La guerra en Gaza y el debate sobre el fascismo en Israel
02.11.2023
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
02.11.2023
La denuncia sobre la vocación totalitaria y violenta del gobierno de Benjamin Netanyahu se refuerza en estos días frente al ataque a innumerables civiles en Gaza, pero viene precedido por escritos y advertencias previas, como parte persistente del extenso conflicto en Medio Oriente, según enumera el autor de esta columna.
La siguiente columna es una traducción de Andres Cabrera para un texto originalmente publicado en inglés en la web de la editorial Verso Books. La reproducimos en CIPER con la debida autorización.
Con luz verde por parte de los gobiernos occidentales y descrita por innumerables expertos en derechos humanos como una clara «intención genocida», la represalia del Estado de Israel contra la operación «Inundación de Al-Aqsa» de Hamas efectuada el pasado 7 de octubre también ha suscitado debates sobre el fascismo en múltiples sectores. En una declaración colectiva, el Sindicato de Profesores y Empleados de la Universidad de Birzeit, Palestina, ha hablado de «fascismo colonial» y de un «pornográfico llamado a la muerte de árabes por parte de los colonos políticos sionistas de todos los frentes políticos». En su propia declaración, el Partido Comunista de Israel (Maki) y la coalición de izquierda Hadash «asigna toda la responsabilidad al gobierno de extrema derecha fascista por la aguda y peligrosa escalada»; mientras tanto, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, describió el ataque contra Gaza como el «primer experimento para considerarnos a todos y todas desechables’ en un «1933 global», marcado por la catástrofe climática y el atrincheramiento capitalista. Incluso citar estas líneas probablemente infringe la definición de antisemitismo de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto [IHRA], que ha servido como un importante instrumento en los esfuerzos por limitar el activismo pacífico de la solidaridad internacional contra el apartheid israelí, especialmente bajo la forma del movimiento de Boicot, Desinversión y Sanciones (DBS).
Empero, el reconocimiento de un incipiente fascismo en el último gobierno de Netanyahu e incluso en la sociedad israelí en general parece, si no la corriente dominante, sí ciertamente prominente en el discurso público del propio Israel, sobre todo a raíz de las protestas contra las recientes reformas judiciales destinadas a destripar la tan alardeada autonomía de la Corte Suprema de Israel. Cuatro días antes del ataque de Hamas, el periódico Ha’aretz [imagen superior] publicó un editorial bajo el título «NEOFASCISMO ISRAELÍ AMENAZA TANTO A ISRAELÍES COMO PALESTINOS». Un mes antes, doscientos estudiantes secundarios israelíes declararon así su rechazo a ser reclutados: «Decidimos que no podemos, de buena fe, servir a un grupo de colonos fascistas que tienen el control del gobierno en este momento». En mayo, una editorial de Ha’aretz opinaba que «el sexto gobierno de Netanyahu empieza a parecerse a una caricatura totalitaria. No hay casi ninguna medida asociada al totalitarismo que no haya sido propuesta por uno de sus miembros extremistas y adoptado por el resto de incompetentes que lo componen, en su competición para ver quién es plenamente más fascista», mientras que uno de sus editores describía una «revolución fascista israelí» que cumplía todos los elementos de la lista, desde el racismo virulento hasta el desprecio por la debilidad, desde las ansias de violencia hasta el antiintelectualismo.
Estas recientes polémicas y pronósticos fueron anticipados por destacados intelectuales, como el reconocido historiador de la extrema derecha Ze’ev Sternhell, quien escribió sobre un «creciente fascismo y un racismo afín al nazismo temprano» en el Israel contemporáneo; o el periodista y activista por la paz Uri Avnery, quien escapó de la Alemania nazi a la edad de 10 años, y que poco antes de su muerte en 2018, declaró que:
La discriminación en contra de los palestinos en prácticamente todas las esferas de la vida puede ser comparada con el trato que recibieron los judíos en la primera fase de la Alemania nazi. (La opresión de los palestinos en los territorios ocupados se parece más al trato dado a los checos en el «protectorado» tras la traición de Múnich). La lluvia de proyectos de ley racista en la Knesset [parlamento israelí], aquellos ya aprobados y aquellos en trámite, se parece mucho a las leyes aprobadas por el Reichstag en los primeros días del régimen nazi. Algunos rabinos llaman a boicotear las tiendas árabes. Como aquél entonces. El grito «¡Muerte a los árabes!» (‘Judah verrecke’!) se escucha regularmente en los partidos de fútbol.
No hay nada nuevo en esta analogía, por supuesto. Personas como Hannah Arendt y Albert Einstein firmaron una carta para el New York Times a raíz de la masacre de Deir Yassin en 1948, denunciando que Herut (la formación precedente del partido Likud de Netanyahu) era «similar en su organización, métodos, filosofía política y atractivo social» a los partidos nazi y fascista». Avnery también señaló al actual Ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, como un «fascista judío auténtico». Smotrich, que alegremente se ha referido a sí mismo como un «homófobo fascista», ha sentado las bases teológicas de su propio intento genocida de «abortar» cualquier esperanza palestina de convertirse en nación y repetir la Nakba. En una entrevista declaró:
Cuando Josué Ben Nun [el profeta bíblico] entró en la tierra, envió tres mensajes a sus habitantes: aquellos que quieran aceptar [nuestro gobierno], aceptarán; aquellos que quieran irse, se irán; aquellos que quieran luchar, lucharán. La base de su estrategia era: estamos aquí, hemos venido, esto es nuestro. Ahora también, se abrirán tres puertas, no hay una cuarta puerta. A los que quieran irse -y los habrá- les ayudaré. Cuando no tengan ni esperanza ni visión, se irán. Como hicieron en 1948. […] aquellos que no se vayan aceptarán el gobierno del Estado judío, en cuyo caso podrán quedarse, y en cuanto a aquellos que no lo hagan, los combatiremos y los derrotaremos. […] O les dispararé, encarcelaré o expulsaré.
La mención del Libro de Josué es notable, ya que también sirvió como referencia ideológica para el secular David Ben-Gurion en los primeros años del Estado de Israel. El canto a la destrucción del Antiguo Testamento resuena inquietantemente hoy: «Hirió, pues, Josué toda la región de las montañas, del Neguev, de los llanos y de las laderas, y a todos sus reyes, sin dejar nada; todo lo que tenía vida lo mató, como Jehová Dios de Israel se lo había mandado. Y los hirió Josué desde Cades-barnea hasta Gaza […]» (Josué 11:40-41).
Pero el fascismo «apadrinado» por Netanyahu no puede sólo ser reducido a los colonos fundamentalistas y sus estratagemas de despojo (incluyendo los profundos enraizamientos en el estado de la ONG de colonos de Smotrich, Regavim, y su guerra legal contra los derechos palestinos a la tierra y a la propiedad); ya que también está firmemente anclado en los intereses comerciales y las maniobras legislativas de los multimillonarios que, tanto en Israel como en la India o los Estados Unidos, se complacen en combinar movilizaciones nacional-conservadoras contra las decadentes «élites» metropolitanas con la defensa despiadada de las ganancias y los privilegios. En una reciente entrevista, el historiador israelí del holocausto Daniel Blatman observaba:
¿Sabes cuál es la mayor amenaza para la existencia continuada del Estado de Israel? No es el Likud. Ni siquiera son los matones que deambulan a sus anchas por los territorios. Es el Foro Político Kohele [una referencia a un grupo de expertos conservadores de derecha apoyado por ricos donantes estadounidenses] […]. Ellos están creando un amplio manifiesto social y político que, si acaba siendo adoptado finalmente por Israel, lo convertirá en un país completamente diferente. A la gente le dices «fascismo» y se imagina soldados recorriendo las calles. No. No lucirá como eso. El capitalismo seguirá existiendo. La gente podrá seguir yendo al extranjero, si se les permite entrar en otros países. Habrá buenos restaurantes. Pero la capacidad de una persona de sentir que hay algo que la protege, aparte de la buena voluntad del régimen –porque éste la protegerá o no, según le parezca adecuado– ya no existirá. La sociedad israelí estaba madura para recibir al gobierno actual. No por la victoria del Likud, sino porque el ala más extrema arrastró a todos tras ella. Lo que alguna vez fue extrema derecha hoy es centro. Ideas que alguna vez estuvieron al margen se han vuelto legítimas. Como historiador cuyo campo es el Holocausto y el nazismo, me resulta difícil decir esto, pero hoy hay ministros neonazis en el gobierno. Tú no ves esto en ningún otro lugar —ni en Hungría, ni en Polonia—, ministros que, ideológicamente, son racistas puros.
A pesar de su perspicacia, este pasaje también demuestra dolorosamente lo que la polémica liberal israelí contra el ascenso del fascismo pone entre paréntesis. A saber, los palestinos. Los soldados recorren las calles de Israel y de la Palestina ocupada. Millones de personas gobernadas por Israel no pueden salir al extranjero. Ni regresar a casa. El racismo «puro» expresado sin escrúpulos por personas como Smotrich y el ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, es producto del racismo que estructura y reproduce la dominación colonial, tanto para los liberales de mala fe como para los fascistas mareados.
Como observan Bill Mullen y Christopher Vials, largas tradiciones del antifascismo radical negro y del Tercer Mundo, así como también de la resistencia indígena, nos han enseñado que «para aquellos racialmente marginados fuera del sistema de derechos de la democracia liberal, la palabra ‘fascismo’ no siempre evoca un orden social distante y ajeno». En los regímenes raciales fascistas y colonizadores-coloniales —tal como Sudáfrica, que George Padmore consideró en los años 30 «el Estado fascista clásico del mundo»— encontramos con una versión de ese «Estado dual» que el jurista judío alemán Ernst Fraenkel diseccionó en «un “Estado normativo” para la población dominante y un “Estado prerrogativo” para los dominados, ejerciendo arbitrariedad y violencia ilimitadas sin control de ninguna garantía legal».
Como demostró Angela Y. Davis refiriéndose a lo que el terror racial de Estado presagiaba para el resto de la población estadounidense a principios de la década de 1970, la frontera entre el Estado normativo y el Estado prerrogativo es porosa.
Esto es patente hoy en Israel, cuando los ministros del gobierno utilizan el pretexto de la guerra para «promover regulaciones que les permitirían ordenar a la policía que arreste a civiles, los saque de sus hogares o confisque sus propiedades si creen que han difundido información que podría dañar la moral nacional o servir de base para la propaganda enemiga». Como analizó el marxista judío marroquí Abraham Serfaty hace décadas en sus escritos carcelarios sobre la liberación palestina, existe una «lógica fascista» de despojo, dominación y desplazamiento en el corazón del proyecto colonial sionista. Aunque los liberales pueden repudiarla, a menos que sus mecanismos centrales sean desmantelados para siempre, no puede dejar de resurgir con virulencia en cada crisis. Como lo atestiguan sus descargas contra la hipocresía de quienes afirman que quieren una solución de dos Estados sin tener nunca la intención de lograrla, la extrema derecha israelí gobernante está, en muchos sentidos, diciendo una parte silenciosa en voz muy alta. En un momento en que la ocupación y la brutalización sobre los palestinos han sido normalizadas y tratadas a todos los efectos como interminables, los colonos fascistas y la derecha religiosa han llegado a afirmar y celebrar la violencia estructurante y la deshumanización que caracterizan a Israel como un proyecto colonial; un proyecto que los liberales han pensado en mitigar o minimizar, pero nunca en realidad desafiar. En Israel, como en muchos otros contextos actuales, el ascenso del fascismo podría parecer inicialmente una ruptura o una excepción, pero está profundamente arraigado y permitido por un liberalismo colonial que nunca tolerará una verdadera liberación.