Con Víctor Jara en la memoria: Cantar el espanto
04.12.2023
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04.12.2023
Ya se encuentra en Chile, extraditado y detenido, el principal inculpado por el asesinato de Víctor Jara. «La justicia tardía no es justicia», advierte el escritor Jorge Montealegre en columna para CIPER sobre un crimen que cumple cincuenta años, «pero es fundamental aclarar la verdad de lo que pasó, especialmente en tiempos de promoción del olvido. Es una derrota para quienes intentan negar la Historia, además de un duro golpe a la impunidad.»
Hace 50 años se escribió un poema en el Estadio Chile. Hace 50 años se asesinó a un poeta en el Estadio Chile. Hace 50 años los militares quemaron ese poema en una sesión de torturas. El 15 de septiembre de 1973, la creación y la destrucción se reunieron en un espacio-momento en torno a una persona mortal e inmortal al mismo tiempo: la vida es eterna en cinco minutos. Se concentró en este que hoy es un sitio de memoria: Estadio Chile, hoy Estadio Víctor Jara. Metáfora, al inicio de la dictadura, de la situación (el Estado-estadio) en que se encontraba el país golpeado por la brutalidad anticomunista. Y es metáfora hoy día de los esfuerzos por alcanzar la justicia, defender la memoria y rechazar el negacionismo.
Al cumplirse 50 años del crimen la justicia tardía dio luces: la Segunda Sala de la Corte Suprema confirmó, por decisión unánime, las sentencias para los exagentes del Estado por el asesinato de Víctor Jara y de Litré Quiroga: seis exmilitares condenados a 15 años por homicidio y a otros 10 por secuestro calificado. En tanto, el principal inculpado, Pedro Barrientos, fue arrestado en octubre del 2023 en Estados Unidos y deportado el pasado 1 de diciembre [foto superior]. Llegó a Chile veinte días después del fallecimiento de Joan Turner, la viuda de Víctor Jara, quien encabezó la reivindicación de verdad y justicia. Los culpables ya están en manos de la justicia chilena. Más de cincuenta años de impunidad. La justicia tardía no es justicia, pero es fundamental aclarar la verdad de lo que pasó, especialmente en tiempos de negacionismo y promoción del olvido. Para la familia, el fallo judicial es una derrota para quienes intentan negar la historia, además de un duro golpe a la impunidad.
Es un triunfo de la verdad más que de la justicia.
LA MALDAD
Aunque ya parezca un lugar común citar la expresión acuñada por Hannah Arendt, el asesinato de Víctor Jara ilustra de una manera espantosamente elocuente «la banalidad del mal». Desde que llegó al estadio que hoy lleva su nombre, en cuanto fue reconocido, el artista indefenso fue blanco de la crueldad impune, del abuso de poder sin contrapeso. Es parte de la memoria del horror, y contarlo despierta un pudor inevitable: es como entrar en una pesadilla; aunque compartirla, sin ánimo de morbo ni sensacionalismo, es necesario.
Víctor Jara sufrió una sucesión de padecimientos. Sus canciones resuenan como dialogando con su propia historia. Un calvario («quieren reconstruir la cruz que arrastrara Cristo») en que el escarnio y el suplicio, la burla y la tortura, configuraron el martirio. Ya con sus manos destrozadas con saña por los culatazos, lo llevaron a un camarín para, supuestamente, interrogarlo («…y mis manos es lo único que tengo / y mis manos son mi amor y mi sustento»). Según el testimonio de un soldado conscripto que fue testigo de la escena, un oficial comenzó a jugar a la «ruleta rusa» con el prisionero desfalleciente. Apoyó su revólver en la sien del artista. Omnipotente y grosero se divierte con el azar más nefasto, hasta que sale el primer tiro. Ante el artista moribundo, en seguida el militar ordenó las ráfagas de fusiles sobre el cuerpo del artista, repartiendo la culpabilidad. Cuarenta y cuatro balazos —¡44!— en el cuerpo de Victor Jara («se fue a la gloria / con el pecho atravesado / las balas de los mandados / mataron al inocente»). Luego, lo lanzaron como basura a la orilla de la línea del tren. Victor Jara no estaba solo («somos cinco mil aquí, / en esta pequeña parte de la ciudad. / Somos cinco mil. / ¿Cuántos somos en total en las ciudades y en todo el país?»).
EL ÍCONO
El prestigio del artista, su conocimiento público y la admiración popular que concitaba, desencadenó el ensañamiento, la maldad con que fue atormentado. Por ello, también, su caso produjo consternación mundial y se ha considerado emblemático. Simbólico de la crueldad de la dictadura, Víctor Jara es un símbolo universal, que alcanzó las estrellas. No obstante, siempre ha estado en el ánimo de su familia considerarlo como una víctima que tiene hermanos de tragedia, con una misma dignidad y necesidad de justicia. Víctor Jara fue detenido —secuestrado— junto a decenas de estudiantes, académicos y funcionarios de la Universidad Técnica del Estado, de la cual el artista era funcionario. Fue una de las 88 personas, entre muertas y desaparecidas, de esa casa de estudios. A cada una de ellas se le honra con un respeto equivalente. Cada víctima simboliza a las otras. Víctor vio en otros su propio martirio: «… uno golpeado como jamás creí / se podría golpear a un ser humano». El miedo estaba en el aire, pero también la fraternidad que aflora en las situaciones límite. La comunidad cautiva compartía la misma esperanza. Hermanos se hicieron todos; hermanos en la desgracia. Los unía el reparto del pan, el cuidado al más débil, la palabra que fortalece, el papel para escribir un mensaje a la familia. O un poema.
EL POEMA
Hace 50 años un poema se escapó de la prisión. Victor Jara estaba escribiéndolo cuando se lo llevaron al camarín de la muerte. Quedó inconcluso. Lanzó al aire la libretita con sus últimos versos para que se salvaran. La libretita volvió a su dueño, el abogado Boris Navia, de la UTE, quien la llevó hasta el Estadio Nacional, donde trasladaron a la mayoría de los detenidos en el Estadio Chile. En el nuevo campo de prisioneros, el más grande y conocido internacionalmente de la dictadura, se abrió la libretita y ahí estaba el poema. Inmediatamente, Navia se percató de que tenía en las manos un tesoro, y acordó con otro detenido, el ex senador Ernesto Araneda, salvarlo. Entre los prisioneros había un compañero zapatero que abrió la suela de un zapato de Boris y la convirtió en un escondrijo para esas dos hojas con el escrito. Antes, habían hecho un par de copias que quedaron en manos de un estudiante y un médico que saldrían en libertad (aunque, finalmente, el primero no salió del Estadio, y fue interrogado salvajemente).
El manuscrito original siguió escondido en el zapato hasta que a Boris Navia lo llevaron al lugar de interrogatorios, el Velódromo. Ahí el poema original fue descubierto, sin que el torturador supiera de qué se trataba. Saltó en la violencia de la tortura, a cuerpo colgado. Según Navia, las hojas fueron quemadas; es decir, no existe el manuscrito original del último poema de Victor Jara. De las dos copias probablemente se hicieron otras, y al menos una de ellas pudo sacarse de forma clandestina y enviada al exterior. La poesía también partía al exilio con un mandato que estaba en el mismo papelito: «¿Y México, Cuba y el mundo? / ¡Que griten esta ignonimia!».
Al copiar las transcripciones, manuscritas y de legibilidad imperfecta, resultaron versiones impresas con el verso «Canto, qué mal me sales / cuando tengo que cantar espanto», y otras con «Canto, qué mal me sabes»; ambas, poéticamente pertinentes. La imperfección en la urgencia y el canto de la amargura. Entre sus interpretaciones, es conmovedora la versión de Isabel Parra, un lamento a capella de quien fuera una gran amiga del mártir, que por primera vez le agregó música al poema que tal vez en su origen era una canción inconclusa.
LA ESPERANZA
Muchas veces la tumba de Víctor Jara ha sido profanada con rayados ofensivos contra la memoria del cantautor. ¿Por qué? Porque el artista no murió en septiembre de 1973 y, como El aparecido, se presenta cuando lo necesitan. En las diversas manifestaciones populares la presencia de Víctor Jara ha sido ineludible: murales, afiches, novela gráfica, en cómic. Aparece, crece, en cada episodio de lucha popular y de manera espontánea.
Más acá del ícono, como una persona común y corriente, valga saber que ese mismo día, 11 de septiembre de 1973, a las 11 de la mañana Víctor Jara tenía hora al médico por un dolor de cuello, una inflamación muscular (fibromiositis cervical, informa la doctora Paz Rojas). Nada más lejos del mito. Así como entregaba un canto heroico o picaresco, también le dolía el cuello y podía estar triste. Las dos informaciones completan a la persona que los testimonios, el arte y la historia han convertido en un personaje admirable; vivo, en la medida que lo seguimos recordando.
La mezcla de épica (la lucha, el heroísmo, el martirio) y cotidianidad nos permite un relato de construcción permanente. Siempre inconcluso en la hermosa tarea de proyectar su esperanza, que es universal y está domiciliada en el estadio que lleva su nombre, un Sitio de Memoria digno, un museo de sitio y un circuito de arte, educación, promoción de los derechos humanos, acorde con la historia colectiva que contiene, compartiendo la convicción de quien murió cantando las verdades verdaderas: «Canto que ha sido valiente / siempre será canción nueva».