LA PERIODISTA COMPARTE EL TEXTO QUE LEYÓ EN 2008 EN LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE LA VIUDA DE VÍCTOR JARA
Mónica González: «¡Qué envidia, Joan! Qué gran amante tuviste, qué gran amor viviste»
16.11.2023
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LA PERIODISTA COMPARTE EL TEXTO QUE LEYÓ EN 2008 EN LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE LA VIUDA DE VÍCTOR JARA
16.11.2023
En 2008, la Premio Nacional de Periodismo participó en la presentación del libro “Víctor, un canto inconcluso”, que escribió Joan Jara, viuda del cantautor asesinado en dictadura. Tras el reciente fallecimiento de la bailarina, Mónica González comparte el texto que leyó en esa ocasión, donde revisitó pasajes de sus recuerdos con la pareja, de los horrores de la época y de momentos íntimos de los Jara que el libro retrata.
Tenía los ojos abiertos y parecía mirar al frente con intensidad y desafiante, a pesar de una herida en la cabeza y terribles moretones en la mejilla. Tenía el pecho acribillado y una herida abierta en el abdomen; las manos parecían colgarle de los brazos en extraño ángulo, como si tuviera rotas las muñecas; pero era Víctor, mi marido, mi amor. En ese momento también murió una parte de mí”.
Tengo grabada en mi memoria la primera vez que vi de cerca y escuché cantar a Víctor Jara. No recuerdo con precisión sí fue en 1965 o 1966. Sí sé que era invierno. Entonces, yo era una joven estudiante secundaria, militaba en las Juventudes Comunistas y una tarde de frío y sopaipillas decidimos organizar en la sede de la JJ.CC., en Avenida Matta con calle Carmen, una peña.
Aclaremos que no era la moda. Lo que se usaba era cantar y pensar en inglés. Los Beatles inundaban cada rincón de nuestra agitada vida juvenil. Pero nosotros estoicamente resistíamos. No solo por ideología. Tampoco éramos tontos graves. Bueno, algunos, algunas, sí… Lo esencial es que nos sentíamos parte de una enorme ola que se venía gestando por miles de manos y voces desde mucho tiempo atrás y que buscaba el cauce para utilizar esa fuerza en cambiar el rostro de la miseria en Chile con ritmo, olores y palabras de nuestra propia identidad.
Tengo grabada esa peña por muchos motivos. Está la figura de Checho Weibel dándonos el vamos. Y junto a él, otros rostros -que desaparecieron como Checho en medio de atroces torturas años más tarde- con los que salí a buscar una reja vieja, pedazos de tela y otras especies para la escenografía. Cantaron muchos esa noche, pero me quedé con dos voces: Víctor Jara y Roberto Parada.
A Víctor lo conocíamos como un promisorio director de teatro. La cultura pujante de la época recordaría el montaje de «El círculo de tiza caucasiano» de Bertolt Brecht, donde trabajó junto al gran Atahualpa del Cioppo. Cuando subió al escenario y abrió su boca en una sonrisa ancha y luego cantó, impuso el silencio. Nos cautivó a todos. No había estridencia ni en su canto ni en sus palabras ni en su movimiento. Transmitía una serenidad que envolvía y una convicción -nacida yo no sabía entonces de dónde- de que había una fuerza profunda que nos impulsaba a trabajar por un mundo distinto.
Pero lo que verdaderamente me impactó es que, a diferencia de otros cantos de protesta de la época, con perdón de sus protagonistas, Víctor transmitía alegría, optimismo. Con sus canciones nos invitaba a sumarnos a un río bullente de vida y no a una trinchera repleta de mártires y héroes anónimos de millones de sueños aplastados.
También me impresionaron las palabras con las que describía la pobreza. No desde la caricatura amarga y estereotipada y menos de la postal de huasos y chinas coloridas. Había verdad. Una que yo bien conocía como hija de un obrero ferroviario y líder sindical. No es bueno tener hambre. Pero se aprende a controlar. Uno no se somete a ella, sino que brega para saciarla y disfrutar ese momento después del trabajo.
Aprieto firme mi mano/ Y hundo el arado en la tierra/ Hace años que llevo en ella/ Como no estar agotado/ Vuelan mariposas, cantan grillos/ La piel se me pone negra/ Y el sol brilla, brilla y brilla / El sudor me hace surcos/ Yo hago surcos a la tierra sin parar/ (“El arado”).
“Voy a hacer un cigarrito” sería para los jóvenes de mi época un himno de alegría y que invitaba al amor. Un himno al que se agregarían muchos otros más tarde -como “Te recuerdo Amanda”- y que representan para mi generación horas de imborrables alegrías compartidas.
Al volver a releer el libro de Joan, su relato me obligó a sumergirme en esos días. Y recordé no sólo esas horas intensas y de una felicidad que creo jamás volveré a vivir, sino también centenares de episodios y rostros que fueron esculpiendo a la mujer que soy ahora.
Este libro nos entrega las claves para entender cómo y por qué Víctor compuso, cantó, actuó, bailó y dirigió obras de teatro de la forma en que lo hizo. Y también de cómo amó no a un pueblo abstracto, no adorando la palabra revolución, sino a los hombres y mujeres de carne y hueso que se cruzaban en su camino y sobretodo, a los que él mismo iba a buscar para escucharlos, entender.
El relato vital que nos regala Joan nos permite revivir a Víctor niño jugando y trabajando en el campo cerca de Lonquén. No supo que aquella localidad se convertiría en un símbolo del horror cuando en 1979 tuvimos la convicción de que los primeros cuerpos hallados de nuestros desaparecidos habían sido arrojados vivos a una minal de cal. Los mismos cuerpos que, una vez rescatados de la mina por la búsqueda incesante de tantos, y cuando los esperábamos en una iglesia para darles sepultura como dictan los ancestros, agentes de seguridad los volvieron a arrebatar de los brazos de sus seres queridos para arrojarlos a una fosa común. En esa iglesia, cuando ninguno de nosotros podía creer que existía tanta perversión en Chile, se escuchó tímidamente primero y potente después “Plegaría a un labrador”. Pocos sabían que era el canto apropiado hecho por un auténtico campesino en homenaje a los suyos.
Pocos sabían que su canto tenía mucho sentido en esa iglesia, pues Víctor Jara había sido católico, miembro de la Acción Católica y seminarista.
El 11 de septiembre de 1973 salió a las calles la última revista Ramona. Y en ese ejemplar está la entrevista en donde explica su opción: “Estuve dos años en el Seminario de San Bernardo. Sí, quería ser sacerdote. Fue algo muy serio. Ahora, mirando hacia atrás, pienso que fue la soledad, el desencuentro con un mundo que de repente me pareció vacío”. ¿Había muerto tu madre?, pregunta el periodista. “Sí, y ello significó la disolución de la familia. Yo me refugié prácticamente ahí buscando otros valores, otros afectos, tal vez algo que llenara ese vacío. Fueron dos años de mucho estudio, de mucha concentración. Ahí fue donde aprendí música…, había un coro, y por supuesto yo cantaba ahí… Antes, solamente había escuchado a mi mamá y a mi papá… Mi mamá tocaba la guitarra y cantaba mucho. Así que ahí en el Seminario empecé a cantar… Claro que a los dos años me di cuenta que la decisión era muy seria y que yo no debía seguir…, que no tenía real vocación para sacerdote y que estaba ahí motivado por muchas otras cosas”.
Víctor pasó del Seminario al Regimiento. Él mismo lo explica: “Tuve que hacer el servicio militar… Imagínate, pasaba del convento al regimiento. ¿Te das cuenta? Después de dos años fuera del mundo, caes al Servicio Militar… Al comienzo me sentía re mal… Al primer día del servicio, todos en pelotita a bañarse… Puchas, yo venía de un lugar donde el cuerpo era algo así como pecado, entonces te puedes dar cuenta lo brusco del cambio… Claro que no me costó mucho ponerme en la onda de mis compañeros. Por todo eso es que siento mucho respeto por quienes tienen un sentimiento, una fe, cualquiera que ella sea”.
Casi siete años después de sus palabras, en ese día imborrable en que esperábamos en la iglesia los cuerpos de los nuestros asesinados en Lonquén, hubo una persona que sí supo que “Plegaria a un Labrador” era el mejor canto de homenaje: Monseñor Fernando Alvear.
Los restos no llegaron. Y su canto, como tantas veces durante la dictadura, sirvió para mitigar la ira e impedir que ese día otros jóvenes engrosaran la lista de los muertos.
Como no sumergirse en una vorágine de emociones cuando Joan hace un alto en la efervescencia que se vivía en 1969 y nos relata cómo vivió ella la convocatoria y el desarrollo del Primer Festival de la Nueva Canción Chilena, iniciativa de Ricardo García, tomada en sus manos por la vicerrectora de comunicaciones de la Universidad Católica cuyo rector era Fernando Castillo Velasco. Joan vio el fervor de una multitud de estudiantes, obreros y empleados, todos mezclados con la estremecedora canción creada especialmente para la ocasión por Víctor: “Plegaria a un labrador”. El Mercurio la calificó de explosiva.
Y el escenario donde todo ello ocurrió, el Estadio Chile, el mismo recinto que Víctor Jara conoció como un estadio para match de box cuando llegó de Lonquén a la población Los Nogales, el mismo sitio al que él sería llevado por los militares que traicionaron su honor al día siguiente del golpe. Los gritos y cantos de una juventud pletórica de alegría y sueños que sentía por fin encausar su fuerza de construcción hacia un horizonte distinto, eran aplastados por los signos de muerte.
Imaginamos las horas de Víctor en el Estadio Chile. Joan las reconstruye como una hormiga. Sin ánimo de venganza. Para el registro histórico de los que hoy estamos con vida y sobretodo para los jóvenes. Porque Víctor nunca le rindió tributo ni a la violencia ni a la muerte.
Por eso nuevamente la emoción cuando Joan nos narra cómo vivieron ese día 9 de marzo de 1969, cuando 91 familias campesinas y sin casa ocuparon los terrenos baldíos de la familia Irigoin -a tres kilómetros de Puerto Montt-, para levantar sus miserables mediaguas. Las bombas lacrimógenas, las balas y luego recoger 60 heridos y siete muertos. Y esa pequeña guagua que murió asfixiada por los gases…
Cierro los ojos y recuerdo cómo lo vivimos con mi grupo, los jóvenes. Era una pesadilla. No podía estar pasando eso en nuestro país. Eso ocurría en Argentina con Onganía, en Paraguay con Stroessner, en Brasil, pero no en Chile. De allí la multitud que salió más tarde a la calle. Una ola que se desplegó por la avenida Bulnes y de la que muchos que estamos aquí formamos parte. Y nuevamente Víctor impuso el silencio. Muchos no pudimos contener el llanto cuando sonaron los acordes de “Preguntas por Puerto Montt”, compuesta por Víctor horas después de ocurrida la masacre.
Cómo no recordar hoy que fue precisamente el asesinato del que fuera ministro del Interior para la masacre de Puerto Irigoin, Edmundo Pérez Zujovic, el que trazó en 1971 la línea definitiva de separación entre la izquierda y la Democracia Cristiana, haciendo más viable el golpe que a esas mismas se fraguaba en Washington, Valparaíso y Santiago. No sabíamos entonces que fue precisamente Pérez Zujovic el autor del voto político derrotado en el Congreso de la DC, de incorporarse al gobierno de la Unidad Popular. Es muy probable que por eso ese crimen nunca fuera bien aclarado. Sus autores son miembros de la VOP dijeron. Y todos creímos. Hace pocos días, en boca de un alto mando de la CIA de los años 70, nos hemos enterado con estupor que el asesinato del máximo líder de la DC italiana, Aldo Moro, perpetrado por las Brigadas Rojas, fue digitado por la CIA para impedir que se concretara el compromiso histórico entre la DC y el Partido Comunista italianos, propiciado por Moro.
Hay tantos vacíos aún por llenar en este dramático puzzle de la historia reciente…
Años intensos y de extremos. De días con muy pocas horas y también de pesadillas. Gracias Joan por regalarnos la trastienda de esa vivencia de Víctor reaccionando de inmediato a lo que ocurría, llevando el pulso de los días, dándole color y ritmo a nuestro andar y a nuestros sueños; y en las noches, las terribles pesadillas.
Lo envolvente, lo realmente extraordinario de ese mundo mágico que surgía de la música nuestra es que, a diferencia de ahora, en esa cantera estaban todos: Inti-Illimani, Quilapayún, Los Blops, Los Parra, Patricio Manns… No había competencias ni cuchilladas. Las peleas eran por crear más y mejor, por sacar el mejor tono, la mejor palabra para darle alimento del otro pan a los que trabajaban a esas horas por derrotar la miseria.
Víctor explicó el porqué de esa cantera inagotable y solidaria en 1970: “Los artistas sentimos que éramos seres humanos y que juntos podíamos trabajar mucho por lo que antes eran deseos y que ahora se convertía en una fuerza de acción”.
Ahí se entiende que en su canto estuviera siempre presente la búsqueda de raíces propias y por sobre todo “El derecho a vivir en paz”, el título de su recopilación de 1970 cuando vimos que se abría un camino que nunca imaginamos posible con Salvador Allende.
Víctor, como él mismo lo dijo, no cantaba solo por cantar ni por tener buena voz. Siempre buscó un sentido a lo que hacía. “Una verdadera cultura popular necesita tiempo para madurar, no es posible inventarla repentinamente”, dijo en una entrevista que nos recuerda Joan. De allí su obsesión por darle al pueblo los medios para expresarse y luego escucharlo con respeto. Por ello partió una y otra vez con su grabadora a recorrer la población Herminda de la Victoria –pocos se recuerdan que se llama así por el nombre de la guagua que murió el día de la toma- y la población Los Nogales, donde vivió cuando niño. Por eso también recorrió la zona de Ranquil y Lonquimay, tierras de muchas batallas y donde murieron en otras épocas campesinos luchando por sus derechos.
Joan no elude ningún tema. A medida que van transcurriendo los días de la Unidad Popular sus imágenes y relatos nos van mostrando cómo recibe ella y su marido, y también sus hijos, el impacto de la agresión en las calles y, sobre todo, la de los medios de comunicación. Y sus imágenes nos van impregnando del anuncio de lo que viene. Se siente casi el frío ante la evidencia de cómo se mueven las fuerzas que preparan el fin de la gran e inédita fiesta popular.
Así, Joan nos cuenta cómo vivieron la denuncia que acaparó titulares de varios días de los diarios, radios y TV con la detención de Víctor Jara en una fiesta de homosexuales acompañados de niños. Fue el intento más brutal de asesinar su imagen entre los suyos, entre los que lo amaban, admiraban y le creían. Fue el anuncio de lo que vendría mas tarde cuando esos mismos medios difundieron que los detenidos desaparecidos era una mentira inventada por Moscú, que los mismos que en Chile se denunciaba habían sido asesinados y desaparecidos, estaban en el extranjero disfrutando de la vida o se habían escapado con sus amantes dejando a sus mujeres e hijos en la indigencia. Los meses previos a ese titular, echaron a circular el rumor de que Víctor era homosexual, que lo habían visto recogiendo niños en la noche. Las técnicas del asesinato de imagen proliferaron en esos días.
Las dificultades de la vida cotidiana también están relatadas en estas páginas. Y el regalo que nos hace Joan es introducirnos en su intimidad y contarnos sus disputas. Como las de la mañana, con un Víctor dormido y malhumorado y Joan despierta desde el alba y ávida por salir en la Citroneta para no llegar atrasada a su trabajo. O la imagen de ese mismo Víctor levantándose temprano el sábado para ir al Mercado Central o a La Vega. El malhumor desaparecía para dar paso al entusiasmo. A Víctor le gustaba comer. Iba al encuentro de manjares para compartir en su mesa. Pero su mayor alegría era reencontrar el sabor y el ambiente que él mismo conoció cuando acompañaba a su madre a darles desayuno a los trabajadores al alba.
Amanda, la madre que todos hubiésemos querido tener. La que no baja los brazos ni con un marido borracho que la golpea y menos con la pobreza. Tampoco cuando su hija mayor se quema entera con una olla hirviendo que le cae encima cuando cumplía sus tareas en el hogar. Amanda, la mujer que sabía leer y escribir, la que hacía quesillo con la leche y siempre tenía algo para alimentar a sus cachorros. La que con su voz mitigó las penas en muchos funerales de niños. Por eso Víctor no destilaba amargura. Le gustaba comer, bailar, cantar y hacer regalos. Era hijo de Amanda, la mujer que cayó de un infarto en medio del trabajo cuando Víctor tenía solo 15 años.
Me quedo con la imagen de Víctor en su casa, haciendo el árbol de Navidad en la última pascua antes del golpe. El momento en que le dice a Joan “Mamita, quiero saber donde estaremos la próxima Navidad”.
Víctor cultivaba el amor. No en abstracto, sino el real, el que significa hacer esfuerzos, regarlo, alimentarlo. Joan nos habla: “La palma de las manos de Víctor es ancha, casi cuadrada. Sus dedos son largos y ágiles, y él sabe juntarlos curvándolos, como las bailarinas hindúes. Sus manos son callosas, pero flexibles y expresivas; las uñas cortas y redondeadas, muy frágiles; el tacto leve y delicado, pero cálido y firme; con él Víctor puede expresar el amor y la ternura. Su tacto me enseñó a derribar mis alambradas, a relajarme, a ser feliz siendo yo misma, porque él me ama y me necesita con todos mis defectos”.
¡Qué envidia, Joan! Que gran amante tuviste, qué gran amor viviste.
Me quedo con Víctor Jara cambiando un verso de uno de sus poetas preferidos, Miguel Hernández, al ponerle música a “Vientos del pueblo”. Decía hasta que la muerte me lleve y él la cantó mientras el alma me suena… Mientras el alma me suena. Premonitorio. Porque su alma sigue sonando.
Joan le da sentido a su último “Manifiesto”. Solo gracias a su relato entendemos el porqué de esa primera declaración “Yo no canto sólo por cantar”.
Nos hace falta Víctor. A muchos. Y por distintos motivos. Cuando al gran músico Luis Le-Bert, del grupo Santiago del Nuevo Extremo, le preguntaron “¿dónde está el colectivo soñando para que vuelvan los Víctor multiplicados?», él respondió: “Ahora estoy pensando en Víctor. Pero no pienso en su inmensa guitarra ni en su quehacer de textos grandiosos. No, ahora pienso en que no existe ningún artista en mi corazón que no represente a un colectivo. Ninguno. ¿Dónde está el colectivo soñando para que vuelvan los Víctor multiplicados? Existe, está en el patio de tu familia, en la esquina con los que quieres, en la cocina de tu abuela y en los ojos de tus amigos; porque el capitalismo feroz podrá decirnos todos los días que de esto se trata: andar solos, pero los hombres como esperanzados volvemos a intentarlo generación tras generación. Eso tiene música. No me hace falta sólo el Víctor, me hace falta lo que vio. Eso es lo que hay, una ciudad que no nos encuentra y una esperanza cierta en los ojos del amor que el capitalismo nunca podrá destruir”.
Volvamos a Joan. Ella no sólo nos entrega un relato de una época, también reconstruye las últimas horas de Víctor. Dejémosla que ella hable: “Me llevó meses e incluso años ir atando cabos hasta reconstruir parte de lo que le ocurrió a Víctor durante la semana en que para mí estuvo ‘desaparecido’. Muchas personas ni siquiera podían expresar lo que habían vivido, tenían miedo de prestar testimonio, no soportaban los recuerdos. Sometida a presiones y sufrimientos tan espantosos, la gente perdió el sentido del tiempo e incluso del día de la semana en que se produjeron los hechos. Pero gradualmente, recogiendo el testimonio de refugiados chilenos en el exilio que compartieron vicisitudes con Víctor y estuvieron con él en determinados momentos, he logrado reconstruir más o menos lo que soportó mientras yo lo esperaba en casa”. Sus palabras nos obligan a recordar la pesadilla: cuando nosotros también perdimos el sentido de las horas y el tiempo al quedar sin techo, sin piso y sin muros ni calor, a la intemperie.
Sigue narrando Joan: “El estadio de boxeo se encuentra a pocos metros de la principal línea ferroviaria del sur que, al salir de Santiago, atraviesa el barrio obrero de San Miguel, siguiendo la tapia que limita con el Cementerio Metropolitano. Fue allí donde a primeras horas de la mañana del domingo 16 de septiembre, los habitantes de la población encontraron seis cadáveres que yacían en ordenada fila. Todos presentaban espantosas heridas y habían sido baleados con metralletas. Observaron los rostros intentando reconocer los cadáveres y súbitamente una de las mujeres exclamó: ‘¡Éste es Víctor Jara!’ Era un rostro conocido y querido por ellos. Una de las mujeres incluso había tratado personalmente a Víctor… Mientras se preguntaban qué podían hacer, apareció una furgoneta. Temerosa, la gente de la población se ocultó tras un muro, pero vio cómo un grupo de hombres de civil arrastraban los cadáveres tirando de los pies y los arrojaban al interior de la furgoneta. Desde allí el cuerpo de Víctor debió ser trasladado al depósito municipal como cadáver anónimo, listo para desaparecer en una fosa común. Pero también fue reconocido por una de las personas que trabajaban allí”.
El momento en que Joan finalmente pudo encontrar su cuerpo también está en estas páginas: “En mitad de la larga fila de cadáveres descubrí a Víctor. ¿Qué te han hecho para consumirte así en una semana? Tenía los ojos abiertos y parecía mirar al frente con intensidad y desafiante, a pesar de una herida en la cabeza y terribles moratones en la mejilla. Tenía el pecho acribillado y una herida abierta en el abdomen; las manos parecían colgarle de los brazos en extraño ángulo, como si tuviera rotas las muñecas; pero era Víctor, mi marido, mi amor. En ese momento también murió una parte de mí”.
Y la historia increíble de la búsqueda de Joan para reconstruir su último verso escrito en medio del infierno: ¡Qué espanto causa el rostro del fascismo! / ¡Canto qué mal me sales/ Cuando tengo que cantar espanto!/ Espanto como el que vivo/ Como el que muero, espanto.
El 27 de marzo de 1974, un comunicado del Ministerio de Relaciones Exteriores con el que se responde a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la O.E.A., entregó la mentira oficial sobre la muerte de Víctor Jara: “Víctor Jara: Fallecido. Murió por acción de francotiradores que, reitero, disparaban indiscriminadamente contra las Fuerzas Armadas como en contra de la población civil”.
Según el informe de su autopsia, Víctor Jara “murió a consecuencia de heridas múltiples de bala, las que suman 44 orificios de entrada de proyectil con 32 de salida”.
“Hemos tardado 31 años en conocer la verdad, ¿se da cuenta?”, le dijo Joan al periodista Abel Gilbert en 2004 cuando intempestivamente el juez Juan Carlos Urrutia le puso rostro, nombre y apellido al hombre que asesinó a su amado. El teniente coronel Mario Manríquez Bravo fue el dueño del Estadio Nacional cuando este cambió la gran fiesta popular del fútbol por los gemidos y el terror de miles de prisioneros. En esa enorme prisión a cielo abierto vivió Víctor Jara sus últimas horas.
La investigación del juez Manríquez no sólo entregó un nombre. Joan pudo completar el cuadro del horror: “A Víctor lo mataron en el mismo Estadio Chile, en uno de sus subterráneos. Y su cuerpo, junto al de otras víctimas, fue primero dejado en la entrada del estadio para que los prisioneros lo vieran. También se comprobó que murió el 15 de septiembre y no el 14”, precisa Joan.
“Se ha abierto una ventana después de mucho tiempo, ahora hay que seguir avanzando en la investigación y ver qué pasa; la justicia es tan lenta en este país… El próximo paso debe ser identificar al militar que torturó a Víctor”, dijo en esos momentos Joan Turner.
Cuando Joan dice lo que falta ella ya ha hecho un largo camino. Con este libro, editado hace 25 años, ella recorrió decenas de capitales no para hacerse famosa sino para que muchos hombres y mujeres del mundo conocieran la historia de Víctor y aunque ella no lo asume, un pedazo, quizás el más desgarrador, de la historia de nuestro país. Es un relato sin estridencia, al igual que el canto de Víctor.
Joan ha permitido junto a otros que la cadena no se rompa. Ha sido un macizo eslabón de la cadena en la que tantos y tantos han trabajado para que no se rompa nunca.
“Siempre me dicen que soy una mujer fuerte, pero sólo tengo la apariencia de una mujer fuerte. Soy fuerte porque tengo mucha gente que coopera y yo estoy en el medio. Soy obstinada”, dijo Joan hace algún tiempo.
Su trabajo de hormiga y su obstinación la llevaron en el año 2000 a presentar una querella contra Augusto Pinochet, apenas éste regresó de Londres. Ese es el juicio que tuvo en su momento el juez Urrutia y que hoy está en manos del ministro en visita Juan Eduardo Fuentes Belmar. El único implicado es el oficial de Ejército en retiro, Mario Manríquez Bravo, quien fue procesado el 6 de diciembre de 2004. Ese proceso muy pronto será cerrado. Pero la investigación arrojó que Manríquez no era el autor de la muerte de Víctor Jara. Cuando próximamente el ministro Fuentes decrete el cierre del sumario, “El Príncipe”, el hombre más temido por los prisioneros del Estadio Chile, el hombre que se ensañó con Víctor en su mayor momento de vulnerabilidad y fortaleza, seguirá protegido por un manto de impunidad.
Esa es la mayor deuda que tenemos todos nosotros con Víctor Jara y con Joan. Hay que seguir. Se lo debemos a Víctor y a Joan que sin querer queriendo se ha transformado en una chilena, ha reconstruido una parte de nuestra historia y nos la regala. Ella es un eslabón en esta cadena histórica a la que pertenecemos. Por eso hoy me pongo de pie para pedir que todos juntos le rindamos homenaje.