Libros: No es suficiente
27.11.2023
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27.11.2023
Sobre Aguafuerte, de Simón Soto (Planeta, 2023): «La estética del exceso contribuye a delinear el carácter de personajes que tienen poco que perder, y donde la inclusión de elementos góticos y sobrenaturales se abre a consideraciones más amplias sobre un mundo donde el lugar de Dios ha sido reemplazado por la violencia, la crueldad y la ambición.»
La novela Aguafuerte, de Simón Soto (Santiago, 1981), es un ambicioso relato que narra las aventuras de un grupo de soldados que, en medio de la Guerra del Pacífico, persiguen un líquido secreto, sobrenatural, de poderes insospechados (el que le da título a la obra). A pesar de un inicio trepidante y genial, en el que la toma de Pisagua está retratada con una violencia gore de altas dosis de adrenalina, la novela no logra sortear con éxito algunas fallas importantes que la hacen empantanarse en el desarrollo de la trama y volver una y otra vez sobre las mismas fórmulas estéticas. La prosa de Soto, a su vez, cae con frecuencia en un lenguaje pesado («el rostro anguloso, sin expresión e incluso indefinible, construyeron la percepción visual completa que se quedó en sus recuerdos») que no guarda ninguna relación con el carácter ni experiencias de los personajes que debieran articularlo. Aunque hay otros detalles que chirrían en una ficción donde los hechos juegan un papel tan relevante —anacronismos en nombres de calles, poca precisión histórica—, la obra logra asomarse al pasado desde una perspectiva original, en la que la estética del exceso contribuye a delinear el carácter de personajes que tienen poco que perder, y donde la inclusión de elementos góticos y sobrenaturales se abre a consideraciones más amplias sobre un mundo donde el lugar de Dios ha sido reemplazado por la violencia, la crueldad y la ambición.
Aguafuerte está dividida en dos partes. En la primera, seguimos la suerte de Mañungo Romero, un soldado que participa en la batalla de Pisagua, con la que, en noviembre de 1879, el Ejército chileno ingresó a territorio peruano. Luego de una tensa espera en el mar, al dirigirse los batallones a la costa explota una violencia que se mantendrá hasta el final del libro: «Las balas impactaban contra los soldados que intentaban salir de los botes. Un joven soldado saltó al mar. Un proyectil entró en el pecho, otro le reventó el ojo izquierdo. El cuerpo cayó sin vida. […] Rostros, piernas, brazos mutilados. Explosión de dedos, orejas, piel, pelos». La experiencia de la guerra deja poco espacio para el heroísmo, pues ella se dibuja desde una violencia que arrasa con todo a su paso, donde la bestialidad, la fragilidad de la vida humana y el caos son las notas dominantes. Luego de una durísima batalla, los chilenos toman el pueblo y festejan con excesos la victoria sobre sus enemigos. Esa noche, aprovechando la borrachera de sus compañeros de armas, Romero se escapa con el gringo Graham —cuya historia se nos narra en un excurso quizás demasiado largo— tras los pasos inciertos del aguafuerte.
En sucesivos flashbacks de esa primera parte, Romero recuerda su infancia en el campo como hijo de un peón; la muerte de su padre a manos del capataz del fundo y su posterior venganza; la fuga a un Santiago miserable, pero donde es posible encontrar el amor; la muerte de su hijo recién nacido y, luego, de su esposa… Todo logro parece amenazado por la pérdida; a toda satisfacción parece seguirle una maldición. Y es bajo ese signo maldito, en que se cuelan el crimen y la traición, que Romero va a la Araucanía, territorio donde arrecia el conflicto entre los mapuches oriundos del lugar y los inmigrantes europeos a los que el Estado cedió terrenos para explotar. Es allí, viviendo en la comunidad mapuche de Pascual Ñancucheo, donde Mañungo Romero se entera del secreto del aguafuerte, líquido que también debía manar en el desértico norte. Hacia allá escapa el protagonista, y es ahí donde lo encontramos los lectores, en compañía del gringo Graham, en el contexto de la guerra de 1879.
La segunda parte, algo más breve, completa la historia desde la perspectiva de Luis Sanhueza. A este, un soldado que había aparecido brevemente en la batalla de Pisagua de las primeras páginas del libro, lo vemos relatando su historia muchos años después frente a sus contertulios de bar. En primera persona, Sanhueza cuenta la campaña en la que, bajo las órdenes del capitán Ormazábal y junto a Romero, Graham y otros soldados, atravesaron el desierto en busca de quienes habrían asaltado y asesinado a una cuadrilla de militares chilenos. La persecución está, al igual que el resto del libro, relatada desde la voz de un personaje popular: Sanhueza es oriundo del barrio Franklin, cuyos oficios, personajes y prácticas de matarifes son un tópico recurrente en la obra de Soto. Es en estos personajes y escenarios donde radica una de las virtudes de la novela, no solo en su descripción de soldados rasos o campesinos, sino también en el mundo de los bajos fondos, donde el hampa y la violencia se cruzan con los placeres mundanos y el compadreo. Es aquí, en el pueblo, donde se encarna la tragedia de toda existencia, donde la política y la guerra tuercen destinos y deciden el futuro, pero sobre la cual no se tiene ningún control posible.
La misión militar relatada por Sanhueza, sin embargo, no hace desaparecer las verdaderas intenciones de sus compañeros de viaje por el desierto: a Romero, Graham y Espanto —un misterioso y oscuro personaje de creciente protagonismo en la novela— solo les preocupa ir tras el rastro del aguafuerte. Esa persecución secreta abre espacio a la maldición: hacia el final de la historia, la violencia de la guerra y de la traición, intensificada ahora por haber cruzado el umbral de lo intocable, contamina todo y a todos. La suerte, sin embargo, permite a Sanhueza escapar y dar testimonio de su experiencia, tras la cual parece quedar solo un profundo sinsentido. Tal como le dice uno de los personajes con los que se encuentra en su huida por el desierto a Sanhueza:
«Después de la guerra no hay casa, dijo el ciego. La guerra es como un pozo de mierda sin fin, un hoyo que se traga todo. […] La guerra chupa la vida y el deseo de habitar el mundo. El desierto, como ustedes saben o pueden ver ahora, no es parte del mundo. El desierto es el revés del mundo, la parte que no se ve, el lado malo. Nosotros estamos atrapados aquí y sabemos que será inútil escapar. Ya estamos malditos. Ya estamos jodidos».
Esta nueva obra de Simón Soto —cuya novela anterior, Matadero Franklin (2019) fue premiada y reconocida por el público— se arriesga a imaginar alrededor de un episodio histórico donde nuestra narrativa actual no suele asomarse; también se atreve a incluir estéticas gore o episodios fantásticos que, aunque despierten desconfianza en algunos lectores, amplían los repertorios algo gastados de los relatos de la memoria o de cierto realismo comprometido, muy frecuente en la actualidad. Por un lado, sus puntos altos valen la pena en la medida en que se arriesgan a imaginar, de manera desbordante, a partir del cruce entre historia y fantasía. Sin embargo, ya sea por el desequilibrio que ocupa la violencia cruda frente a otros elementos narrativos, o por una prosa que descuida su precisión y cadencia —el adjetivo «sendos» aparece, mal utilizado, una veintena de veces a lo largo del libro—, la obra no alcanza una excelencia que, con una escritura más atenta a esos ripios, podría haber conseguido.