La (des)humanización del «otro»
25.10.2023
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25.10.2023
Tanto los horrores de la guerra en Medio Oriente como la fuerte polarización política que parece dominar el orden democrático occidental distrae nuestra atención de aquello esencial que nos une: nuestra humanidad. En columna para CIPER, una investigadora académica indica modos de contribuir con nuestro «deber de identificar estos procesos de deshumanización e intentar detenerlos, aunque el mundo se nos venga encima».
A lo largo de la historia, la negación consciente de la condición humana de quienes piensan (o son) distintos a un «nosotros» (ya sea por su color, religión o política) y el borrado de su humanidad ha sido la llave que ha abierto procesos de discriminación, marginación, exterminios y genocidios. La deshumanización facilita atrocidades, porque exime a los perpetradores de la carga moral de hacer desaparecer a un «otro». Sin esa carga moral, la muerte de quien es distinto no significa más que un número y, de hecho, (en su visión) se encontraría justificada, ya que lo «no humano» sería una aberración que habría que corregir.
Así, por ejemplo, entre los siglos XVII y XIX, la lógica de deshumanización abrió paso a la esclavitud de afrodescendientes (los esclavos eran considerados bienes, no personas); entre mediados del siglo XIX hasta 1950, los linchamientos de personas negras en Estados Unidos eran avalados por grupos supremacistas blancos (y por la sociedad blanca en general) como maneras de lidiar con «monstruos» y «bestias» [LIVINGSTONE 2020, p. 32]; durante el régimen totalitario nazi, los judíos eran considerados infrahumanos que estorbaban el desarrollo de la «raza» aria; y durante las dictaduras latinoamericanas de hace medio siglo, miembros de partidos de izquierda fueron considerados por las juntas militares como «cánceres» a erradicar. Más recientemente, las redes sociales han impulsado una descontrolada y supurante deshumanización del otro: una revisión rápida a cualquier hora del día nos muestra el uso frecuente de improperios como «rata», «engendro», «energúmeno», «bacteria» o «facho» contra quienes se ubican en ideas opuestas; insultos que se emiten desde la comodidad del anonimato, tendidos sobre el colchón social de una turba invisible.
Pese a que hablamos de «la deshumanización» como de algo abstracto, es importante mencionar que el fenómeno tiene cabeza y cuerpo; es decir, no es una fuerza independiente, sino que es elaborada y fomentada por personas que caminan por esta tierra. Sin embargo, como personas que somos, tenemos el deber de identificar estos procesos de deshumanización e intentar detenerlos, así como fomentar relaciones sociales humanas (en el sentido profundo de la palabra), aunque el mundo se nos venga encima. La siguiente es una lista (no exhaustiva) de acciones para evitar la deshumanización del otro. Quien escribe espera que quien lea sienta la curiosidad de agregar otros elementos (o cuestionar lo expuesto acá). No es un decálogo moralizante ni buenista; sólo pretende ser un aporte al debate sobre cómo sanar, en algún grado, nuestros vínculos culturales y políticos:
[VER] Ver en el otro un adversario, y no un enemigo. El «otro», que piensa distinto a mí, que profesa otra religión o que adscribe a un partido político que yo rechazo, es un adversario, no un enemigo. Merece ser escuchado; y, en esa escucha, algunas de mis maneras de ver el mundo podrían cambiar (para bien) y expandirse [THE ECONOMIST & MCELVOY]. A pesar de nuestras diferencias, podemos compartir un mismo espacio: el espacio del debate, esencia misma de la democracia. Un «adversario» piensa distinto porque ha tenido experiencias vitales diferentes a las mías. Seguramente yo, en su lugar, pensaría como él/ella. Su presencia no me daña sino que me hace comprender lo complejo que es el mundo. Bajo esta lógica, nos apartamos de la idea del otro como un enemigo (que habría que erradicar) y nos acercamos a la dinámica del adversario (que hay que rebatir).
[VERNOS] Estar conscientes de nuestro sesgo de confirmación y autocuestionarnos. Todos arrastramos sesgos con los cuales confirmamos nuestras creencias previas. Tratamos de ser ciegos ante la evidencia que demuestra que estamos en un error, y buscamos desesperadamente esa evidencia que refuerza nuestra posición. La deshumanización del otro es un caso extremo de este proceso. Se busca por todas partes evidencia que sostiene la falta de humanidad del otro, y así justificar nuestro desprecio; pero cuando cuestionamos nuestras creencias y juicios —cuando nos damos cuenta que los pilares que sostienen nuestras convicciones más profundas no son, a veces, lo que creíamos, y estamos abiertos a ser vulnerables intelectualmente— es cuando más fácilmente podemos ver la humanidad del otro.
[CONVERSAR] Cuidar el lenguaje, no «animalizar» ni «demonizar». Aquello de que «el lenguaje crea realidad» ha alcanzado categoría de frase-cliché. Sin embargo, no debe ser desechada: efectivamente el lenguaje, en la medida en que es repetido, internalizado, incorporado, reforzado y performado, tiene la capacidad de, como un búmeran, condicionar nuestra mentalidad. Dejamos de cuestionarlo. Cuando un otro es deshumanizado a través de apelativos insultantes, o cuando es demonizado o moralizado en un ser «malo» o «limitado», estamos reforzando su deshumanización y, de paso, socializando al resto en cómo «el otro» debe ser llamado. Sin embargo, ese otro que piensa distinto merece una conversación en el que se lo llame por su nombre.
[NOMBRAR] La importancia de nombrar y apreciar el rostro del otro. El nombre es el primer y principal acto de identidad que recibimos y tenemos como seres humanos. Incluso antes de nacer se piensa en nuestro posible nombre. Es nuestra existencia. El adversario debe ser llamado por su nombre, no con apelativos animalescos o de otra índole. Nuestras diferencias deben ser expresadas a la cara, con nuestro rostro descubierto, y mirando el semblante y el nombre del otro. Sólo en ese acto convivimos con su humanidad, como diría el filósofo Emmanuel Levinas [1979].
[ACTUAR] Ser activos y condenar fuertemente la deshumanización. Este es, quizás, el acto más difícil de todos. Es fácil mirar para el lado y ser cómplice, pero el peso moral de esta decisión será una carga para toda la vida. En cambio, denunciar actos de deshumanización puede conllevar, casi siempre, costos políticos y sociales, pero también implica la recompensa de saber que la «banalidad del mal» [ARENDT 1963] y el acostumbramiento frívolo frente a la deshumanización ha sufrido una pequeña fisura que futuras generaciones se encargarán de rasgar.
Quisiera enfatizar que la deshumanización del otro tiene que ver no sólo con nuestra individualidad, sino que además posee un carácter estructural (aunque no por eso inmodificable). De manera profunda y lúcida, Hannah Arendt [foto superior] nos mostró cómo la deshumanización puede ser sistematizada, administrada, burocratizada y gestionada al nivel que quienes forman parte de su maquinaria simplemente siguen la rueda de la destrucción sin pensar demasiado en lo que eso significa. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a dejarnos llevar por el Estado, por los otros, por la turba, por las masas? A fin de cuentas, como hemos visto, la humanización no es sólo un pensamiento, sino que una acción que requiere cierta cuota de rebeldía frente al status quo: ver en el otro un adversario (no un enemigo), examinarnos a nosotros mismos (vernos), conversar, nombrar (reconocer la identidad del otro) y, finalmente, actuar.