El maleficio de la duda
31.10.2023
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
31.10.2023
En medio de una incesante y dramática ofensiva bélica en Medio Oriente, la siguiente es una columna de opinión para CIPER sobre lo que el autor, académico en Filosofía, define como el apartheid comunicacional en Gaza.
Una característica significativa de los contextos críticos es que estos amenazan severamente nuestra credibilidad en los hechos y, consecuentemente, en la información que los documenta. Por la misma razón, la duda —o, como se la llama, el «beneficio de la duda»— se transforma en dichos contextos en una decisión moral y política: qué creer, qué no creer, qué merece nuestra sospecha, y qué vale la pena dejar indeterminado. Los contextos críticos son tal cosa, en parte, porque en ellos se triza cierta «imagen del mundo» (local o global) formada a través de la experiencia, y se revisa el sentido que antes teníamos por común. Ocurrió en el contexto del «estallido social» chileno, cuando los medios de comunicación oficiales fueron masivamente impugnados por el modo en que informaban los sucesos, así como por quienes tenían derecho a informar de ellos. Diversos medios de comunicación pequeños o alternativos vivieron así un breve momento de gloria, mientras varios medios oficiales modificaron sobre la marcha su pauta y su parrilla programática para intentar sintonizar con un sentido común emergente, que probablemente nunca alcanzó a consolidarse. Una grieta se abrió entonces no sólo entre el Estado y la sociedad, sino también entre la sociedad y los medios de los que ella dispone para informarse.
Los sucesos que ocurren en la Franja de Gaza constituyen un caso «global» de esta fractura. Entre las muchas dimensiones del conflicto, me ha llamado profundamente la atención la solicitud que varios de los más excelsos habitantes del Primer Mundo hacen para contar con información confiable (reliable). Un lugar común señala, no sin razón, que la posibilidad de leer en otros idiomas y muy especialmente en inglés multiplica exponencialmente no solo la cantidad de información a la que podemos acceder, sino sobre todo la calidad de esta. La demanda por información confiable sobre el actual conflicto, no obstante, esta vez habla de otro apartheid que sufre la población palestina: uno de carácter mediático, que implica en lo sustancial una masiva invisibilización de su sufrimiento e incluso de su exterminio, con la complicidad silente de la prensa más selecta del mundo. Con pocas excepciones (BBC y Al Jazeera, para información de actualidad; Vox y Vice, para reportajes de más largo aliento, entre no demasiados más), la prensa mundial ha tenido enormes dificultades para mostrar a las miles de víctimas que se cobra a diario el Estado de Israel: para mostrar sus rostros, decir sus nombres, para escuchar su dolor en su lengua.
Lo anterior contrasta, desde luego, con la masiva cobertura que el pasado 7 de octubre y en días posteriores tuvo el cruento ataque a manos de Hamas contra población israelí, en diferentes ciudades y pueblos. Nunca será suficiente la cobertura que puede recibir un ataque de la crueldad exhibida entonces contra civiles, entonces, desde ya, este no es el problema, sino la obscena desigualdad con que tratamos a las víctimas con las que somos más o menos forzados a empatizar, mientras las otras («los animales» al decir del jefe del Estado de Israel) son aniquilados en silencio. El otro (no el Gran Otro, sino el otro pequeño) siempre muere en el anonimato. Esta es una enseñanza indeleble que uno puede obtener de un sinnúmero de textos judaicos.
El New York Times —probablemente el medio de comunicación escrito más prestigioso y, por tanto, poderoso del mundo— constituye un caso maestro de este tipo de contrariedades y contradicciones. Tal es así, que el titular que informaba del misil lanzado sobre el hospital Al-Ahli el pasado día 17 debió ser modificado en tres ocasiones. El primer titular informaba el punto de vista aportado por los médicos del hospital bombardeado en una conferencia de prensa junto a decenas de cadáveres, como resultado del ataque (además de un tuit del vocero del gobierno israelí, H. Naftali, prontamente borrado). En ella denunciaron que Israel solicitó evacuar el hospital antes de bombardearlo, y que ellos se negaron a hacerlo, porque significaba dar muerte de antemano a sus heridos y a sus enfermos. El diario documentó este hecho con palabras mínimamente justas (muy especialmente en contextos críticos, hacer justicia con palabras implica correr el riesgo de sacrificar su precisión): «ISRAEL STRIKES KILLS HUNDREDS IN HOSPITAL, PALESTINIANS SAY» («Los ataques israelíes matan a cientos de personas en un hospital, según los palestinos»).
Es un titular modesto, pero que al menos se aproxima a los hechos que algunos estamos dispuestos a aceptar y a darles credibilidad con la información disponible. Pero al poco rato, la web del New York Times había cambiado la frase, haciéndose eco de una versión posterior, entregada por el Estado de Israel y reproducida más tarde por Joe Biden con términos de una frivolidad sin precedentes («parece que fueron los del otro equipo»). Se borraba así la responsabilidad de un atacante identificado para, en cambio, hablar de una «explosión» sin autor: «AT LEAST 500 DEAD IN BLAST AT GAZA HOSPITAL, PALESTINIAN SAY» («Al menos 500 muertos en una explosión en un hospital de Gaza, según palestinos»). [1]
He podido leer no sin cierta decepción, aunque no con demasiada sorpresa —después de todo, los sesgos de confirmación escalan hasta el nivel más alto— cómo diversos periodistas, intelectuales, políticos/as y académicos/as serios e influyentes, de diversas partes del mundo, hacen un llamado a no sacar conclusiones apresuradas; a no responsabilizar a nadie por ahora de este atentado que «se» ha cometido por enésima vez contra el pueblo palestino. Han decidido —subrayo la palabra— concederle a Israel el beneficio de la duda. Se trata de una decisión, y, por tanto, de una posición. Con todo, se trata de una posición inaceptable.
Ya decíamos: qué creer, qué no creer, y qué puede ser condecorado con el beneficio de la duda es una cuestión política y moral. Una actitud escéptica como la recién descrita es esperable entre quienes tienen el privilegio de trabajar con ideas, conceptos, e imágenes; es decir, entre quienes pueden observar la realidad con cierta distancia y han sido entrenados para ello. Porque algunos, como parte consustancial de nuestro oficio, hemos sido entrenados para anteponer siempre una duda frente a hechos que resultan más o menos verosímiles. Pero sacada de contexto —y el contexto (crítico) acá lo es todo—, esta actitud sirve de excusa o de coartada para volver equivalentes dos versiones inconmensurables, que deben permanecer como tal (inconmensurables): la de los médicos que reciben el llamado a evacuar el hospital, y la del Estado de Israel que habla de un cohete fallido lanzado por el grupo de la Yihad Islámica Palestina.
Para darle credibilidad a lo primero se puede escuchar el testimonio de los médicos; para lo segundo, en cambio, se requiere de un enorme esfuerzo de negación o de «denegación»: arrebatarles a las víctimas su reconocimiento mismo de víctimas, y, por tanto, su derecho a ser lloradas.
Si para darle credibilidad a esta versión de Estado se requiere, decimos, de una sofisticada pirueta cognitiva —incluso el presidente de Estados Unidos ha debido respaldarse con un inquietante «al parecer»—, hay disponible una versión intermedia, que implica no la creencia sino la duda, el beneficio de la duda. Quienes lo otorgan se ahorran una decisión más costosa: la de tomar posición sobre la base de la información de la que disponemos (que, ya decía, rara vez es completa; rara vez concluyente en contextos críticos). Hay no poca «gente de bien» —de sobrada inteligencia, y muy bien informada— dispuesta a hacer no el esfuerzo mayor (creer la versión de Israel, que por inverosímil resulta insostenible), pero sí el intermedio: condecorar a los hechos con el beneficio de la duda, haciendo así conmensurables dos versiones que no son equivalentes y que —insisto— deben permanecer desiguales.
Presumiblemente para aliviar su mala conciencia, hay quienes en estos días dirigen sus dardos contra quien encabeza la política de Estado. Siempre alivia la conciencia personificar el mal, encarnarlo, ponerle rostro y dejarlo afuera (lo que es, a todas luces, una simplificación). Sin embargo, Gaza, el campo de concentración que se vuelve progresivamente un campo de exterminio, no comenzó con quien preside hoy la política de Estado en su contra.
Al buscar por enésima vez información sobre la responsabilidad en el lanzamiento del misil exterminador, encuentro el siguiente y razonable punto de vista: «Seguramente lo vamos a saber recién muchos años más tarde, cuando podamos constituir una comisión investigadora independiente de la que emane un informe». Asumo que la misma conclusión sirve para los ataques y matanzas contra la población civil palestina que no dejan de acumularse en estos días, y que lamentablemente continuarán. Sólo dos posibilidades caben, entonces, con la información de la que disponemos: otorgar el beneficio de la duda a quien no lo merece, para de ese modo igualar lo desigual; o bien decidir, a riesgo de equivocarnos y de tener que «tragarnos nuestras palabras», denunciar la política de Estado que emprende la así llamada única democracia del Medio Oriente, y que se confunde progresivamente con una política de exterminio y de limpieza étnica.
No hay, todo indica, más posibilidades.
[1] Debido a una ola de críticas sobre este asunto, The New York Times se refirió en una extensa nota editorial (23.10.2023): «Dada la naturaleza sensible de la noticia en un conflicto cada vez más extendido, y la prominente promoción que recibió, los editores del Times deberían haber tenido más cuidado con la presentación inicial, y haber sido más explícitos sobre qué información podía verificarse». Sin embargo, ya al día siguiente, bajo el titular «A CLOSE LOOK AT SOME KEY EVIDENCE IN THE GAZA HOSPITAL BLAST”, un reportaje firmado por siete reporteros del mismo diario, liderados por Aric Toler, llega a una conclusión inquietante: las pruebas aportadas por Israel para sostener que el misil había sido lanzado desde territorio palestino no tienen asidero. La investigación liderada por Toler llega a la conclusión de que: a) el misil presentado como evidencia había sido inequívocamente lanzado desde Israel; y b) el misil en cuestión no era el que había causado la explosión. La nota del NYT señala que estos resultados fueron ofrecidos al gobierno de Israel, el cual, a través de un portavoz de la Oficina de la Dirección Nacional de Inteligencia, las desestimó, bajo el argumento de que se trata de «different interpretations of the video» (no obstante, sin aportar pruebas que sustenten tal diferencia). Desde luego, el diario estadounidense se previó de acusar al gobierno de Israel de mentir y aportar pruebas falsas, aunque entre líneas esto es lo que se puede concluir fácilmente de la publicación. Incluso para el NYT, luego de tantos equívocos, parece estar parcialmente en cuestión el «beneficio de la duda».