OBRA DEL PERIODISTA Y DIRECTOR DE REVISTA ANFIBIA, CRISTIAN ALARCÓN, SE PRESENTARÁ EN FESTIVAL TEATRO A MIL
Testosterona, una investigación sobre el trauma
02.01.2024
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OBRA DEL PERIODISTA Y DIRECTOR DE REVISTA ANFIBIA, CRISTIAN ALARCÓN, SE PRESENTARÁ EN FESTIVAL TEATRO A MIL
02.01.2024
Cristian Alarcón, director de Revista Anfibia y Premio Alfaguara 2022, se presentará en el Festival Teatro a Mil con “Testosterona”, una performance teatral que desentraña el desconcierto de ser inyectado con esa hormona por decisión de sus padres. La obra, además, es el puntapié inicial para una amplia investigación sobre el uso de la testosterona desde el régimen nazi, el trauma infantil, el silencio y la memoria.
Créditos imagen de portada: Revista Anfibia
Cristian Alarcón (La Unión, 1970), tenía seis años la primera vez que lo llevaron a una clínica para inyectarle testosterona. Recuerda poco de ese momento: los asientos de cuero de un Ford Falcon blanco y que el lugar donde le aplicaron la hormona era próximo de un río.
Después de eso, nada. Un vacío profundo y extraño en su historia personal. Hasta que empezó a recordar. Lo hizo por primera vez hace poco más de cuatro años, cuando escribió un poema llamado “Olor a diablo” en el libro Cuerpo, de Revista Anfibia, donde es director. Ahí, se acuerda de que “era flaco, esmirriado, estrecho. Negaba que tenía un cuerpo agrediéndolo con enfermedades más o menos escandalosas caídas golpes de madera los huesos frágiles y al mismo tiempo tan invencibles”. También ahí usa el territorio de las palabras para dejar en evidencia lo que le había tocado vivir: “No recuerdo si entonces me lo dijeron o en qué momento lo supe, y cómo lo guardé entre pañuelos de lino: fui inyectado al menos ocho veces”.
De las palabras, Alarcón -Premio Alfaguara 2022 por “El Tercer Paraíso”- pasó a la acción. Realizó entrevistas, leyó a Elisabeth Badinter, Mara Viveros Vigoya, Connell y Bourdieu para entender las masculinidades, buscó respuestas. Se sumergió en los archivos existentes: los afectivos, los históricos, los médicos y los periodísticos. Se reunió con la premiada actriz y directora argentina Lorena Vega y le comentó su historia. Después, se subió al escenario. Sí, a las tablas de teatro.
Lo que era un trauma se convirtió en una poderosa investigación sobre no solo sus archivos personales, sino el de tantos otros/otres afectados por la testosterona. El resultado -al menos por ahora- es Testosterona, una obra performática que tendrá su estreno internacional en el Festival Teatro a Mil.
Identidad, miedo, deseo, exilio, teatro, danza, biodrama, universos sonoros. En esta entrevista, Cristian Alarcón entrega, por primera vez, algunas luces de lo que le ha producido someterse a una terapia con testosterona y el poder de mezclar periodismo y teatro.
–¿Cómo surgió Testosterona? ¿Venías trabajando en la obra desde “El Tercer Paraíso”?
–Yo siempre aposté al trabajo colectivo y con este proyecto me encuentro con que el trabajo escénico no existe de otro modo. Es decir de lo más individual de la creación como una novela a lo co-creado con otros. En realidad Lorena Vega (actriz y directora teatral) me insiste para que hagamos esta performance cuando lee un poema que escribí en un libro de Anfibia llamado “Cuerpo”, en el que quince escritoras y escritores hablaban de su relación con el cuerpo y el trauma. Fue entonces, hace unos cuatro años, cuando recuperé por primera vez el recuerdo de los pinchazos. Fue recién después de leer esas historias. Aunque llevaba más de 20 años yendo al diván de una psicoanalista, quizás leer sobre traumas de otros ayudó a que emergiera en mi inconsciente el recuerdo que había quedado suspendido en el aire.
-¿Cómo pasas del recuerdo a la performance?
–Yo le había preguntado algo a mi madre, pero lo negaba. Era esa capacidad infinita que tenemos los seres humanos de sepultar el trauma. Durante los últimos tres años nos pusimos a pensar con Lorena en este proyecto. Fue tramándose una investigación periodística profunda sobre la testosterona como un objeto de estudio, desde lo histórico y lo científico. Al mismo tiempo indagamos juntos en mi historia. El año pasado la invitaron a dirigir una obra en el FIBA (Festival Internacional de Buenos Aires) y ella propuso Testosterona. El recuerdo fue primero poesía, luego lo usé como material para un ensayo sobre el futuro post pandémico, después apareció en un personaje de El tercer paraíso y ahora se convierte en performance. Esa reutilización del material es algo que me abre nuevas fronteras, un modo distinto de continuar con una investigación.
–Pareciera que hay una problematización de la figura del autor: estás planteando una experiencia muy íntima, pero la vuelves a procesar de una manera colectiva.
–A mí me gusta mucho el dispositivo que permite poner en escena esto. En el Laboratorio de Periodismo Performático hacemos este encuentro entre lo real y esa invención humana que somete lo real al arte. Qué pasa ahí, qué ocurre, cómo nos reinventamos. Nos reinventamos a futuro a partir de lo material, de los materiales, de los archivos. En este caso, Testosterona -que se estrena mundialmente el 16 de enero en el Festival Teatro a Mil- es una performance de archivos afectivos.
-¿Cómo trabajaste con los archivos?
–En el diván (se ríe). Es interesante, porque hay una tentación a pasar mucho tiempo investigando. Yo voy a escribir un libro sobre Testosterona, porque todo lo que he encontrado no alcanza con una hora de presentación de performance. Testosterona es una investigación bio-dramática, es la revisión biográfica de un sujeto -da la casualidad que soy yo- que fue ese niño inyectado, fue ese niño que olvidó todo entre los seis y los ocho años, un niño que tiene un enorme agujero. Me encantaría encontrar a los médicos y no pude. Di con mi psicóloga de la época y ella dice que no se acuerda de nada.
-¿Ella no había tomado notas?
–Ella me dijo: “querido, es que yo después de diez años quemo todo en el fondo de mi casa”. Pero quizás hay algo en las historias clínicas, no pude acceder todavía a ellas. En realidad, yo imagino Testosterona como una investigación latinoamericana, porque esto ocurrió en todos los países.
-¿En qué sentido?
-Descubrí, por ejemplo, que las mas atroces experimentaciones con terapias de conversión de la homosexualidad fueron en el campo de concentración de Buchenwaldt. El director de los experimentos fue el médico endocrinólogo danés Carl Peter Vaernet. Vaernet convenció al director de las SS, Heinrich Himmler, de contratarlo para desarrollar experimentos con el objetivo de convertir a presos detenidos por ser homosexuales, en heterosexuales, inyectándoles una cápsula que contenía testosterona en la ingle. Para controlar si hacía efecto, usaba el mismo método que habían inventado otros científicos décadas atrás: inyectar el orín de los pacientes tratados en gallinas a las que, por efecto de la hormona masculina, les debía crecer la cresta.
-¿Y por qué hablas de una “investigación latinoamericana”?
-Porque uno de mis primeros descubrimientos es que Carl Vaernet, al terminar la guerra, fue preso en Dinamarca. Pero fue liberado misteriosamente tras entregar sus investigaciones a laboratorios ingleses y norteamericanos. Desde su país pasó a Suecia, y de allí se embarcó hacia la Argentina, donde fue contratado por el Ministerio de Salud del gobierno de Juan Domingo Perón. Murió en Buenos Aires en 1965 a pocas cuadras de mi casa. Me pregunto si Vaernet continuó con sus experimentos en la Argentina.
–Si a ti te inyectaron en la Patagonia en los años 1970…
–Yo invito a los hombres de más de 50 años a revisar sus biografías y preguntarse si fueron inyectados, porque es impresionante la eficiencia en el silenciamiento de esta práctica. ¿Cómo lograron que yo lo olvidara? ¿Cómo lograron que mis padres y todos los padres de todos los niños inyectados lo callaran, lo silenciaran para siempre? Los padres nos dicen lo mismo a todos, que fuimos inyectados porque éramos niños que no íbamos a tener hijos porque no les bajaban los testículos.
-¿Cómo?
–Hace pocos meses pude al fin convencer a mi madre de que me contara los detalles de mi tratamiento hormonal. Le pregunté cómo me comportaba yo en las sesiones médicas donde me inyectaban; no recuerdo si yo lloraba o no. Me dijo que era “dócil”. Le pregunté por qué, si yo no solía serlo, no lo he sido nunca. Me dijo que la pediatra que me recetó las inyecciones explicó, tocándome, que mis testículos no bajaban y que si no lo hacían jamás podría ser padre, nunca podría tener hijos. Mentía. Mi madre asegura que mis testículos estaban perfectos. El discurso fue el mismo que el de los nazis: un hombre no solo debe servir para la guerra, sino que debe reproducir. La médica fue convincente. En ese mandato, el de la reproducción, hay una señal de cómo pensar de otro modo la deconstrucción masculina.
–¿Cómo era la sustancia que te inyectaban?
-El primer modo que yo tuve para confirmar que había sido testosterona justamente fue el tiempo que pasaba entre una inyección y la otra: si pasaban dos meses era porque era testosterona; si era una vez por semana, era porque era la otra sustancia que es la que sí se le receta a los niños con hipogonadismo.
-¿Hasta dónde pretendes llegar con tu investigación?
–Yo no sé si quiero convertirme en el gurú de la masculinidad como Pacho O’Donnel que ahora habla de la vejez y le va bárbaro, pero veo que hay mucho interés de los hombres por la testosterona. De hecho, me tranquiliza muchísimo que esta no va a ser una obra para la comunidad LGBTIQ+ solamente. Testosterona es una obra para todos y todas porque lo que plantea es universal: cómo hemos sido sometidos a mandatos que nos moldearon el cuerpo, las relaciones, la vida. Cómo esos mandatos sobre lo que está bien o mal en un varón o en una mujer han condicionado nuestro modo de ser y actuar, silenciando nuestra sensibilidad, nuestro poder creativo, nuestra capacidad de amar o recibir amor.
-Todos tenemos un trauma…
-Para mí es ese el aprendizaje: el trabajo con el trauma es un desafío para todos los que hacemos periodismo en los últimos cincuenta años. Estamos en una época compleja que nos sumerge en un desafío enorme en términos de las subjetividad política que podemos construir en un momento como el que vivimos. Esto significa la recreación, diría yo, del trauma a partir de un trauma nuevo colectivo. Ese es el planteo que hace el periodismo performático y ese es el planteo que hacemos con Testosterona.
–¿El arte es terapéutico?
–No tiene porque serlo, no significa que no sea.
-¿Es una cuestión instrumental?
–No, no es instrumental, no recomiendo que ninguno se someta al excesivo trabajo que es hacer una performance para sanarse de nada, hay caminos un poco más sencillos me imagino. Es interesante lo que nos va a pasar en los próximos cuatro años, toda la escena de la salud mental que produjo la pandemia pero que ahora profundiza este mundo con un futuro amenazante. El uso de lo biopolítico, el uso de una sustancia química que no es una droga en términos de la prohibición, sino que es una sustancia médica. El uso de los psicofármacos, el uso de todo aquel dispositivo químico que viene a auxiliarnos en pro de bajarnos los niveles de dolor que nos produce este mundo injusto. Es un término de la década: no vamos a soslayar de ningún modo ese tránsito. Quizás la producción intelectual, la de conocimiento, la de información periodística puede aliarse a la época de un modo más orgánico.
-¿Cómo se te ocurre?
-Como un abanico de posibilidades en la búsqueda de estremecernos internamente, movernos de nuestras comodidades, desafiarnos en términos intelectuales, ya no porque no comprendimos los treinta libros que tengo que leer de masculinidad para escribir el mío, sino simplemente porque logré cambiar de posición, simplemente porque logré mover algo intangible y que me hace distinto en la producción. La pregunta siempre es qué nos llevamos de lo que hacemos.