Gaza y el derecho a tener derechos
03.02.2024
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03.02.2024
De poco sirve la preocupación del Derecho Internacional por las minorías, si estas primero no son reconocidas como tales, recuerda en columna para CIPER un académico en Filosofía. El siglo XX dejó duras lecciones, que vuelven a la memoria ante los ataques que hoy acomete el gobierno de Benjamin Netanyahu contra población palestina: «Someter a sus habitantes a la radical necesidad y aislamiento, es el mismo proceso por el que la monstruosidad de grupos como Hamas encuentran su tierra fértil.»
No es el primer acto, pero sí el más significativo, de reconocimiento político a los derechos universales e inalienables del ser humano el que tuvo lugar en 1789 a través de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El documento fue el fruto prístino de la Revolución Francesa, y de la paulatina y convulsionada entrada de Occidente en la época del Estado nacional. Más de un siglo después, como reacción ante una forma de violencia política sin precedentes en la historia humana, fue redactada la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), llamada a poner término a la tecnificada destrucción de la vida humana puesta en marcha por el ascenso de los totalitarismos.
A partir de una serie de dramáticos sucesos del siglo XX, la historiadora y filosofa Hannah Arendt (1906-1975), de origen judío-alemán, elaboró en 1951 una punzante visión en torno a la crisis del derecho humano universal; específicamente, respecto a su incapacidad para salvaguardar la vida de más de seis millones de judíos, así como también la de otras minorías (como los gitanos Roma). Arendt observa que así como la declaración que siguió a la Revolución Francesa no tuvo la capacidad de resolver el problema de colectivos sin patria (los apátridas), el texto posterior de la ONU es una abstracción que promueve una total pérdida de realidad respecto del problema que pretende solucionar, y priva a sus defensores de toda real posibilidad de acción.
Según la filósofa, para que los derechos humanos puedan realmente entrar en vigor, debe existir, como condición sine qua non, una comunidad política internacional dispuesta a darles valor:
La calamidad de los fuera de la ley no estriba en que se hallen privados de la vida, de la libertad y de la prosecución de la felicidad, o de la igualdad ante la ley y de la libertad de opinión —fórmulas que fueron concebidas para resolver problemas dentro de comunidades dadas—, sino que ya no pertenecen a comunidad alguna. [ARENDT 1951].
Nada de esto ha sido superado por el cambio de siglo, al contrario. La necesidad que identificó Arendt de construir un «derecho a tener derechos» apunta, precisamente, a un momento anterior a la elaboración de derechos específicos de carácter social, económico o cultural que puedan ser aplicados a minorías e indefensos, y que por cierto resulta hoy plenamente identificable. No se trata, por tanto, del mero anuncio de su universalidad —que hasta cierto punto los vuelve obvios y evidentes, dispensando a los Estados de su activa implementación—, sino que más bien de una preocupación constante, inquebrantable e internacional sobre la necesidad de cuidar la pertenencia de individuos y colectivos a la comunidad humana.
La palabra ‘genocidio’ vuelve a aparecerse estos días en nuestro debate. Las más altas instancias de derecho internacional se ven, lamentablemente, obligadas a considerarla. Recordemos que, durante la Segunda Guerra Mundial, muy pocos países levantaron la voz en contra de lo que más tarde se llamó Holocausto. Si el pueblo judío vivió la Shoá [foto superior] en la mayor soledad, fue porque el régimen nacionalsocialista pudo diseñar el exterminio de una minoría (los sin patria) con total impunidad, pues, previamente, a esta se le había arrebatado la legitimidad de su propio lugar en el mundo.
La diferencia entre un conflicto armado común y un genocidio no radica por tanto en la disparidad de las fuerzas ni en el número de quienes son aniquilados, sino que más bien en el reconocimiento por parte de los involucrados –y de la sociedad internacional– de la pertenencia y derecho incuestionable de los bandos a su propio lugar en la comunidad humana. De esto se trata, precisamente, la diferencia entre los conflictos hoy en desarrollo en Ucrania y en Gaza.
En el primer caso, la comunidad internacional no ha puesto en ningún momento en duda la propiedad ni legitimidad del mundo ucraniano y de su Constitución nacional. No sucede así con el conflicto palestino, en el que durante décadas se ha negado —por parte de políticos e intelectuales de diversos sectores— la real existencia histórica del pueblo palestino, y con ello su lugar y derecho en la esfera común.
El horror del ataque de Hamas a los asentamientos fronterizos israelíes el pasado mes de octubre no puede sino ser comprendido en tal contexto. Evidentemente, esta observación no apunta a justificar estos acontecimientos ni, en ningún caso, poner el sufrimiento de una población civil por sobre otro; sino que más bien a dejar en claro que el proceso en el que los territorios palestinos son apartados de la comunidad internacional y en el que se niega la realidad de su población, sometiendo a sus habitantes a la radical necesidad y aislamiento, es el mismo proceso por el que la monstruosidad de grupos como Hamas encuentran su tierra fértil.
El conflicto en Gaza no es, por eso, cualquier conflicto. La violencia en Gaza no es cualquier violencia. Y es por esto que no llamamos al ataque del Estado de Israel ‘guerra’, sino que ‘genocidio’, y no porque se esté «de parte» de Palestina o «en contra de» Israel. Se trata, simplemente, de comprender que apartar del mundo a un pueblo, negándole su realidad histórica, es el mayor fracaso humano y político imaginable en el que podemos caer. La evidencia del siglo XX es contundente es mostrarnos que lo anterior conlleva peligros que ni las mejores intenciones de la comunidad internacional puede llegar a calcular.