Proceso constitucional: Expectativas defraudadas
27.12.2023
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27.12.2023
En el balance del rechazo sucesivo a dos propuestas de nueva Constitución para Chile, resulta iluminador analizar las esperanzas con las que el electorado afrontó el inicio de este camino, hace ya cuatro años. En columna para CIPER, un académico e investigador especializado en encuestas y medición del cambio social vuelve sobre las respuestas que ya en 2021 miraban con optimismo que el trabajo en desarrollo superaría la polarización y la falta de participación instaladas, metas aún pendientes: «Sin embargo, no todo está perdido. A pesar de sus deficiencias, el proceso constitucional ha desencadenado una conversación nacional sobre el tipo de sociedad que los chilenos aspiran a construir.»
Chile se destaca como el único país moderno, al menos desde la Revolución Francesa, en haber rechazado en dos ocasiones una propuesta de Constitución redactada por un cuerpo elegido [ELKINS y HUDSON 2019]. Tan excepcional fenómeno en la historia política global refleja los desafíos profundos de nuestro país para crear un marco constitucional impulsado por el consenso, que sea representativo e inclusivo.
El camino reciente del cambio constitucional de Chile se desarrolla en el contexto del llamado estallido social de octubre de 2019, el cual marcó un cambio sísmico en el panorama sociopolítico local. Iniciadas por las protestas estudiantiles contra el aumento del precio del metro, las manifestaciones se convirtieron rápidamente en un llamado nacional a una reforma sistémica. Este periodo de agitación social se convirtió en un clamor contra las profundas desigualdades sociales y una exigencia de cambio estructural, cuya intensidad fraguó un acuerdo político (15 de noviembre de 2019) para reemplazar la Constitución vigente.
Fue un momento de división entre los manifestantes más activos, aquellos que participaron repetidamente en las protestas y buscaban cambios radicales, y la mayoría ciudadana que, aunque simpatizaba con algunos de los objetivos del movimiento, no participaban directamente en las protestas. Esta división, por cierto, también se manifiesta en diferentes puntos de vista sobre cómo abordar los desafíos de Chile, así como también en los niveles de confianza hacia las instituciones y su adhesión a la democracia [COX, GONZÁLEZ y LEFOULON 2023]. En ese marco, el proceso de redacción de una nueva Constitución surgió como una fuente de esperanza para muchos. Un estudio cualitativo que hicimos en LEAS-UAI en mayo de 2021 mostraba una serie de resultados que, tras dos propuestas rechazadas, pueden ser importantes para comprender lo que pasó.
Quienes participaron del estudio, hace poco más de dos años, percibían el proceso, antes de comenzar, como una oportunidad para resetear el discurso político de la nación y abordar las causas profundas del descontento generalizado. Se esperaba que la Convención Constitucional encargada de esta monumental tarea allanara el camino para una nueva era de gobernanza inclusiva y participativa.
Quedaba de manifiesto el anhelo por la unidad, y no como palabra de moda, sino como auténtica aspiración para cerrar las divisiones que habían desgarrado el tejido de la sociedad chilena durante demasiado tiempo. En efecto, los participantes del estudio percibían la creación de una nueva Constitución como una oportunidad para sanar heridas, abordar problemas sociales de larga data y allanar el camino hacia una sociedad más inclusiva y justa. La conciencia colectiva de la nación reconocía entonces la necesidad de diálogo y construcción de consenso, como ingredientes esenciales en la receta para un futuro más brillante.
En contraste, asomaba en el estudio un temor importante de que las divisiones y polarizaciones que se identifican en las élites políticas tradicionales se reprodujeran en el seno de la Convención. Tales divisiones ideológicas estaban detrás de la incapacidad de generar procesos inclusivos, que permitieran el surgimiento de un sentido de unidad nacional. En esta perspectiva, la apelación hacia el reconocimiento del otro más allá de sus posiciones ideológicas y la existencia de un horizonte común («sacar a Chile adelante») eran también presentadas como un antídoto ante el riesgo de polarización identificado en las élites políticas.
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Sabemos que el camino que al fin tomó el proceso constitucional en sus diferentes etapas estuvo lejos de las aspiraciones ciudadanas recién descritas; acaso fueron incluso todo lo contrario a estas. Los datos de diferentes estudios en este período certifican este contraste: posiciones moderadas tras el estallido [LEAS-UAI y Feedback 2022], lejanas a la polarización percibida en las élites. De hecho, en las elecciones presidenciales de 2017, el 55% de la población se ubicaba en el centro del espectro político, pero este número aumentó al 66% en las elecciones de 2021. Esto sugería que los votantes no se estaban volviendo más extremos, sino que convergían hacia el centro.
Sin embargo, mientras que la población parecía gravitar hacia el centro político, las divisiones ideológicas de la élite se hicieron más pronunciadas durante los dos procesos de redacción constitucional (2022 y 2023), a juzgar por las declaraciones y conductas de los convencionales en el primer proceso; y por el lenguaje usado durante la campaña, en el segundo. La percepción pública era que la élite política estaba cada vez más afincada en sus respectivos rincones ideológicos, creando una brecha entre representantes y representados. Parecía ser que los temores, descritos antes de iniciar el proceso, se habían cristalizado durante ambos procesos constitucionales, lo que llevaba a una mayor desconfianza hacia los cuerpos elegidos para redactar la Constitución.
Junto a ello, el voto obligatorio introdujo una nueva dinámica en el proceso constitucional, atrayendo a las urnas a un número significativo de nuevos votantes (3,1 millones de personas, según datos del SERVEL) que no participaron en ninguna elección en 2020 y 2021. Tendían a ser hombres (54%) y más jóvenes (el 38% de ese grupo tiene entre 18 y 34 años). A partir de las encuestas presenciales, podemos caracterizarlos como pertenecientes a grupos socioeconómicos medios-bajos y bajos, residentes de grandes centros urbanos, consumidores de poca información a través de medios tradicionales y casi nada a través de plataformas digitales; que no se identifican en el eje izquierda-derecha ni con partidos, desconfían de las instituciones en general y están más desafectados de la política.
En 2022, de cara al plebiscito del 4 de septiembre, los votantes tanto regulares como nuevos estaban más comprometidos e interesados en el proceso constitucional; particularmente, las personas más jóvenes. En ese caso, la teoría de opinión pública sugiere que las preferencias políticas de los votantes regulares pueden haberse formado a partir de su alineación ideológica con los objetivos del texto, y, por cierto, absorbiendo la polarización que el texto generaba en las élites. Por su parte, los votantes nuevos —más desinformados, desconfiados y desafectados— tendieron a rechazar el texto con más fuerza que los regulares. Sin embargo, para 2023, a medida que la novedad del proceso comenzó a desvanecerse, el interés de las personas disminuyó. La teoría de opinión pública sugiere, en este caso, que en lugar de adentrarse en las complejidades de los asuntos constitucionales, es probable que los nuevos votantes se hayan apoyado en heurísticas cognitivas (atajos mentales) para guiar sus decisiones. Por su parte, con el proceso pasando a un segundo plano, es posible que los votantes regulares se hayan apoyado más en sus afiliaciones políticas existentes, volviendo a posiciones e identidades familiares en lugar de participar activamente en los problemas en juego.
Este cambio de la participación activa a una postura más pasiva se puede atribuir a varios factores, incluida la desilusión con el proceso, la complejidad de los temas en juego y la percepción de polarización de las élites políticas y desconexión entre ellas y la población. Esta tendencia plantea preocupaciones hacia adelante para la participación democrática y política en Chile. La dependencia de heurísticas, aunque es una respuesta natural a escenarios políticos complejos, puede llevar a una toma de decisiones simplificada y una capacidad reducida para involucrarse críticamente en asuntos políticos sustantivos.
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El fracaso del proceso de redacción constitucional, no una sino que dos veces, es un recordatorio contundente de las profundas divisiones de las élites políticas chilenas y de las expectativas insatisfechas que generó este proceso en la ciudadanía. El proceso se concibió como un medio para sanar las heridas del estallido social de 2019 y crear un sistema político más inclusivo, equitativo y representativo. Sin embargo, la creciente distancia entre la población general y las élites políticas, junto con las divisiones al interior de estos grupos, ha obstaculizado este objetivo y, de paso, el riesgo del populismo ha crecido.
Enfrentar el desafío de cerrar la brecha entre diferentes segmentos de la sociedad y abordar las causas profundas del descontento sigue siendo un desafío pendiente para nuestro país. Sin embargo, no todo está perdido. A pesar de sus deficiencias, el proceso constitucional ha desencadenado una conversación nacional sobre el tipo de sociedad que los chilenos aspiran a construir. Ahora, es responsabilidad de las élites políticas abordar la necesidad de un compromiso renovado con el diálogo, la comprensión y la colaboración, que les permita superar su división y trabajar en conjunto por un futuro común como nación, con el enfoque puesto en el bienestar de la ciudadanía.