Venezuela y derechos humanos: dime con quién vas
06.10.2023
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
06.10.2023
Un nuevo informe confirmó hace un par de semanas ante el pleno de la ONU la «continua y persistente» violación de derechos fundamentales de los venezolanos por parte del gobierno de Nicolás Maduro. Son datos que a estas alturas no sorprenden, estima el autor de esta columna para CIPER, pero que sí dejan en evidencia a aquellos Estados que no los condenan.
Estas semanas están teniendo lugar en Ginebra (Suiza) las reuniones del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en paralelo a la celebración de la Asamblea General en la sede de ese organismo, en Nueva York. El pasado lunes 25 de septiembre se presentó ante el pleno de estados miembros —y a petición de algunos de ellos— un informe elaborado por una misión de expertos sobre la situación de los Derechos Humanos en Venezuela.
No hubo ninguna sorpresa. Sin dejar de constatar que desde 2021 parece haberse reducido la presión del gobierno de Venezuela sobre la sociedad civil, los miembros de la misión [imagen superior] advirtieron sobre la continua y persistente violación de derechos fundamentales en aquel país hasta el día de hoy. A lo largo del informe se citan varios casos de actos de represión gubernamental dirigidos a neutralizar a la disidencia. Estos van desde tácticas de control de instituciones teóricamente neutrales (el Consejo Nacional Electoral, la Defensoría del Pueblo o las Fuerzas de Seguridad), hasta acciones abiertamente arbitrarias y, en muchos casos, violentas (condenas judiciales a actores de la sociedad civil en procesos que no cumplen con las debidas garantías, inhabilitación de candidaturas de la oposición a cargos electivos, torturas o malos tratos denunciados pero no investigados por los órganos nacionales competentes, etc.). De entre esos puntos, el informe expresa su especial preocupación por los casos de flagrante violación de derechos fundamentales sufridos por seis sindicalistas (Néstor Astudillo, Gabriel Blanco, Alcides Bracho, Reynaldo Cortés, Alonso Meléndez, Emilio Negrín y Eudit Girot), un activista pro-derechos humanos (Javier Tarazona) y un miembro de un partido opositor (Víctor Ugas), acusados todos ellos de «terrorismo», «incitación al odio» o «asociación para delinquir» por el hecho de hacer valer sus legítimos derechos ciudadanos de expresión y asociación. También por los indicios de perpetuación en la recién creada Dirección de Acciones Estratégicas y Tácticas (DAET) de personal y de estructuras represivas procedentes de las extintas Fuerzas de Acciones Especiales (FAES), comando policial acusado de repetidas violaciones de derechos humanos durante su periodo de actividad.
Son hechos graves —dramáticos, si se quiere—, pero que no sorprenden tratándose de la Venezuela de Nicolás Maduro, uno de los regímenes más represivos de América Latina. Ante la contundencia del contenido del informe, el representante venezolano en la sala solo pudo contestar con una encendida retahíla de increpaciones al trabajo de la misión, de negaciones del contenido del informe y de denuncias a la ausencia de referencias en él a las sanciones económicas impuestas a ese país (probablemente el único punto respetable de semejante alocución). Entre esas soflamas, mencionó que la «única verificación contrastada [de la misión] es lo dispendioso e ineficiente de su oficio», denunció su obediencia a la «lógica hegemónica de maximizar la presión mediática y política sobre Venezuela», así como la «falsificación inescrupulosa de datos [dirigida a] imponer una depravación metodológica [al servicio de] las fake news», con el objetivo de orquestar «un show mediático» en torno a «inexistentes restricciones al espacio cívico [o] la ridícula existencia de supuestos crímenes de lesa humanidad» en su país. Pura retórica, carente de datos concretos, en una intervención que cerró con una estrambótica alusión a la supuesta «visión humanista, abierta y transparente, basada en el diálogo y la cooperación» del gobierno bolivariano de Venezuela con la comunidad internacional. De nuevo, ninguna sorpresa.
Lo mismo podría decirse de las intervenciones del resto de Estados a lo largo de la sesión. Los representantes de la Unión Europea, Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Canadá, Chile, Paraguay, Ecuador, Georgia, Uruguay, Ucrania o Perú se alinearon con el contenido del informe de la misión de expertos, a la que le agradecieron su trabajo. En el otro extremo se situaron los representantes de China, Rusia, Bielorrusia, Corea del Norte, Argelia, Argentina, Eritrea, Burundi, Siria, Irán, Bolivia, Yemen, Zimbabue, Sri Lanka, Cuba o Nicaragua, que denunciaron como una injerencia inaceptable el trabajo de una misión a la que acusaron de politizar el discurso de los derechos humanos para entrometerse en los asuntos de Venezuela, vulnerando de esa manera la soberanía de este país.
Salvo por Argentina (hoy todavía gobernada por el peronismo «kirchnerista») y Bolivia (uno de los pocos simpatizantes del régimen de Maduro en América Latina), ninguno de los Estados que mostraron su solidaridad con el gobierno de Venezuela se caracteriza por el respeto a los derechos humanos en su propio territorio. Algunos de ellos, como Corea del Norte, Irán, Cuba o Nicaragua, se cuentan entre los regímenes autoritarios más represivos del mundo. No en vano, y para sorpresa de nadie, fueron los representantes de las dos dictaduras caribeñas los que más se esforzaron por defender a su aliado en la región latinoamericana.
Dime con quién vas, Venezuela, y te diré quién eres. Semejantes compañeros de viaje despejan cualquier duda bienintencionada sobre la naturaleza represiva del régimen de Maduro. Minan la poca credibilidad de un gobierno que parece no renunciar a sus tácticas autoritarias de cara a las elecciones presidenciales de 2024, cómo muestran también sus acciones en torno a las primarias de la oposición (en las que se elegirá al candidato opositor a Maduro), previstas para finales de este mes.
Pero este razonamiento también se puede aplicar a la inversa. Los Estados que en situaciones de este tipo apoyan a regímenes como el venezolano quedan retratados. Especial mención merece el caso de China y de Rusia, por su condición de candidatos a líderes geopolíticos a escala global y regional, respectivamente. Su alineamiento con Venezuela no es un hecho aislado. Al día siguiente, en la presentación del informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre la vulneración de derechos fundamentales en Myanmar, ambas potencias adoptaron posiciones muy similares. No dudaron en insistir, de nuevo, en la importancia de mantener un estricto principio de no-intervención en asuntos internos de cada país, y advirtieron sobre el peligro de «politizar los derechos humanos». Loables principios en apariencia, salvo si consideramos el apoyo diplomático (y probablemente también armamentístico) que China y Rusia han prestado a la sangrienta junta militar que gobierna en Myanmar desde 2021.
Se trata, al fin, de todo un aviso a navegantes, más aún en el contexto de crisis geopolítica y de reconfiguración del orden internacional en el que nos encontramos.