«Palestina irreversible. Palestina in-existente»
23.10.2023
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23.10.2023
A partir del contenido de una obra artística, esta columna para CIPER reflexiona sobre las falacias que circulan en el debate sobre el dramático conflicto en Medio Oriente. No es momento para posturas equidistantes, describe la autora: «Estamos siendo testigos, en vivo, de la desaparición de un pueblo, un genocidio, y no tenemos idea qué hacer. Como si eso no hubiera pasado antes, como si la historia no pareciera, todo el tiempo, un círculo que no se cierra nunca».
Parece urgente escribir este texto en presente. Hace unos días, la artista y dramaturga Ana Harcha vuelve a montar su obra «Palestina irreversible. Palestina in-existente», y su tono, su ritmo, su habla en presente no me permiten otra cosa que actualizar cada palabra, al mismo tiempo que imagino a alguien leyéndolas. En su obra, Ana Harcha intenta poner a escala la historia, y la escala que elige es la de su propio cuerpo. En una suerte de conferencia/dramaturgia sube al escenario del Teatro Nacional [foto superior] a contar —frente a una audiencia inquieta por perspectivas— un viaje que realizó a Palestina en septiembre del año pasado. Buscaba reconstruir su propia historia familiar, pero también seguía un deseo, una intuición que se ha tomado los últimos años de su vida. Montó esta obra por primera vez en marzo de 2023, cuando no podíamos adivinar las derivas de los últimos días en territorio palestino.
Harcha nos habla —en presente— del paisaje militarizado. Habla del muro formado por piezas de hormigón serpenteante; cada una de 8 metros de alto y 1 metro de ancho. Habla de cómo la ocupación ilegal llega al absurdo: una mezquita dividida en dos por dentro, checkpoints, soldados a cada cuadra, el total cierre de las calles comerciales de Cisjordania, las casas destruidas para levantar chalets que son también búnkers. Porque los colonos de la ocupación están armados.
Diversos análisis de estos días en los medios optan por la equidistancia: lo que hacen Hamas, por un lado, y lo que el Estado de Israel, por otro, son acciones exitosas para quienes no desean la paz. La radicalidad es la que vuelve a hacer estallar la violencia y la muerte. Leemos columnas y escuchamos entrevistas de quienes eligen estar en un punto que quiere ser neutral —¿pacifista, tal vez?—, y que parece simple, aunque no lo es.
Hoy la equidistancia es imposible. Uno podría entrar en el debate y decir, por ejemplo, que la reacción de los ultranacionalistas al asesinato de Isaac Rabin en 1995 responde a una postura racista, imperialista y ocupacionista; y que no es la misma motivación de las acciones de Hamas, para quienes aquella paz que parecía cerca con los Acuerdos de Oslo incluía aceptar el borramiento de un pueblo y un territorio histórico; un borramiento que ya para entonces llevaba casi cincuenta años. Pero tras la violencia desatada en los últimos días no hay ni de cerca un proceso de paz en curso. Al contrario: lo único que hay detrás de estas décadas, desde el asesinato de Rabin hasta el ataque de Hamas del 7 de octubre de 2023, es la progresiva desaparición de un pueblo sin que nadie en la comunidad internacional levante una voz de alerta. Ni hablar de indignación.
A nadie parece preocuparle. Como dice Ana Harcha, estas décadas son la instalación y normalización del aparato militar para la vida cotidiana de los palestinos. Es el despojo de sus casas, de su cultura. Es el asesinato y la violencia constantes, a veces como un chorro y otras como un gota a gota. No hay en el ataque de Hamas una élite en el poder triunfante, como describe Daniel Matamala en una columna reciente. Y, ciertamente, no podemos caer en la absoluta desproporción que es comparar una milicia al poder de uno de los estados más militarizados y con más tecnología bélica del planeta, como lo es el Estado de Israel (tecnología para matar apoyada, financiada, inventada, por nada menos que Estados Unidos).
Las palabras cargan con una enorme densidad de sentido y de historia. La palabra ‘violencia’ es sinónimo de terror, muerte y un montón de cosas bastante escalofriantes, pero eso no significa que tengamos el derecho a vaciarla y usarla como un sello que homogeniza a todo lo que cae bajo su etiqueta. La palabra ‘violencia’ es pesadísima, pues trae consigo, justamente, mucha muerte. Y es por esa razón que no podemos hacer con ella lo que hemos hecho con la palabra ‘paz’, que ya no significa nada o, peor aún, la vemos siempre cerca de una barbarie que termina tapada por los vencedores.
«Toma partido», le dice el reportero gráfico Aleksandar Kirkov a su amante inglesa mientras le entrega un boleto aéreo justo antes de volver a Macedonia, su tierra natal, en la película Antes de la lluvia (Milcho Manchevski, 1994).La violencia se ha desatado allí en el contexto de las guerras yugoslavas de los años 90. El fotógrafo ha cambiado: mientras cubre la guerra, en Bosnia, un militar ha acribillado a un hombre frente a su cámara, solo para que tuviera algo que fotografiar. El siente que él mismo ha matado a ese hombre. Ya no puede ser más el sujeto detrás de la cámara. No puede ser más quien mira y pretende objetividad o neutralidad. Porque la neutralidad te puede llevar a la más completa inhumanidad. Tomar partido es urgente para su cuerpo («mis huesos duelen por volver a casa»), y es su única manera de darle sentido a lo que acaba de vivir.
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En su conferencia, Ana Harcha se pregunta por la desaparición de un Estado. ¿Es posible imaginar la desaparición de Israel? ¿Y de Francia? ¿Y de Estados Unidos? ¿Y de Chile?
Israel sí existe, hace ya mucho tiempo. De manera brutal, expansiva, violenta, ilegal y todo lo que se quiera, pero existe. Ya no podemos imaginar desaparición alguna. En el caso de Palestina no necesitamos imaginar nada: estamos asistiendo a su desaparición, a la desaparición de la posibilidad de imaginarlo a punta de bombas e impunidad. Esa es tal vez la muestra más grande del fracaso de nuestro proyecto como humanidad: que estamos siendo testigos, en vivo, de la desaparición de un pueblo, un genocidio, y no tenemos idea qué hacer. Como si eso no hubiera pasado antes, como si la historia no pareciera, todo el tiempo, un círculo que no se cierra nunca. «Estamos luchando contra bestias humanas y actuamos en consecuencia», ha dicho el ministro de Defensa de Israel, Yoav Gallant.
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Demoro un par de días en saber cómo seguir este texto. Mientras, un hospital en Gaza ha sido bombardeado y se reportan 500 muertos. Personas borradas de una pincelada. Historias, afectos, capaz hasta esperanzas, desaparecidas de un momento a otro. El presidente de Estados Unidos, de visita en Israel, dice que le parece que son «los del otro equipo». Menos mal que esto no era un partido de fútbol. Gaza vive la mayor crisis humanitaria de su historia. La población se ha desplazado sin saber a dónde ir. No hay agua, no hay luz, no hay comida. Qué deshonesto es culpar de esto a Hamas. No da para el pensamiento, no da para el corazón.
“Palestina irreversible. Palestina in-existente” llega, como pasa a veces con el arte, en tres tiempos posibles. No es pensada para esta coyuntura, pero esta coyuntura la encuentra en su momento más desesperado. Llega antes, llega temprano, se adelantó. Pero también llega después, tarde, a destiempo, retardada. Y llega, como nunca, en el momento preciso. No es justo que se nos haga imaginar un futuro en medio de tanta muerte e impunidad. Pero eso no significa que dejemos de imaginar. Yo, por ahora, escribo con rabia, con impotencia, con la horrible sensación —lamentablemente, no inédita— de no saber qué hacer. Imagino esas piedras de los niños palestinos contra los militares israelíes, armados hasta los dientes, a través del muro más vergonzoso y despiadado. Imagino nuestras piedras olvidadas aun cuando están cargadas de historia. Imagino a las madres recogiendo a sus hijos muertos. Imagino también a los niños que han crecido entre armas de matar, en Cisjordania, en Gaza, en Wallmapu. Imagino también a la hija de Camilo Catrillanca, hoy de 9 años, y al hijo más pequeño, que no alcanzó a conocer. Imagino que puedo darle aquí un sentido un poco menos simplista a la palabra violencia.
Imagino que, si me concentro mucho, si leo mucho, si escucho mucho, sabré qué hacer ante estos días terribles. Imagino que puedo afilar mucho mis palabras, y que, al menos una, pueda ser cargada y convertida en arma.