Las complejidades de la música urbana chilena
23.01.2024
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23.01.2024
¿Es sólo la transgresión a la ley lo que explica el alza de esta música en el gusto masivo de la juventud de nuestro país? ¿O acaso hay vínculos de identificación más profundos, explicados por el derrumbe de confianzas y falta de perspectivas que se le ofrece a esa generación? Un antropólogo que lleva años investigando el tema expone en la siguiente columna para CIPER las contradicciones del auge de las figuras «urbanas»: más allá y más acá de la polémica en torno a Peso Pluma.
La polémica aún en desarrollo sobre la presentación del mexicano Peso Pluma en el próximo Festival de la Canción de Viña del Mar puede, entre otras cosas, abrir un debate más amplio y específico sobre las músicas que llamamos «urbanas», además de sus eventuales vínculos con el mundo delictual y la narcocultura. Hasta ahora, considero que el debate de este último par de semanas ha simplificado un fenómeno mayor, pero que de todos modos permite pensar sobre las implicancias que tiene para la sociedad chilena el innegable auge de esta música. Tal como ya es tendencia desde hace al menos tres años, en 2023 fueron nombres asociados a los géneros del reguetón y el trap por lejos los más reproducidos en Chile. Figuras como Jere Klein, Gino Mella, Cris Mj, Pailita, Standly, Marcianeke y El Jordan 23 acumulan plays de nueve cifras o más, y consiguen repletar recintos que sus pares en la balada o el pop melódico muy excepcionalmente logran llenar.
Así, esta controversia sirve para adentrarse en la complejidad de un fenómeno que es espejo y motor de cambios culturales significativos, especialmente para los más jóvenes. Más allá de Peso Pluma, ¿qué está antes del actual «escándalo» sobre sus canciones y biografía?
Cuando las instituciones tradicionales como el trabajo, la familia y, especialmente, la política pierden relevancia como ejes estructuradores de la subjetividad de las nuevas generaciones, la música popular emerge como un campo fértil de afirmación personal. Este fenómeno no es nuevo, ni exclusivo de un estilo o artista en particular. Antes fue el rock, hoy le toca a la música urbana. Entonces, si se trata de un fenómeno al que ponerle atención, ¿cómo hacerlo y en qué exactamente debemos reparar?
Uno de los puntos del debate es la encrucijada que esta música le propone a los fondos públicos: ¿debe el Estado promover o censurar ciertas expresiones musicales; o dejar que la autogestión y el mercado dicten las reglas del juego? Son definiciones cruciales en un escenario en el que la música urbana a menudo no es tomada en cuenta por la institucionalidad cultural ni tampoco encuentra su lugar en otros espacios. Así, son la circulación por internet, los bingos en poblaciones o las fiestas de moda, la promoción por redes sociales y la asociación con marcas o grandes sellos sus cauces naturales de difusión. Sabemos que las políticas públicas tienden a favorecer ciertas manifestaciones artísticas, y, salvo excepciones, las «músicas urbanas» no suelen estar entre ellas.
Entonces, es como si solo el escándalo —esa «denuncia pública que resulta en un castigo unánime, legítimo y deseable del acusado», en palabras de L. Boltanski— pusiera a sus protagonistas en el debate público. Y con la perspectiva del escándalo de la música urbana se sienten cómodos un sector de la política, el periodismo masivo y los tuiteros. No obstante, una mirada atenta no descuidaría los elementos «escandalosos» asociados a algunas de estas canciones y artistas (drogas, pistolas, sexo), aunque intentaría darse el tiempo para entender qué es lo que está detrás del griterío, y así comprender tendencias al alza en nuestra convivencia social.
Es innegable que, ante instituciones en decadencia, la sociedad no se va a quedar quieta, y que la música considerada incómoda proliferará por detrás, debajo y por todos lados del orden convencional; tal como otras culturas alternativas, las nuevas formas de politización, las religiosidades populares o, claro, la cultura en torno al hampa.
A la larga, la proliferación de tentativas censuradoras basadas en el escándalo más que detener el fenómeno de fondo, son un ingrediente más para ensanchar la grieta, el hastío y el desapego de la juventud hacia una autoridad vista como corrupta e ineficaz. La batalla cultural contra el narco (si eso es lo que se busca) gana poco con miradas simplistas y totalizantes sobre la música urbana.
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En su estudio sobre cómo la cultura de masas logró conectarse y visibilizar todo aquello negado por la prensa iluminista de izquierda hasta los años de la Unidad Popular, Guillermo Sunkel se refiere a lo popular reprimido como «el conjunto de actores, espacios y conflictos que han sido condenados a subsistir en los márgenes de lo social: sujetos que son parte de una constante condena ética y política y que son transformados en objetos de campañas moralizadoras. Los actores de lo popular reprimido incluyen a las prostitutas, los homosexuales, los delincuentes, los drogadictos» [SUNKEL 1985].
El sociólogo buscaba tomar en serio fenómenos hasta entonces marginados de los debates y las investigaciones. Su inquietud coincide con nuestra pregunta actual: ¿por qué las músicas urbanas no son tomadas en serio?
Muchas veces, la élite cultural y la opinión pública adulta enfrentan a la música joven como un simple reflejo de decadencia, frivolidad y extrema erotización. Ante las estrellas urbanas, hoy se suman las sospechas sobre narcotráfico y fomento del consumo. Quizás el punto más debil de la columna de Alberto Mayol que dio inicio a toda esta polémica haya sido su juicio sobre la calidad artística de Peso Pluma («el artista no sabe cantar, el artista no sabe bailar, el artista no sabe moverse, el artista apenas tiene alguna canción propia […], el artista no sabe componer, el artista no es artista», escribió el sociólogo), lo cual nos lleva a una reflexión más profunda sobre la estética y la valoración de las músicas. En una sociedad como la nuestra, la estigmatización estética puede ser un síntoma de tensiones sociales y generacionales más profundas. Entender la popularidad de la música urbana implica aceptar que su valoración por las juventudes no solo radica en sus notas musicales, su construcción metafórica o cómo sus intérpretes se mueven sobre el escenario, sino más bien en su capacidad para dialogar con su tiempo y hacerlos sentir parte de códigos y experiencias en común, con todas las contradicciones que esto implica.
En Chile, la música urbana puede entenderse como un gran paraguas que agrupa problemáticamente a distintos géneros musicales, estéticas, músicos y escuchas. Allí se suele incluir el reguetón, trap y otros géneros cercanos, principalmente, aunque cada país latinoamericano marca énfasis diferentes. En el nuestro, por ejemplo, se ha incluido al llamado «mambo» en su versión vernácula (el cual no tiene nada que ver con el género de baile de salón popularizado en los años 40 por Dámaso Pérez Prado). También en Chile, y de forma distinta a otras latitudes, la música urbana mantiene una ambigua relación con el rap: a veces, lo incluye como antecedente; otras, lo excluye por su sonoridad (asociado al boom-bap neoyorquino de los 90), su supuesto tono «contracultural» o la diferencia generacional con sus exponentes. En México, en tanto, a los géneros urbanos se integran los «nuevos corridos» (ahí cabe Peso Pluma, pero también nombres como Natanael Cano, Junior H., Eslabón Armado, y otros). Y, en Argentina se alza el RKT, suerte de cumbia rapeada y hecha con computadores. Todas estas son agrupaciones de sonidos y personas que están en permanente movimiento, y que hablan de la realidad de sus entornos sudacas.
Para nuestro país, podemos destacar algunos elementos más o menos comunes de la música urbana : su marca generacional, el uso de las tecnologías digitales, ciertas temáticas propias de «la calle» (las vivencias de las clases populares, algunas de las cuales —NO TODAS— están ligadas al hampa) o —quizás la expresión más interesante— su disposición a «darle el corte», que es una suerte de marca original y propia, que permite motivarse y luchar por lo que uno quiere.
Las nuevas piezas de urbano también hablan sobre cambios en las relaciones sexoafectivas, la salud mental o el ascenso social, en piezas que mezclan y dramatizan las experiencias generacionales.
La música urbana expresa, negocia, redefine, afirma y construye una subjetividad, en un mundo en constante transformación y sin reales garantías de futuro.
Hay que mirar de frente a los artistas, sus escuchas y sus redes no para buscar culpables ni realizar críticas ad hominem («son puros flaites», dicen unos; «los opinólogos sin calle no cachan nada de esto», responden otros). Propongo ir un paso más atrás: entender la historia de estos mundos, tomarse en serio sus formas de hacer música, de crear trabajo, de imaginarse un futuro y un pasado. Explorar sus contradicciones vitales: tanto sus «metidas de pata», como sus éxitos y deseos de superación.
Para eso hay que evitar el populismo de decir que todo lo consiguen por sí mismos y autónomamente, tanto como el miserabilismo (son piezas de un orden ajeno, una versión degradada de un modelo que depende de otros, sin gusto ni capacidad crítica) y el buenismo romantizador («déjenlos, al final son buenos tipos, hay que entenderlos en su contexto») o el facilismo restrictivo que siempre llega tarde («cancelemos su show, no les demos dinero público, son malos ejemplos…»).
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En uno de los videos con más reproducciones del programa La Junta [imagen superior], El Jordan 23 le cuenta a Julio Cesar Rodríguez su historia de redención: la idea que la música lo salvó de continuar siendo un delincuente. Las letras y los videos de este artista pueden llevar a pensar en la apología de la violencia y la vida en la ilegalidad, pero la verdad es que sus entrevistas, sus videos de instagram y su relación con los fans hablan de otra cosa. El intérprete de “Bailando” es un personaje complejo y lleno de matices, cuya biografía da cuenta de una transición y un cambio. El mismo personaje se ve algo incómodo en la entrevista y entiende esta contradicción entre lo que canta y lo que actualmente es. El comentario con más likes, dice lo siguiente:
Sin perderse de las urgencias del momento (crisis de seguridad mediante), tenemos que darnos el tiempo de comprender que los mundos de la música urbana también son escenarios de cambios, debate y diversidad de perspectivas. Respirar profundo, tomar distancia y observar que la música no solo refleja realidades; también las cuestiona y, en muchos casos, propone alternativas, que quizás no son tan puras como les gustaría a los analistas, los periodistas y los políticos de turno. La última declaración de la Coordinadora Social Shishigang, asociada a Pablo Chill-E y otras figuras del género, plantea algunos de estos puntos: marca una clara y firme postura contra el narcotráfico y «todo el círculo de violencia que lo rodea». Asumiendo las contradicciones internas de la música urbana, también debe darse cuenta de las posibilidades que hasta ahora esta ha representado para las juventudes de los barrios populares.
Así, la narrativa de «drogas, pistolas y sexo» —que existe, y es real— no debe eclipsar la complejidad y riqueza de un espacio en el que también se gestan formas de resistencia, innovación, cambio, circuitos de colaboración y, por cierto, mucha diversión. Y esto no implica ser acrítico o no tener una postura ante la narcocultura. Se trata de entender de forma concreta qué sucede con las juventudes y la música de hoy más allá del prejuicio y la idealización. Cómo es que estos creadores y sus seguidores hacen sus vidas y generan distintas maneras de identificación comprometidas o circunstanciales. Explorar sus relaciones con las nuevas industrias culturales, la lejanía con el Estado y la política o, en fin, los vínculos con la digitalización, el dinero y el consumo. El esfuerzo por comprender la música urbana en ese sentido, puede permitir que el escándalo vaya tomando más bien la forma de lo que el sociólogo Luc Boltanski llama un caso: un espacio de discusión pública.