Escrituras de la memoria: antídoto contra el negacionismo
07.01.2024
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
07.01.2024
En enero de 1974, hace exactos cincuenta años, el autor participó del más inusual concurso de poesía. Un grupo de hombres hizo circular en su prisión política de Chacabuco textos destinados a perdurar como saludo trascendente a las circunstancias: «Pocas veces he visto y sentido tanta gratitud por la poesía como la que sentí en prisión. Esta participación destacó un oficio solitario y callado. El orgullo personal se transfería, con valor político, en la reafirmación de una identidad que desmentía los estigmas atribuidos por la dictadura: no éramos asesinos, ni desalmados ni antipatriotas.»
El siguiente texto fue leído por el autor en el contexto del Seminario internacional de derechos humanos «Crear para no olvidar», realizado en Concepción en diciembre pasado por gestión de la Corporación Cultural Artistas del Acero.
«Crear para no olvidar» es una misión y un desafío en un país de sobrevivientes, que deben contar por quienes ya no pueden hacerlo. Crear en situación de duelo; es decir, de dolor y enfrentamiento. Qué palabra tan significativa con su doble connotación. Una palabra en situación de poesía. Los extremos de la existencia humana se experimentan, a veces, en situaciones extremas. Para defender esa memoria, pienso que no debemos desatender que en nuestras experiencias coexisten la mirada del horror y la mirada de la esperanza.
Poco antes de recibir las cuarenta balas asesinas en uno de los subterráneos del Estadio Chile, Victor Jara escribió un poema. «Ay, canto, qué mal me sales», se lee en una transcripción, como si el artista se disculpara por la imperfección en la urgencia del apremio. En otra de las transcripciones se lee: «Ay, canto, qué mal me sabes», como si quisiera transmitir la amargura del momento de creación. Ambas versiones son poéticamente pertinentes. Ahí están el azar y el misterio de la poesía. Minutos después los militares asesinaron al artista, quien quedó latiendo en su poema.
Me conmueve también el testimonio que dejó Jorge Peña Hen, músico, antes de ser asesinado por la “Caravana de la muerte”. El fundador de la primera orquesta sinfónica infantil de Latinoamérica, anotó en prisión una melodía con un palito de fósforo quemado. Otro papelito sencillo, que hoy es monumento.
Aristóteles España escribió a los 17 años poesía en Isla Dawson. Y hay quienes sobrevivieron a esos y otros momentos de prisión política impuesta por las dictaduras latinoamericanas haciendo música y poesía. Yo mismo, y disculpen la autorreferencia, fui torturado en el Velódromo del Estadio Nacional; y poco después empecé a escribir poesía en el campo de prisioneros de Chacabuco (Floridor Pérez diría: «¡Gol del que habla!»).
Mi historia personal es al mismo tiempo la de muchos. Mis primeros versos los escribí en esa oficina salitrera, en el desierto de Atacama. En sus ruinas, convertidas 1973 y 1974 en un campo de prisioneros. Escribir sobre el descubrimiento de la poesía en un lugar tan singular es mi reivindicación de memoria. Nada heroico, pero es parte de una experiencia personal y comunitaria en torno a una escritura que no ha sido considerada literatura y sobre la cual hay un registro insuficiente. Es parte de la poesía NN.
Me desdoblo y me veo en Chacabuco, más como un espectador que como un protagonista. Un testigo un poco invisible. Intimidado, por timidez y temores. Me cuesta tener una imagen de mí mismo en esa situación. Gracias al estímulo de un poeta, trabajador de Textil Progreso (Rafael Salas), me atreví a escribir mis primeros versos; y gracias a la organización de los prisioneros, me atreví también a participar en un «Festival de la Poesía y la Canción de Chacabuco», una especie de concurso en el cual un jurado seleccionó diez poemas ganadores en enero de 1974. Se presentaron alrededor de cincuenta trabajos en el corto plazo de inscripción. Un arquitecto, con linda letra hizo los diplomas para los ganadores. Otros premios también surgieron de donaciones; por ejemplo, un hermoso tallado con la vista de Chacabuco, y un tarrito de Nescafé. Y estaba el jurado ad-honorem: Mario Céspedes, Franklin Quevedo, Hugo Salvatierra y Vicente Sota, en la sección poesía. Fue todo un evento local, con público cautivo. Mario Céspedes —quien fuera director y fundador de la Radio de la Universidad de Concepción— fue el maestro de ceremonia y leyó uno de mis poemas, que indudablemente mejoró con su voz radiofónica.
Todo esto está documentado.
Con la intuición del historiador, Céspedes conservó los manuscritos originales de los diez poemas seleccionados como ganadores. A través de uno de sus nietos, hace años me hizo llegar una carpeta con los textos. Una herencia impensada. Se trata de manuscritos en hojas de cuaderno, cartulina, amarillentos papeles de block fiscal, esquelas para cartas. La materialidad del soporte de los poemas también es significativa: la hoja de cuaderno de matemáticas, tan cuadriculada como la valla de alambre que delimitaba el campo; o la cartulina que ya había sido utilizada en los archivos de la oficina salitrera, sobre la cual se pega otro papel con el poema y se ilustra con dibujos que apelan a la historia. Algunos de los participantes —solo dos estamos vivos— conservamos el diploma que se nos entregó en la premiación.
A la aparente frialdad de los manuscritos es necesario agregar el afecto de la memoria que surge de ellos. Son documentos que no parecen documentos; que ofrecen prácticamente una sincronía con las vivencias, una memoria inmediata y subjetiva (cartas que relatan el recuerdo de lo que pasó el día anterior, dibujos, recuerdos materiales, etc.), que contribuye al intento de recuperación y reconstrucción de la atmósfera en que sucede un acontecimiento indesmentible. Los papeles sueltos, reunidos con otros papeles sueltos, cobran sentido al sumarse y constituir un pedazo de historia. Es el aporte que podemos hacer desde los archivos personales y familiares que confluyen en el fragmento de una historia mayor. Todo recuerdo es significativo.
El acta del jurado creo que es un documento histórico; al menos, de esa pequeña historia de, como nos decía Armando Uribe, los «poetícolas». Dice allí, en parte:
Cuando el hombre aprendió a escribir, escribió poesía. Desde entonces le acompaña a todas partes y en las más variadas circunstancias: en el mar, en la ciudad o en la montaña; en la prisión o en el altar; en los sueños universales de felicidad, o en el dolor, la alegría o la muerte y también en el amor y la esperanza. La poesía misma es esperanza.
La poesía es un inmenso océano, en sus aguas se reflejan las múltiples facetas de la realidad; pero no es un espejo inerte, por el contrario, devuelve embellecidas las imágenes para hacer más alegre este tránsito terrestre, e incluso para sobreponerse, para superar a la muerte misma, como quería ese viejo poeta español cuando escribió: «polvo serás, mas polvo enamorado». Los hombres que están en este campamento de Chacabuco no podían permanecer ajenos al llamado de la poesía. Este concurso es una clara muestra de ello. Han llegado 41 poemas originales. Y como en toda poesía auténtica, en estos trabajos está presente la realidad que viven, que va desde el humilde tarro «Choquero» hasta el dolor y la infinita nostalgia por la amada ausente. Se ha sembrado la primera semilla, es nuestro el deber de vigilia constante para cuidarla y hacerla florecer en todo su esplendor.
Ser uno de los poetas ganadores me convirtió en un personaje de nuestra pequeña comunidad, digno de aparecer en el diario mural. Junto a una entrevista con retrato se publicaron los poemas. Los compañeros los copiaban, pedían la firma de los autores y los enviaban a sus casas. De diferentes maneras la poesía salió de Chacabuco y tuvo una discreta visibilidad. Los poemas circularon de mano en mano, se leyeron en parroquias y reuniones clandestinas; fueron publicados y traducidos en el contexto de la solidaridad internacional, generalmente como textos anónimos.
Creo que la lectura de mis poemas provocó cierta catarsis, no porque en ellos hubiera «excelencia literaria»; sino porque en los versos había una osadía o candor que, en ese contexto, suscitaban una complicidad política con el público. Se «destapó» algo en ese momento al mencionarse palabras que desde el momento del Golpe debíamos reprimir. Por ello, entre nosotros nos llamábamos «compadres», y no «compañeros». Internalizamos la autocensura y, rastreando los versos, en estos poemas aparecen palabras y frases que identificaban nuestra rabia y esperanza: ‘historia’, ‘esclavos’, ‘sangre’, ‘bota’, ‘miseria’, ‘proletario’, ‘compañero’; «puños que se elevan al sol / preguntando ¡hasta cuándo!», «bienaventurados amigos / perseguidos y justos», «hambre asalariada», «el agüita caliente de esperanza / que hierve día a día / en el choquero de la historia», etcétera.
He renunciado a que el pudor y la falsa o verdadera modestia impidan compartir la información significativa, la precariedad y la ternura que laten en la escritura que surgió de una experiencia colectiva. Para bien o para mal, celebro así mis cincuenta años de poeta.
Pocas veces he visto y sentido tanta gratitud por la poesía como la que sentí en prisión. Esta participación destacó un oficio solitario y callado. El orgullo personal se transfería, con valor político, en la reafirmación de una identidad que desmentía los estigmas atribuidos por la dictadura: no éramos asesinos, ni desalmados ni antipatriotas. El diploma recibido certifica un rol que nos enorgullece. Todos los integrantes del jurado ya fallecieron; y de los seis poetas premiados, solo quedamos dos para contar lo que estoy contando. Rafael Salas, culpable de que yo esté aquí como poeta, partió al exilio y sigue en Francia. En Chacabuco dejó un rastro de poesía y memoria.
Es poco conocido, también, que en ese campo de prisioneros se «editaron» libros. Armado con un lápiz pasta, papel calco y un poco de alambre que usó para hacer corchetes, Rafael Salas publicó dos volúmenes artesanalmente: el primer libro fue una selección del Canto a mí mismo, de Walt Whitman; y, el segundo, Décimas del recuerdo, escrito por el mismo Salas e ilustrado por Héctor Morales. Tuvo un tiraje de tan solo dos ejemplares. En él, el hablante está en el futuro —que podría ser hoy— y, ya viejo, le cuenta a un joven lo que fue Chacabuco:
Sí, pues, mi joven amigo
ellos dejaron su estela.
Sus canciones y poemas
de esos días son testigos,
y por eso yo le digo
que esta no es historia vieja.
Es la vida con sus vueltas
como el carrusel del trigo
lo que dura este suspiro.
Ay, ya el mundo se ha dado vuelta.