepongan las ‘razones de Estado’ al Estado de Derecho y la vida humana.»
En un poema titulado La tierra se estrecha para nosotros, Mahmud Darwish (1941-2008) [imagen superior], la gran voz de la lírica palestina, escribió a comienzos de los años 80: «La tierra se estrecha para nosotros. Nos hacina en el último pasaje y nos despojamos de nuestros miembros para pasar […]. ¿Adónde iremos después de las últimas fronteras? ¿Dónde volarán los pájaros después del último cielo?».
Si en estos versos, Darwish evocaba sus vivencias en los primeros días de la Nakba (catástrofe) —como la noche de 1948, en la que con sólo 7 años fue despertado por su madre, y de pronto se vio huyendo junto a centenares de campesinos de las balas de las milicias sionista— es algo que ya no podremos saber. Birwa, su aldea natal, ya no existe. Como tampoco, las otras cerca de seiscientas localidades que el sionismo destruyó en aquellos días, matando a más de 13.000 palestinos y desplazando a cerca de 750.000, para cumplir la promesa de «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», acuñada en Inglaterra por Lord Shaftesbury y difundida luego por el escritor y propagandista judío Israel Zangwill, a comienzos del siglo XX.
A 76 años del comienzo de la Nakba, un millón y medio de refugiados de toda Gaza confronta nuevamente estas preguntas: ¿a dónde iremos después de las últimas fronteras? ¿Dónde volarán los pájaros después del último cielo?
Para este enorme contingente humano, Rafah es, de momento, la única respuesta. Pero no porque sea la prometida «zona segura» —sólo el pasado domingo, los bombardeos israelíes mataron allí a 22 personas; entre ellas, 18 niños y niñas—, sino porque esta frontera es lo único que la geografía de Gaza tiene ya para ofrecerles. Al sur, las puertas cerradas de Egipto. Al norte y al este, la devastación de la que han huido. Al oeste, sólo el mar.
Hacinados en campamentos o escuelas, estos supervivientes del genocidio palestino parecen, sin embargo, destinados a enfrentar una prueba definitiva: la embestida militar a gran escala que Israel estima imprescindible, tal como aseguró Benjamín Netanyahu: «Quiénes dicen que bajo ninguna circunstancia debemos entrar a Rafah básicamente están diciendo que perdamos la guerra […]. Ninguna presión internacional impedirá que alcancemos todos los objetivos de nuestra guerra».
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Pero la presión internacional aumenta. Y esta decisión no ha estado libre de tensiones. Como la del 9 de marzo, cuando el presidente estadounidense, Joe Biden, aseguró que su par israelí «daña más de lo que ayuda» a Israel, por lo que «debe prestar más atención a las vidas inocentes que se pierden como consecuencia de las acciones tomadas». Estas reprimendas no han arribado, empero, a sanciones efectivas, ni han acabado con la muerte y el sufrimiento de la población palestina. Sin ir más lejos, el Senado de EE.UU. aprobó este mes un nuevo paquete económico para Israel, de US$26.400 millones.
Los organismos internacionales tampoco han logrado demasiado. A finales de enero, la Corte Internacional de Justicia emitió seis medidas provisionales contra Israel para «prevenir un genocidio» en la Franja, tras la denuncia interpuesta por Sudáfrica. Pero el gobierno israelí calificó la acusación de «infundada», y el ministro de Defensa, Yoav Gallant, manifestó que «el Estado de Israel no necesita sermones sobre moralidad para distinguir entre terroristas y la población civil en Gaza». Un mes más tarde, Amnistía Internacional demostró, no obstante, que Israel sí estaba falto de sermones, informando que dicho Estado «ni siquiera ha tomado las medidas mínimas indispensables para cumplir esa orden», con un absoluto desinterés por la asistencia humanitaria y los servicios que protejan a la población civil del «riesgo de genocidio». De hecho, tras la resolución de la Corte Internacional, las fuerzas israelíes han matado a alrededor de 7.700 nuevas víctimas en Gaza.
El 25 de marzo, por su parte, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó una resolución de alto al fuego en la franja, con la inédita abstención de Estados Unidos. Sin embargo, la propia administración Biden se encargó de recordar que la resolución no era «vinculante», por lo que «no tiene ningún impacto en Israel ni en su capacidad para seguir combatiendo a Hamás». En el periodo posterior a dicha resolución, el ejército israelí ha matado a cerca de 1.700 nuevas víctimas palestinas.
Sermones más, sermones menos, lo cierto es que Israel ha tomado estas medidas internacionales sólo como una provocación contra «su derecho a la defensa». Y como hay pocas cosas que molesten más a Tel Aviv que una ONU «socia y cómplice de Hamás», sus fuerzas militares están ocupadas en demostrar que para ellas los protocolos humanitarios son, esencialmente, resoluciones «no vinculantes».
¿Cómo explicar, si no, los cerca de 400 cuerpos de palestinos descubiertos en torno al devastado Hospital Al Shifa —muchos de ellos con las manos amarradas en la espalda o aplastados por bulldozers—, tras la retirada de las tropas israelíes del recinto? ¿O el asesinato de al menos 110 gazatíes y más de 700 heridos, en un ataque del ejército sionista contra una multitud que buscaba un poco de comida? ¿O los siete voluntarios internacionales de la ONG World Central Kitchen, bombardeados «sistemáticamente, coche por coche», mientras aplacaban el hambre de la población palestina?
¿O cómo es que, en definitiva, se puede llamar a los cerca de 34.200 palestinos asesinados a la fecha, de los que alrededor de un 72% por ciento eran niños, niñas y mujeres? ¿Y los cerca de 77.000 heridos? ¿Y los 485 trabajadores de la Salud, 67 miembros de Defensa Civil y 140 periodistas asesinados?
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«Lo que vamos a hacer a nuestros enemigos en los próximos días repercutirá en ellos durante generaciones, advirtió Netanyahu hace seis meses, tras el brutal ataque de Hamás. Y si en aquel entonces, las potencias occidentales consintieron el «derecho de Israel a la autodefensa», lo que este gobierno, su ejército y los colonos de los asentamientos ilegales le han hecho a la población civil palestina casi no puede ser descrito con palabras. O, más bien, sólo con una: genocidio. Como explica Daniel Michelow [ver columna previa en CIPER Opinión: “Gaza y el derecho a tener derechos”].
El conflicto en Gaza no es, por eso, cualquier conflicto. La violencia en Gaza no es cualquier violencia. Y es por esto que no llamamos al ataque del Estado de Israel ‘guerra’, sino que ‘genocidio’, y no porque se esté «de parte» de Palestina o «en contra de» Israel. Se trata, simplemente, de comprender que apartar del mundo a un pueblo, negándole su realidad histórica, es el mayor fracaso humano y político imaginable en el que podemos caer.
Rafah es, en este sentido, el lugar en que se juega el destino de un millón y medio de vidas palestinas. Pero también, el destino de la comunidad internacional, que debe demostrar que lo sigue siendo. Y que, por una vez, la barbarie colonialista no se disfrazará con excusas que antepongan las «razones de Estado» al Estado de Derecho y la vida humana.
Esta vez no podremos alegar inocencia. Ni decir que no vimos el horror hasta que entramos en los campos y encontramos las barracas y las grandes chimeneas. En «el primer genocidio transmitido en directo por las propias víctimas», como dijera Francesca Albanese, relatora de la ONU, la «banalidad del Mal» circula a diario ante nuestros ojos. Y con ella, el sentimiento de impunidad con que un «ejército Tik Tok» despacha sus «hilarantes escenas» desde la tierra arrasada. Allí, la ropa íntima, los juguetes, los enseres domésticos y los espacios de la convivencia y del amor de las familias palestinas son exhibidos como botines mediáticos por soldados casi tan jóvenes como sus víctimas. ¡This house is on fire!, cantan estos reclutas, mientras dinamitan una vivienda y sonríen a la cámara, graduándose de verdugos en la tierra de «los animales humanos». Parecen ir tras el sueño de Ayelet Shaked, ex ministra de Justicia de Israel: «Después de que convirtamos Khan Yunis en un campo de fútbol, necesitamos aprovecharnos de la destrucción y decirle a dos millones que se vayan. Esa es la solución para Gaza». De los rehenes y de Hamás, muy poco, sin embargo. Como si una orden superior los empujara a continuar devastando el territorio palestino, para no dejar piedra sobre piedra ni gente que reclame el derecho a su tierra, a su cultura y a la memoria de sus antepasados.
«Los viejos morirán y los jóvenes olvidarán», afirmó en 1948 David Ben-Gurión, el «padre de la nación israelita» (David Grüen, en su natal Polonia), confiando en que la Nakba borraría todo. Pero las raíces de los olivos y los versos de Darwish continuaron elevándose hacia el cielo, y la juventud palestina no se permitió olvidar.
Contra esa identidad y memoria, Netanyahu está hoy, empero, intentando ganar una de las mayores apuestas del proyecto sionista: «Cada pedazo de territorio que dejamos se convierte en un lugar desde el cual lanzar un terrorismo terrible contra nosotros. Y por eso debo aclarar que, en cualquier acuerdo en el futuro, el estado de Israel debe tener el control total del área, desde el río hasta el mar» (las cursivas son nuestras), advirtió abiertamente en enero. Tres meses después, su gobierno está encerrado, no obstante, en un doble laberinto: el del genocidio de la población civil palestina, que convierte a Israel en un paria internacional. Y el de la presión ciudadana interna, que, después de medio año de incursión militar, se toma las calles de Tel Aviv, indignada ante el incumplimiento de las promesas: rescatar a los rehenes, acabar con Hamás y tomar el control de Gaza.
Rafah es, en este sentido, la puerta del laberinto para Netanyahu. Un hilo de Ariadna en cuyo extremo pende la vida de cientos de miles de refugiados, que luchan a diario contra el miedo: «No puedo describir cómo nos sentimos. Tengo mucha confusión en la cabeza. Mis hijos no dejan de preguntarme cuándo invadirá Israel Rafah, adónde iremos y si moriremos. Y yo no tengo respuestas», confiesa Mariam, quien huyó de su hogar en la ciudad de Gaza con sus hijos de 5, 7 y 9 años.
En el testimonio de esta madre, la historia humana gira sobre sí misma. Y nos devuelve a la madrugada en que el pequeño Darwish despertaba a una Nakba que no cesa, en un mundo de hace mucho que, no obstante, continúa siendo el nuestro:
Sal con nosotros a esta noche inmisericorde. Ya aprenderás a ordenar los luceros en la alacena de la memoria, a restituir lo perdido a fuerza de nombrarlo, así te desquitarás. Pero no mires a las estrellas, no sea que te rapten y te pierdas. Agárrate del vestido de tu madre… él te guía por la tierra que corre descalza bajo los pies, y no llores como tu hermano recién nacido, no sea que el llanto ponga a los soldados sobre aviso.