El fin(al) de la «cuestión mapuche»: las tierras
25.09.2023
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25.09.2023
Ni los silencios del Presidente sobre el tema ni la deriva del debate constituyente en desarrollo permiten creer que al fin surgirán iniciativas sobre restitución territorial mapuche. En columna para CIPER, un abogado revisa la historia y el presente de una causa que considera vigente: «La lucha por las tierras y el territorio continuará hasta encontrar justicia. Y así como el río se contiene en épocas serenas, pero llegada la tormenta reclama su antiguo cauce, nuevas formas de lucha aparecerán para buscar solución a la cuestión mapuche.»
Cuando en 2020 floreció la quila, inmediatamente comenzó la especulación sobre las tragedias que se avecinaban para el mundo mapuche. Como de costumbre, nuestras familias lo asociaron a desastres naturales, y no tanto a tragedias sociológicas o políticas. Yo no le presté mucha atención a aquello sino hasta el 19 de diciembre de 2021, día en que Gabriel Boric ganó la presidencia. Durante esas semanas me desempeñaba como asesor en la Convención Constitucional, y, francamente, el triunfo de Boric me generó cierto entusiasmo, a propósito de la restitución territorial mapuche. Expectante esperé su primera alocución para constatar cómo, de cara al país, el nuevo Presidente reafirmaría su compromiso con la devolución de las tierras.
Pero no: ninguna palabra. Apenas mencionó las «perspectivas lingüísticas y culturales» de los pueblos indígenas. Ni derechos políticos, ni tierras ni autonomía. Un vacío que jamás vendría a llenarse —pues no se debió a un simple lapsus—, y que me hizo recordar a la quila florecida y sus desgracias: el fin de la cuestión mapuche había llegado.
Lo primero a entender es que lo mapuche es «cuestión» porque allí existe un conflicto que merece resolución. El Estado chileno también lo tiene claro desde que, a inicios de siglo, asumió la «verdad histórica», perseverando en una reforma constitucional que, reconociendo a los pueblos indígenas en la Carta Magna, diera solución a las demandas mapuche.
Ahora bien, si aquel cambio constitucional guardase relación únicamente con lo cultural —lengua, tradiciones, folclor, etc.—, ni sería necesario ni, mucho menos, solucionaría problema alguno. En simple, la Constitución vigente jamás ha prohibido las expresiones culturales indígenas; por el contrario, se fomentan cuando el artículo 1º establece que: «El Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus único propios fines específicos».
A ello, hay que agregar la batería de instrumentos internacionales que reconocen derechos culturales, y hasta políticos, de los pueblos indígenas en Chile. Por ello es que existen una Ley indígena y la CONADI; salud y educación intercultural; becas indígenas; señalética del Poder Judicial, del Registro Civil y de hospitales en mapudungún; el 21 de junio como feriado irrenunciable; escolares disfrazados de mapuche para conmemorar distintas efemérides; procesos de consulta indígena; museos destinados a los pueblos originarios, entre otras expresiones de aquello.
Siendo así, entonces no cabe hablar de cuestión ni de conflicto alguno, al menos, hasta ahora. Y es que en el actual proceso constitucional, el anteproyecto de la Comisión Experta pivota los derechos indígenas desde la multiculturalidad y el reconocimiento de «identidades», lo cual podría derivar en que lo cultural-indígena sea un conflicto. Ni hablar si prosperan las enmiendas presentadas por consejeros republicanos, pues reducen, más todavía, los ya parsimoniosos derechos culturales del anteproyecto [1].
De momento, lo único seguro es que, puesto lo mapuche como una cuestión estrictamente cultural, el problema no es problema, como dice la canción.
Pero las tierras y el territorio sí que lo son. Es esta la cuestión mapuche que merece resolución, y cuyas formas de reclamo quedan reducidas a demandar en tribunales o acudir a CONADI, aunque sean opciones ya desahuciadas debido a la imposibilidad de acceder a justicia territorial (a su vez, consecuencia del pecado original de no contar con algún título de merced o comisario). Evidentemente, hay que respetar la ley. El problema es que la burocracia y discriminación en el acceso a los subsidios, vía CONADI, desincentiva hasta los más optimistas proyectos. La ley Nº 19.253 reconoce que, para los indígenas, la tierra «es el fundamento principal de su existencia y cultura» (art. 1), y además establece el «deber de la sociedad en general y del Estado en particular […] de las tierras indígenas, velar por su adecuada explotación, por su equilibrio ecológico y propender a su ampliación». Bello propósito que jamás acontece, dejando en evidencia la soterrada intención del legislador de que esas tierras no se amplíen, sino que disminuyan.
La judicialización es la otra vía legítima, con una litigación incipiente y jurisprudencia cada vez más cotidiana. Enhorabuena, pues pone a prueba al Estado chileno en torno a si lo conflictivo es solo la forma de reclamar las tierras ancestrales (recuperación, tomas) o, en verdad, no hay intención de transitar hacia la verdad «procesal», a partir de la cual se reparen los daños sufridos por los procesos de desposesión y usurpación sufridos. Como se trata de un asunto incipiente, cabe la esperanza de que la jurisprudencia evolucione en positivo hasta resolver las cuestiones de fondo, concretamente la responsabilidad estatal por no haber titulado todas las tierras, o reconocer el «título indígena» para demostrar la posesión material y dominio sobre esas tierras. Por lo pronto, lo novedoso de los fallos contrasta con el enfoque atávico y hasta racista de cómo debe explicarse la relación entre un mapuche y su tierra, redundando en el bajo monto de las indemnizaciones. En 2022, por ejemplo, la Corte Suprema innovó al reconocer el «valor cultural» de la tierra, en un caso en el que unas personas mapuche demandaron al Fisco por la indemnización asignada a consecuencia de una expropiación. Finalmente la Corte acogió el reclamo y elevó el monto indemnizatorio (aunque con desconcertante tesis para justificar por qué de la escala de dinero propuesta por la CONADI apenas otorgaría el mínimo [2]; el mapuchómetro, en su máxima expresión).
***
Aunque sea evidente, hay que insistir en que el Estado no tiene intenciones serias de otorgar justicia a la demanda territorial mapuche. El último bluf es la denominada «Comisión para la Paz y Entendimiento», otra raya en el mar de la injusticia. No justice, no peace: sabido es que cuando el Estado falla a su principal propósito, el monopolio de la fuerza pierde justificación, reapareciendo la autotutela. Solo en este siglo, las «detenciones ciudadanas» y la «funa 2.0» son dos expresiones validadas ampliamente por la sociedad chilena. Otra es la toma de terrenos, lo cual merece más comentario debido al contrapunto que se ha generado con la ley «antitomas» y la situación mapuche. La historia de esta ley deja en evidencia la dispar respuesta estatal ante un mismo fenómeno: el delito de usurpación. Así, hemos visto cómo el lobby de empresas y organizaciones —dedicadas a la gestión de tomas o campamentos— ha tratado de salvar su negocio apelando a la diferencia que existiría con las reivindicaciones violentas de tierras en el sur. Las indicaciones, en este sentido, fueron desestimadas en el Congreso, y bien. Digo bien, pues constitucionalmente no debe existir diferencia entre tomas patrocinadas por dichas organizaciones versus tomas provenientes de la protesta social; ni menos entre personas pobres que se toman terrenos en Santiago o en zona mapuche.
Y eso de la violencia tampoco es un argumento válido, pues las estadísticas judiciales demuestran que casi la totalidad de las ocupaciones mapuche nunca han estado vinculadas a hechos de violencia. El trasfondo es otro: la ausencia de justicia —por las tierras usurpadas—, sumada a lo inútil que han demostrado ser las vías legales (CONADI, tribunales), empujaron a las personas mapuche a acudir a las «recuperaciones territoriales», principalmente después de 1997.
Efectivamente, y a diferencia de una toma, se trata de «recuperaciones», al estar demostrado que esas eran tierras mapuche. Aunque el discurso oficial diga que la ley contra las «usurpaciones» apunta a la violencia rural, en verdad el objetivo es criminalizar las recuperaciones territoriales no violentas, debido a la peligrosa simpatía y validación política que estas ganaron al interior de la sociedad mapuche (y que siguen sumando adeptos, ya que ha resultado ser la única vía, eficaz y eficiente a la hora de correr el cerco más allá de «lo posible» y avanzar en la conquista de derechos). Este es el contexto donde gravita el (permanente) estado de excepción, la «Ley Naín-Retamal», la reforma a la ley «antiterrorista», y el «Supremazo» del 2022, que había ordenado ya hacer desaparecer —literalmente— cualquier recuperación territorial en zona mapuche.
Afirmar que la cuestión mapuche llega a su fin probablemente suene destemplado, pero no: el irrestricto respeto a la ley ha puesto al mapuche en la cruel encrucijada de no tener chance de recuperar el territorio ancestral. Y tanto peor, pues la pobreza y las racistas y atávicas exigencias impuestas por los tribunales de Justicia a la hora de otorgar protección a las tierras indígenas han empujado a muchas personas mapuche a considerar la idea de desafectar las que poseen para, recién así, poder adaptarse a la economía de mercado (y, de paso, evitar la constante demostración que se es tan indio como aquellos que describen los antropólogos y libros de Historia, pese a vivir hoy en la ciudad y usar tecnología). Llega a su fin una época en que la reivindicación de derechos estuvo marcada por la recuperación y el control territorial de facto; aunque solo esto termina, y no la finalidad misma de la cuestión mapuche.
La lucha por las tierras y el territorio continuará hasta encontrar justicia. Y así como el río se contiene en épocas serenas, pero llegada la tormenta reclama su antiguo cauce, nuevas formas de lucha aparecerán para buscar solución a la cuestión mapuche. Probablemente más protesta y violencia nunca antes vista; esperemos que no. Quizás, nuevas estrategias judiciales, como es el caso de la demanda Rapa Nui ante la Corte Interamericana; es de esperar. Hay quienes —siguiendo a Nozick y su principio de rectificación de injusticias históricas— pretenden sepultar cualquier posibilidad de reparación a la desposesión, expoliación y usurpación del territorio mapuche, pues generaría problemas mayores. Esa impresión motiva ver la lápida del anteproyecto constitucional hoy en debate (artículo 7): «La Constitución reconoce a los pueblos indígenas como parte de la Nación chilena, que es una e indivisible». Una frase que sepulta las aspiraciones autonómicas y territoriales mapuche, en cuanto indígenas. Siendo así, quizás el giro sea abandonar la categoría «indígena» y comenzar a reivindicar derechos simplemente como mapuche, continuadores de nuestros antiguos y de los tratados acordados con el Estado chileno. Este proceso Constituyente parece querer sepultar definitivamente nuestras aspiraciones, aunque olvidan que nos debemos a la ñuke mapu. Querrán enterrarnos, pero somos la semilla.
[1] Me refiero a la enmienda de los consejeros Fincheira, Gatica, Hevia, López, Montoya y Rojas que pretende sustituir la frase: «El Estado respetará y promoverá sus derechos individuales y colectivos garantizados por esta Constitución, las leyes y los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes», incluida en el inciso 1 del art. 7, por la siguiente: »El Estado respetará y promoverá sus culturas, así como sus derechos garantizados por esta Constitución y las leyes. El Estado y sus organismos no discriminarán arbitrariamente entre los distintos pueblos indígenas.»
[2] A su juicio, las demandantes no eran auténtica o completamente mapuche, toda vez que el inmueble expropiado no estaba «destinado a actividades de significación cultural o religiosa, ni al desarrollo de actividades económicas tradicionales», y la familia era «dispersa» y habían «perdido el vínculo de comunidad familiar» [caso «(Rufino y María) Queupumil con SERVIU»; Corte Suprema, roles 13.750-2020, 139.751-2020, sentencias del 15 de marzo de 2022].