Despacio y soterradamente: el momento político chileno
22.11.2023
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22.11.2023
Un sistema obsoleto que aún no encuentra reemplazo. En ese trance enfrentamos un plebiscito que quizás no sea todo lo decisivo que se augura, reflexiona la siguiente columna de opinión para CIPER: «Es cierto que lo que antes trajo riqueza y hasta bienestar hoy en el mejor de los casos nos tiene estancados y con malestar; simplemente porque se agotó, porque por mucho que todo poder desee el infinito, proyectarse y crecer sin fin, sus posibilidades serán siempre finitas».
El estallido social chileno —que algunos honesta o interesadamente quieren presentar como una causa, un comienzo— evidentemente es solo un hito, por supuesto llamativo, de un largo proceso de decadencia del orden o régimen instaurado por la dictadura en 1980 y normalizado y, más importante, democratizado por la década concertacionista. Digo década, porque ya a fines de los 90, cuando Joaquín Lavín casi derrota a Ricardo Lagos en las elecciones presidenciales de 1999, se hizo evidente el deseo de cambio en la población alguna vez llamada pueblo. De ahí en más vinieron la serie de manifestaciones, marchas y reventones que de algún modo convergieron en el gran estallido de 2019. Entonces, de nuevo, el estallido es un momento más dentro de un proceso de decadencia; lo mismo el fallido proceso constitucional de la Convención y ahora el del Consejo, independientemente del resultado del plebiscito de diciembre (que sean fallidos no implica que no dejen nada). El actual gobierno, de hecho, además de las propias incompetencias, también es absorbido en la decadencia; es más, siendo en buena parte el gobierno de la generación que impugnó el antiguo régimen, le tocó hacerse cargo de las ruinas de este. Su impotencia dice menos del propio gobierno que del trance que atravesamos, lo mismo con el desastre del gobierno anterior.
Es un error identificar el momento del estallido o el reventón, en Chile o dónde sea, con el cambio de régimen. Por más espectacular o escandaloso que sea ese momento, es solo eso: un momento en un largo proceso de cambio. «Lo que la historia nos presenta son lentas transformaciones de regímenes en las que los cruentos sucesos que bautizamos con el nombre de revoluciones desempeñan un papel muy secundario, y de hecho ni siquiera tienen por qué producirse», escribe Simone Weil [imagen superior] en sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social. Es decir, el antiguo régimen aristócrata no calló con la revolución francesa de 1789, tampoco el colonialismo inglés en Norteamérica con la revolución que comenzó en 1765. Según Weil, en realidad nunca hay una ruptura de la continuidad, ni siquiera cuando ha habido una lucha cruenta que, dice, solo consagra lo que de hecho ya había ocurrido; a saber, que las antiguas fuerzas y formas sociales que sostienen la vida común ya habían sido sustituidas paulatinamente por otras. O, en todo caso, ya habían dejado de tener fuerza.
Si lo que dice Weil es cierto, entonces hay que tener cuidado de encandilarse con el estallido, y sacar conclusiones de su éxito o fracaso. Además, ¿cómo podría fracasar o ser exitoso un estallido?; ¿es este acaso una propuesta, una política pública, un programa?
Esto de que la decadencia sigue o que estamos en medio de un largo proceso de transformación que podría ser una fuente de esperanza para las fuerzas de cambio, incluso en medio de la reacción de las fuerzas conservadoras, en realidad no permite vislumbrar nada más que el derrumbe. Quiero decir, que un orden decaiga, incluso que ya esté muerto, arruinado, no implica que haya nacido o haya sido reemplazado por uno nuevo (y menos implica que esa supuesta novedad sea del agrado de quienes anhelan el fin de régimen conocido). Es cierto que lo que antes trajo riqueza y hasta bienestar hoy en el mejor de los casos nos tiene estancados y con malestar; simplemente porque se agotó, porque por mucho que todo poder desee el infinito, proyectarse y crecer sin fin, sus posibilidades serán siempre finitas. Es cierto que en Chile el elástico se cortó, sí; que mataron a la gallina de los huevos de oro, sí; y que ahora quieren pegar el elástico con chicle y revivir a la gallina, sí; y que eso, por supuesto no es posible, sí. Todo eso es cierto, tanto como que hoy no parece haber nadie que no esté dando vueltas en círculo, quizás como pollo descabezado, en busca de una respuesta, no solo los restauradores. «No hay ninguna razón para que semejante búsqueda no resulte inútil —advierte Weil—, y en ese caso el régimen se desmorona sin remedio por falta de recursos para subsistir y cede su lugar, no a otro régimen mejor organizado, sino a un desorden, una miseria y una vida primitiva que duran hasta que una causa cualquiera origina nuevas relaciones de fuerzas».
La realidad no da para seguir creyendo en destinos manifiestos o progresismos por obra y gracia de las leyes de la historia. Podríamos seguir aceptando que las contradicciones que todo orden lleva en sí acabarán con él, incluso el orden capitalista. Pero no en que un nuevo y mejor orden tomará su lugar. El mundo cambia, claro, y los seres humanos actuamos en él, pero nunca en el sentido de algún relato filosófico-histórico. Nunca hay que ilusionarse con la historia (tampoco desilusionarse, supongo).
Esto último, que podría ser una fuente de desesperanza para todos, no tiene por qué serlo si presumimos que en medio de toda la refriega, de los fracasos, van o pueden ir quedando cosas, palabras, contingencias, recursos de los que podría surgir algún nuevo desarrollo. Si es así, solo queda seguir bregando o quizás esperando, y, por qué no, buscando en medio de las ruinas o sentados en ellas. A ver si, como dice Weil, «surgen nuevas formas de vida social y un cambio de régimen se prepara despacio y como soterradamente».
Soterradamente, porque, como ya se dijo al comienzo, la transformación, sea cual sea, en cualquier sentido, ya está incubada en el régimen que decae. Mientras, la reacción puede ser dura y la opresión mayor. Y eso —que por supuesto es fuente de congoja— también es síntoma de algo que muere. Que todo muere es la fuente de toda esperanza (y desesperanza). De modo que restauración no habrá, nunca la hay, no es posible (ni siquiera el gatopardismo es restauración, sino acomodo a lo nuevo). El asunto que nos inquieta es qué será lo nuevo, qué fue lo que se incubó en Chile en los últimos veinte años, y qué quedará de lo viejo (qué se renovará). Una cuestión que, por supuesto, es imposible saber, y que el 17 de diciembre no se despejará.