Alertas constituyentes: tropezar dos veces con la misma piedra
13.10.2023
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13.10.2023
Siguiendo el orden del texto, punto por punto, un doctor en Derecho y director del Centro de Investigaciones de Filosofía del Derecho y Derecho Penal de la Universidad de Valparaíso analiza en columna para CIPER, la propuesta constitucional hoy en su etapa de indicaciones por parte del Comité de Expertos, y que a su juicio contiene «una serie de reglas que exceden claramente las competencias de la potestad constituyente en desmedro de la potestad legislativa». Sus argumentos apuntan en principio a un voto en contra, salvo que «la mayoría encabezada por Republicanos se percate de que […] no solo podría pasar a la historia por haber liderado un proceso político complejo con éxito, sino que quizás contribuir a consolidar una nueva institucionalidad que inicie un ciclo político virtuoso.»
El segundo proceso constitucional en el que nos encontramos se halla en estos días doblemente en entredicho. Por una parte, la gran mayoría de la clase política parece no estar conforme con varios nudos críticos de la propuesta que se distancian del espíritu constructivo que caracterizó el trabajo de la Comisión Experta. Los comisionados buscaron explícitamente acordar un anteproyecto que pudiera generar un amplio consenso. En vez de eso —y como voy a intentar demostrar más adelante— la mayoría circunstancial del Consejo Constitucional, embriagada de forma similar a la mayoría de la pasada Convención, plasmó en el texto ideas que son más propias de un programa de gobierno, bajo la ilusión de que representan a una inmensa mayoría del país. Por otra parte, todas las encuestas muestran, hasta ahora, una derrota clara de la opción «a favor». En este escenario, a nadie le ha llamado la atención el llamado más o menos explícito de dirigentes y partidos políticos a salvar el proceso.
Las preguntas abiertas son dos: ¿habrá tiempo suficiente para revertir la opinión negativa de la ciudadanía frente a este nuevo proceso? ¿Vale la pena salvar a toda costa el texto aprobado por el Consejo? Dada la experiencia del trabajo de la Convención, no hay muchas razones para apostar por respuestas positivas, a lo que se agrega la agravante de que uno hubiera esperado que el Consejo sacara lecciones del fracaso anterior. Al no hacerlo, los errores del actual proceso se vuelven, creo, imperdonables.
Finalmente, no debemos desestimar el cansancio de la ciudadanía, el desarraigo frente a un proceso constituyente menos cercano y más difícil de comprender y, sobre todo, la molestia de sentirse en medio de un chantaje: o aprobamos un texto deficiente o, luego de dos rotundos fracasos, nos quedamos con la incombustible Constitución de 1980 asumiendo que esta no es la generación llamada a darse una Carta Fundamental, al menos no por medios que pretendían canalizar institucionalmente un momento constituyente.
1. ¿CÓMO SE EVALÚA LA CALIDAD DE UN TEXTO?
Tal como sucedió con el trabajo de la Convención, se ha afirmado con cierta tozudez la idea de que una parte muy significativa de las reglas de la propuesta fueron aprobadas por amplias mayorías del Consejo, superiores al cuórum exigido, y que una parte también muy relevante del texto recoge sin modificaciones los acuerdos transversales de la Comisión Experta. Esta forma de argumentar es retóricamente hábil, pero errada. Cuando nos enfrentamos a un discurso cualitativo, las mediciones cuantitativas no constituyen un parámetro válido para verificar su calidad, pertinencia ni coherencia [SAVIN-BADEN y HOWELL 2022; BEAUGRANDE y DRESSLER 1997]. Luego, del hecho verificable de que buena parte del texto sea producto de un amplio consenso no se sigue nada que en verdad importe mucho. Piense en el siguiente ejemplo: usted negocia con otra persona comprar un bien. Han logrado ponerse de acuerdo en todas y cada una de las cláusulas del contrato de compraventa, pero no han logrado acordar las propiedades esenciales del bien que se va a comprar. Nadie aceptaría que ese contrato es útil porque hay acuerdo en prácticamente todo. Sucede que no hay acuerdo en un elemento crucial, y la mejor prueba de que ese texto no sirve es que comprador y vendedor finalmente se retractarán y no celebrarán contrato alguno.
Tomemos, ahora, un texto constitucional. Es posible que podamos concordar sobre los elementos centrales del sistema político, la regulación de los diferentes poderes del Estado y el reconocimiento de ciertos órganos constitucionalmente autónomos. Pero si tenemos profundas discrepancias de cómo debe implementarse el Estado democrático y social de Derecho no habrá acuerdo sobre la propuesta. A la inversa, podríamos concordar, por ejemplo, en un catálogo de derechos básicos y los fundamentos del orden constitucional, pero si no compartimos el modo en que se distribuyen las competencias entre el poder Legislativo y el Ejecutivo, tampoco habrá acuerdo. Por supuesto, nadie plantea seriamente que debe haber una conformidad total, menos si se trata de un texto complejo y con un nivel de detalle considerable, pero al menos debe existir un consenso sobre los aspectos fundamentales. De no haberlo, por mucho que exista una generalidad (abrumadora, incluso) de reglas aprobadas por amplia mayoría, no se votará a favor del texto íntegro.
2. ALGUNOS SEMÁFOROS ROJOS
En lo que sigue quiero concentrarme en dos tipos de alertas distintas que hacen más probable —y por buenas razones— inclinarse por el voto «en contra». En primer lugar, me referiré a algunas disposiciones que ilustran los problemas que genera una mala división de las materias que debería regular el constituyente y las materias que debería regular el legislador. En segundo lugar, analizaré, brevemente, y a modo de ejemplo, ciertas disposiciones que, en mi opinión, son un despropósito normativo. Se trata de una enumeración meramente ilustrativa, en la que he recogido solamente los casos que me parecen más graves.
2.1. Una mala división del trabajo jurídico: Unas de las cuestiones decisivas que una Constitución debe zanjar es la distribución de competencias entre aquellas materias que incumbe al constituyente regular y las que deben ser resueltas por el legislador democrático. En este balance se juega buena parte del éxito del diseño institucional y la buena salud del ciclo político que puede inaugurar una nueva carta fundamental. Como se sabe, este es uno de los grandes defectos de la Constitución vigente. La Constitución de 1980 era, hasta no hace mucho, muy poco deferente con el legislador y con la legítima aspiración de las mayorías democráticas de gobernar conforme a sus ideales [ATRIA, SALGADO y WILENMANN 2020]. Un ejemplo paradigmático de este defecto eran las leyes con cuórum especial [1].
En la propuesta hay varios casos que ejemplifican una mala técnica al distribuir las competencias. Para empezar, detengámonos en una de las disposiciones que ha generado más polémica, esto es, el artículo 16.1. que reza: «La ley protege la vida de quien está por nacer». La pregunta es si el reemplazo del actual «que» por «quien» es relevante. Desde luego, nadie plantea que solo por este cambio gramatical la actual ley que autoriza el aborto en tres causales sea inconstitucional; entre otras razones, por una muy obvia: la invalidación de una ley solo es posible si el órgano encargado la declara inconstitucional. Sin embargo, es una modificación que está muy lejos de ser inocua. Por de pronto, los consejeros que promovieron este cambio y lo impusieron en el Pleno se han manifestado públicamente en contra de cualquier ley que autorice el aborto. Es más, el consejero Luis Silva ha sostenido que, en su opinión, la citada ley es inválida bajo la Constitución vigente. Si la regulación actual ya es inconstitucional, ¿qué justifica el cambio? La respuesta es evidente. Se están reagrupando argumentos y fuerzas para recurrir contra la ley bajo la nueva Constitución. Esta conclusión se refuerza en cuanto la expresión «que» es interpretada, de forma mayoritaria y también por el Tribunal Constitucional, como perfectamente compatible con una permisión restrictiva del aborto, puesto que el objeto de protección es la vida del que está por nacer y no cada individuo que está por nacer. Esta conclusión se refuerza por la exclusión expresa del pleno de cualquier referencia a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Es decir, este no es un cambio cosmético. Más aún —y a propósito de una incorrecta distribución de competencias— la pregunta de fondo sigue latente: ¿por qué el constituyente circunscribe y limita la discusión democrática sobre un tema valorativo tan controvertido? ¿No correspondería al legislador democrático definir los términos de una ley que autoriza el aborto (causales o plazos) o, lo que es también legítimo, lo prohíba?
Otro caso emblemático de mala distribución de competencias es la disposición contenida en el artículo 16.29 letra c) que dispone lo que sigue: «El inmueble destinado a la vivienda principal del propietario y de su familia estará exento de toda contribución e impuesto territorial. La ley determinará la forma de hacer efectivo este derecho». No se trata solo de que esta medida es regresiva y beneficia a los sectores más acomodados, razón por la que, probablemente, un legislador democrático racional tendría fuertes incentivos para no promoverla. De lo que se trata es que, precisamente, no se vislumbra ninguna razón que justifique que una regla tan particular, que obedece al diseño de una política impositiva, sea fijada por una Constitución. Este es un caso emblemático de una mala comprensión de la división del trabajo entre el constituyente y el legislador. Si esta disposición la conectamos con los principios que la propuesta contempla en el artículo 16.31 sobre materia tributaria, nos volvemos a preguntar ¿por qué el constituyente ha de fijar las directrices bajo las cuales se diseña un sistema tributario?
El diseño del Estado social y democrático de Derecho —incluido en los bordes constitucionales, y consagrado como uno de los fundamentos del orden constitucional en el capítulo I de la propuesta— también genera varios problemas de distribución de competencias entre el constituyente y el legislador. El punto más relevante es que el texto aprobado, poniendo en clara tensión una de las bases que supuestamente constriñen el proceso, constitucionaliza una forma específica y excluyente del sistema sanitario y del sistema de pensiones.
En efecto, si bien el artículo 16.22 letra c) distribuye de forma correcta las competencias al determinar que la «ley establecerá un plan de salud universal, sin discriminación por edad, sexo o preexistencia médica, el cual será ofrecido por instituciones estatales y privadas», previamente clausura la posibilidad de que tal plan de salud universal se financie como sucede en los países donde hay un mínimo sanitario universal al imponer en la letra b) el derecho de cada persona a «elegir el sistema de salud al que desee acogerse, sea estatal o privado». Nótese que hay una antinomia o conflicto normativo entre ambos preceptos. La letra c) crea un mínimo sanitario para todos, pero la letra b) lo impide al prohibir constitucionalmente la posibilidad de que las cotizaciones obligatorias se destinen a financiar ese mínimo común. Desde luego, esta cuestión nada tiene que ver con lo que mañosamente se ha pretendido argumentar al indicar que tal prohibición procura asegurar la posibilidad de que existan prestadores públicos y privados. Por lo demás, nada obsta en los sistemas sanitarios que se financian con cargo a cotizaciones obligatorias y rentas generales la posibilidad de que las personas que tengan suficiente poder adquisitivo contraten seguros adicionales o complementarios. De hecho, todo ello está garantizado y previsto, además, en las propias bases de este proceso constituyente. Lo que está en entredicho es la viabilidad de un sistema sanitario universal y, por añadidura, una de las bases más emblemáticas de lo que se considera en el Derecho comparado un Estado democrático y social de Derecho. Y, otra vez, resuena la misma pregunta: ¿por qué el constituyente fija el modo en que el legislador debe implementar una política pública de salud? Algo similar ocurre con el sistema de pensiones y de seguridad social. El artículo 16.28 b) constitucionaliza el modelo de las AFP al disponer «el derecho a elegir libremente la institución, estatal o privada» que administre las cotizaciones previsionales.
En materia educacional también hay algunas alertas que deben destacarse y que constitucionalizan decisiones que deberían reservarse al legislador democrático. Conforme al artículo 16.23 letra a) la «educación básica y la educación media son obligatorias, debiendo el Estado garantizar el financiamiento por estudiante [el destacado es mío]». Esta redacción parece impedir otras formas de financiamiento distintas al voucher. No corresponde pronunciarse si esa es la mejor política, lo que importa aquí es por qué el constituyente debería decidir esta cuestión y no el legislador. El mismo artículo en sus letras f) y g) [2] incurre en la misma impropiedad técnica, al prohibir la posibilidad de establecer diferencias justificadas entre el financiamiento de las instituciones de educación superior privadas y estatales.
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Hay, por otro lado, una serie de reglas que exceden claramente las competencias de la potestad constituyente en desmedro de la potestad legislativa. Algunas que vale la pena destacar son: a) el artículo 16.4 b) consagra el deber de expulsar a migrantes irregulares «en el menor tiempo posible» y, en caso de que sean condenados por un crimen o simple delito [posean o no una situación migratoria regular], «deberán cumplir la pena carcelaria en su país de origen»; b) el artículo 16.4 h) permite que las personas condenadas a pena privativa de libertad puedan solicitar al tribunal cumplir su reclusión en sus domicilios, siempre que se acredite la existencia de una enfermedad terminal y que el condenado no represente un peligro actual para la sociedad. No solo cabe cuestionar por qué un asunto de esta índole debe ser despejado por el constituyente, sino que no se realiza ninguna distinción, pudiendo liberar a condenados por delitos de lesa humanidad o por delitos tan graves como homicidios y violaciones; c) el artículo 16.27, al reconocer la libertad sindical, establece el derecho a la huelga solo «dentro del marco de la negociación colectiva». A su turno, la misma disposición en la letra c) restringe el derecho a huelga a la «empresa en que se labore» prohibiendo, en consecuencia, la llamada negociación ramal. Nuevamente no se trata de preguntarse si estas restricciones son o no pertinentes, sino de cuestionar si las debe adoptar el constituyente o el legislador; d) el artículo 127 prescribe que la ley debe «determinar las conductas o circunstancias en que el uso racional de la fuerza exime de responsabilidad penal». Otra vez no se entiende por qué una regla de este tipo la debería adoptar el constituyente y, además, la voz «racional» choca con los criterios comúnmente aceptados para configurar un uso adecuado de la fuerza por parte de los órganos policiales; y e) el artículo 119 constitucionaliza la jurisdicción militar en los siguientes términos: «Las actuaciones de los militares, ya sea en acto de servicio militar o en cumplimiento de sus funciones, serán conocidos por la jurisdicción militar». No solo se trata de que esta materia la debería resolver el legislador, sino que choca directamente con las obligaciones internacionales de nuestro país en el contexto regional y universal del sistema de protección de los derechos humanos [AGUILAR 2015].
Para cerrar este apartado, debemos destacar otro aspecto crucial en el debido balance de la distribución de competencias entre el constituyente y el legislativo. La propuesta aprobada por el Consejo Constitucional restablece el control preventivo de constitucionalidad por parte del Tribunal Constitucional sobre proyectos de ley. La experiencia bajo la vigencia de la Constitución de 1980 parece haber mostrado, con porfiada insistencia, que se trata de un diseño fallido que ha contribuido a desprestigiar en vez de robustecer el sistema democrático.
2.2. Esperpentos jurídicos: La propuesta aprobada por el Consejo Constitucional contiene varios enunciados llamativamente extraviados. Detengámonos en los que considero más relevantes, siguiendo el mismo orden del texto.
En primer lugar, el artículo 13 reconoce el interés superior del niño, pero lo hace en términos muy deficientes y contrarios a la Convención sobre Derechos del Niño. La disposición subordina, sin matices, el interés superior a la opinión de los padres olvidando que el mejor interés ha de comprenderse como la plena satisfacción de los derechos del niño y la consideración primordial de sus asuntos, tomando en cuenta su desarrollo. Desconoce, además, la autonomía progresiva como criterio bisagra para ponderar la posibilidad de que choque el mejor interés de un adolescente con el criterio de sus padres. Reduce también el ámbito de aplicación de este principio solo a la familia. Y, por cierto, aprovecha de definir a un niño como «todo ser humano menor de dieciocho años» para, como ya advertí más arriba, aglutinar argumentos para recurrir en su momento contra la constitucionalidad de la ley que autoriza el aborto en tres causales.
En segundo lugar, el artículo 16.13 consagra un derecho fundamental general a la objeción de conciencia individual e institucional. Si a ello sumamos el derecho de cualquier asociación a tener un ideario (16.17) la mesa está servida. No solo es una extrañeza en el derecho comparado la posibilidad de que las instituciones objeten por «razones de conciencia» (sic), sino que ello abre la puerta a discriminaciones arbitrarias contra personas o grupos minoritarios o vulnerables. Pero, más importante todavía, consagrar un derecho a objetar de carácter general sin limitaciones pulveriza la pretensión de coerción del derecho. Ninguna democracia constitucional reconoce tal posibilidad. Al contrario, la posibilidad de objetar los deberes o cargas que impone el Derecho solo se autorizan por ley en casos justificados, excepcionales y calificados. Reconocer un derecho general a objetar nos retrotrae de sopetón al derecho premoderno pensado para normar estamentos y no individuos.
En tercer lugar, el artículo 23.1 de la propuesta establece que «solo la ley podrá regular, limitar o complementar el ejercicio de los derechos fundamentales». Si bien la fórmula de que los derechos fundamentales solo puedan ser limitados por ley es una cláusula que podemos encontrar en el derecho comparado, extender tales restricciones a la «regulación» y «complementación» es un exceso que tornaría en inconstitucionales muchas de las actuales reglamentaciones que, por medio de la potestad reglamentaria administrativa o de normas infralegales, fiscalizan y reglan actividades relevantes. Quizás el mejor ejemplo sea la normativa ambiental.
En cuarto lugar, el procedimiento de reemplazo constitucional (artículo 218) es tan gravoso que torna virtualmente imposible la opción de sustituir la Carta Fundamental sin que medie un quiebre institucional. Más allá de que la pretensión de regular el cambio de una Constitución por otra resulta ser un ejercicio tan inútil como presuntuoso (supone imponer a las generaciones que vienen la forma en que éstas podrían darse una nueva Constitución), los requisitos superan cualquier atisbo de racionalidad. A lo que debemos agregar que el cuórum de reforma (artículos 215 a 217) vuelve a ser altísimo transformando a la Carta Fundamental es un claro caso de una Constitución muy rígida.
En quinto lugar, la disposición vigesimoséptima reduce el número de diputados a 138. No hay aquí espacio para argumentar por qué ya había buenas razones técnicas en 2015 para aumentar de 120 a 155 diputados. Lo único que quiero destacar es el hecho vergonzoso e irrisorio de que hasta la fecha no tengamos ninguna noticia sobre los cálculos que justifican tal reducción. No quisiera terminar sin dejar de señalar que el principio de paridad de género fue lisa y llanamente extirpado de la propuesta.
3. POR UNA CONSTITUCIÓN HABILITANTE PARA UN NUEVO CICLO POLÍTICO
Al momento en que termino de escribir estas líneas, se ha conocido la noticia de que, a pesar de la extensión del plazo, la Comisión Experta fue incapaz de lograr un acuerdo para presentar indicaciones en bloque. En vez de ello, cada sector ideológico ha presentado centenares de observaciones por separado. A la espera de la decisión del Consejo Constitucional, parece haberse cerrado la única puerta que estaba entreabierta para lanzar un salvavidas a esta segunda aventura constituyente. Ya no quedan espacios para convencer a la mayoría del Consejo Constitucional de que está cometiendo un error de lectura similar al que hundió el proceso anterior.
Pero que quede aquí registrado un último anhelo: si la mayoría encabezada por Republicanos en vez de escucharse solo a sí misma y creer que se dirige inexorablemente a un triunfo en diciembre se percata de que una buena Constitución es aquella que habilita de forma deferente al legislador democrático, no solo podrían pasar a la historia por haber liderado un proceso político complejo con éxito, sino que quizás podrían contribuir a consolidar una nueva institucionalidad que inicie un ciclo político virtuoso. Después de todo, ¿no es eso lo que todos queremos para Chile?
[1] En el diseño original de la Constitución de 1980 existían las leyes de cuórum calificado (que exigían el voto conforme de la mayoría absoluta de los senadores y diputados en ejercicio) y las leyes orgánicas constitucionales (que requerían cuatro séptimas partes de los senadores y diputados en ejercicio). Con la reforma constitucional de 27 de enero de 2023 las leyes orgánicas pasan a tener las mismas exigencias que las leyes de cuórum calificado.
[2] El artículo 16.23 f) dispone «Se asignarán recursos públicos a instituciones estatales y privadas según criterios de razonabilidad, calidad y no discriminación arbitraria. En ningún caso dicha asignación podrá condicionar la libertad de enseñanza» y la letra g) establece «La ley contemplará mecanismos que aseguren la no discriminación arbitraria en el acceso y el financiamiento de los estudiantes a la educación superior».