Nueva Constitución y familia: no es la casa de todos
30.11.2023
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30.11.2023
En sus alusiones a asuntos tales como educación, objeción de conciencia y definición de familia, la propuesta constitucional no sólo niega la diversidad de la sociedad chilena actual, estima la autora de esta columna para CIPER, sino que también pone en riesgo su propia legitimidad como texto: «Constituciones malogradas hemos tenido en nuestra historia republicana, las que no han visto la luz precisamente por intentar imponer algo parecido a una moralidad nacional única», advierte.
Ciertamente que las constituciones que rigen en cada país no son neutrales, por cuanto instalan un catálogo valórico más o menos profuso. Con todo, y con el ánimo de que sea perecedera y otorgue estabilidad y legitimidad a la sociedad respecto de la cual se instala, se aspira a que su texto tenga la capacidad de recoger el ideario colectivo vigente, so pena de fracasar en su instalación.
Constituciones malogradas hemos tenido en nuestra historia republicana, y no han visto la luz precisamente por intentar imponer algo parecido a una moralidad nacional única. En 1823 un Congreso Constituyente escribió un texto fundamental que ordenaba la creación de «un código moral que detalle los deberes del ciudadano en todas las épocas de su edad y en todos los estados de la vida social, formándole hábitos, ejercicios, deberes, instrucciones públicas, ritualidades y placeres que transformen las leyes en costumbres y las costumbres en virtudes cívicas y morales». Además, le imponía al Senado el deber de llevar «un registro de la moralidad nacional o mérito de los ciudadanos que destacaran, entre otros, en actos heroicos y distinguidos de respeto a la ley, los magistrados, o a los padres; el valor, la singular actividad y desempeño en los cargos militares, y los grandes peligros arrastrados por la defensa de la Patria». Aquella Constitución, conocida como la «Constitución moralista», fue rechazada muy tempranamente por la élite dirigente que la consideró autoritaria y centralista, ahondando en lo engorroso que resultaba su aplicación, especialmente en lo relativo a las calificaciones morales. Fue derogada en enero de 1825 sin haber sido nunca puesta en práctica.
Doscientos años después y en pleno siglo XXI, una nueva propuesta constitucional busca instalar una profusa agenda valórica de una férrea raigambre conservadora y cristiana. Entre sus muchas normas, la propuesta que votaremos el próximo 17 de diciembre consagra a la familia como el núcleo de la sociedad, tal como la Constitución vigente, pero con detalles que llevan la idea incluso más allá. En esta columna muestro, con diferentes citas del texto, cómo se busca que la familia pase a ocupar un lugar primordial en la sociedad chilena; siendo no sólo la institución en la que nacen los hijos, sino también aquella que entregue valores morales y religiosos a cada ciudadano, y que imparta o escoja una educación de libre determinación.
¿Se podría estar en contra de la familia como el espacio en el que se desarrollan las personas? Ciertamente que no. Esta es, de hecho, uno de los valores con los que más se identifica la sociedad chilena, con un 46% de apoyo. Pero ella debe, necesariamente, entenderse en sentido amplio, y no en definiciones acotadas y únicas que por lo demás difieren del panorama social que podemos ver día a día en el país.
(1)
El texto reconoce el valor de los cuidados para el desarrollo de la vida en la familia (mandatando al Estado la promoción de la corresponsabilidad), y explicita el fomento de la conciliación entre vida familiar, laboral y protección de la crianza (artículo 13). Al mencionar el rol al respecto de «padre y madre» hace un claro guiño al ideario católico de familia conformada por un hombre y una mujer, omitiendo los otros muchos tipos de familia que son una realidad innegable hoy en Chile: hogares monoparentales, parejas sin hijos, abuelo/as a cargo de sus nieto/as (y al revés), parejas homosexuales, etc. En nuestro país, hoy solo un 44,7%% de las familias son biparentales y el 75% de la población apoya el matrimonio igualitario [CENTRO UC DE LA FAMILIA 2022].
Entre las consecuencias previsibles de esta —en apariencia, inocua— referencia en la propuesta, estaría la posibilidad de que se solicite la inconstitucionalidad del matrimonio igualitario y la adopción homoparental (que actualmente faculta a personas solteras, divorciadas y viudas postularse para iniciar los trámites de adopción), por no cumplir con los estándares predeterminados por la nueva Carta Fundamental respecto de la concepción de familia que ella misma consagraría. Por lo mismo, en materia de políticas públicas podrían excluirse de ayudas y subsidios a aquellas familias que se alejaran del ideal constitucional.
(2)
Del mismo modo, la propuesta de nueva Constitución cambia profusamente el significado y alcance de la libertad de conciencia. Regula, como es debido, el ejercicio libre del culto a toda confesión religiosa y su posibilidad de erigir templos y dependencias, y además consagra el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión adoptando la religión o las creencias de su elección, a vivir conforme a ellas y a transmitirlas. Pero el texto introduce también «la objeción de conciencia, la que se ejercerá de conformidad a la ley» (art. 16, núm. 13). En lo que respecta a los derechos reproductivos, tal norma dejaría abierta la posibilidad de que en el futuro —mayoría parlamentaria mediante— clínicas, farmacias y centros de salud privados puedan negarse a, por ejemplo, vender anticonceptivos de emergencia por atentar estos contra su conciencia institucional. Cabe señalar que esto último destaca particularmente de las demás prerrogativas de la propuesta constitucional, por su detallada reglamentación, que consta de un enunciado y cuatro numerales.
(3)
Se ha comentado ya bastante cómo la propuesta eleva a una jerarquía constitucional el derecho de los padres a educar a sus hijos o pupilos y a elegir una educación religiosa, espiritual y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones, así como de instituir proyectos educativos de conformidad con sus convicciones morales y religiosas (art. 16, núm. 13, letra a). Aquí cabe preguntarse: ¿por qué tuvo el constituyente que referirse a los proyectos educativos en el acápite referido a la libertad de conciencia y religión? Porque con ello el constituyente está equiparando frontalmente las convicciones religiosas con la educación que las familias decidan entregar a los hijos.
Por su parte el acápite referido al derecho a la educación consagra a las familias el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos (o pupilos), de elegir el tipo de educación y su establecimiento de enseñanza, así como a determinar preferentemente su interés superior, y el deber tanto de ellas como de la comunidad a contribuir al desarrollo y perfeccionamiento de la educación (art. 16, núm. 23). Pero además lo consolida con un muy desarrollado apartado que regula la libertad de enseñanza en los siguientes términos: «… existe para garantizar a las familias, a través de los padres o tutores legales, según sea el caso, el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos o pupilos; de escoger el tipo de educación; y de enseñarles por sí mismos o de elegir para ellos el establecimiento de enseñanza que estimen de acuerdo con sus convicciones morales o religiosas. Asimismo, garantiza a toda persona la elección del establecimiento educacional de su preferencia» (art. 16, núm. 24, letra b). Dichos establecimientos, define además el texto, tendrán plena autonomía y libertad para determinar sus contenidos curriculares conforme a la identidad e integridad de su proyecto, quedando el Estado reducido a la entrega de contenidos mínimos en todos los niveles educativos que en ningún caso podrán superar la mitad de las horas lectivas (a fin de garantizar la autonomía y diversidad educativa) y que no resultarán vinculantes para los establecimientos educacionales (art. 16, núm. 24, letra g).
En relación a esto, ¿se podría estar en contra de la existencia de, por ejemplo, diferentes propuestas educativas? En principio, no. Sin embargo La UNESCO ha señalado que los elevados costos de la educación privada y la escasa regulación de la misma por parte de los Estados trae como consecuencia aumentos en la desigualdad y la exclusión, por cuanto socava la calidad y amplía la brecha educativa entre ricos y pobres. De hecho, es lo que según esa organización sucede actualmente en el sistema educativo chileno, que fomenta la desigualdad y la exclusión debido fundamentalmente a que está orientado a procesos de selección particulares cuya responsabilidad está depositada precisamente en la comunidad y los padres, en desmedro del Estado que debiera ser el garante de este derecho.
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Si desde un punto de vista valórico el texto propuesto busca, entonces, instalar un ideario hegemónico de familia, respecto a la educación y enseñanza consolida un modelo que arriesga persistir en la desigualdad social que lamentablemente caracteriza a nuestro país. Porque, ¿Qué ocurre cuando en una sociedad no reconocemos las diferencias? Se genera una injusticia simbólica cultural.
En el sentido aquí descrito, la propuesta de nueva Constitución construye modelos sociales que niegan las diversidades acogidas en la comunidad, lo cual inevitablemente profundiza las desigualdades de origen; y, de forma aún más preocupante, invisibiliza la legitimidad de algunos por sobre otros.
Un texto constitucional debe promover y fortalecer el desarrollo de los individuos que la conforman, sin importar cuál sea la decisión que quieran tomar respecto de su proyecto de vida (podría formar una familia o no, esa es una decisión que cabe en el fuero interno de cada uno/a) pero además debe ser capaz de robustecer la sociedad y lograr superar las inequidades con el fin de que todos los miembros de la sociedad tengan iguales oportunidades. Para que tenga éxito —es decir, sea legítima y perecedera en el tiempo—, una Constitución debe acogernos a todos. No sólo a algunos, ni mucho menos aspirar a que seamos como unos pocos quieren. Debe aceptar la diversidad y construir, desde ahí, una sociedad de todos y para todos. Aceptar las diferencias significa comprender cómo nos parecemos, cómo somos diferentes y tratar a todo el mundo con el mismo respeto a pesar de las diferencias. Un texto que legitima las desigualdades y excluye las diferencias sólo está destinada al fracaso.