Libros: El horror, el horror
08.09.2023
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08.09.2023
Sobre Señales de nosotros , de Lina Meruane (Alquimia, 2023): «Jugando en los límites de la autoficción, la autora no solo se enfrenta a preguntas incómodas acerca de nuestra historia y memoria, sino que parece asignar responsabilidades a quienes crecieron durante el régimen de Pinochet. Los hijos de las élites santiaguinas son, en este libro, cómplices pasivos.»
Un destello encandila, hacia el final de Señales de nosotros, la mirada inocente de la narradora. Una mirada que hasta entonces no había visto, no sabía, no se enteraba de lo que estaba sucediendo en el Chile de la dictadura. Hay una epifanía cuando escucha a R., su amiga y compañera de colegio, afirmar que vivimos en el horror. A partir de ese momento ya no sería posible hacer caso omiso de él. Todo lo que habíamos visto hasta allí —el colegio británico y sus competencias deportivas, sus actividades literarias y sus edificios cubiertos de enredaderas— quedarían manchados debido a que una niña y adolescente no había querido seguir esas señales que dan título a la obra. Jugando en los límites de la autoficción, Lina Meruane (1970), destacada escritora y académica chilena residente en Nueva York, no solo se enfrenta a preguntas incómodas acerca de nuestra historia y memoria, sino que parece asignar responsabilidades a quienes crecieron durante el régimen de Pinochet. Los hijos de las élites santiaguinas son, en este libro, cómplices pasivos.
Este brevísimo volumen logra construir una atmósfera caracterizada, por un lado, por la inocencia infantil. En menos de 70 páginas, la narradora repasa episodios de su niñez y adolescencia en un colegio de élite, siendo testigo de una época en que los militares dominan el país y donde la economía sufre las inestabilidades propias de un cambio de modelo. El Santiago de la niñez y la primera juventud tiene el tono gris y los cielos bajos que se han vuelto algo así como el escenario característico de «la generación de los hijos»: la cotidianidad de una ciudad inundada por las lluvias, de los inviernos con estufa a parafina y de escolares andando en micro recuerdan algunos pasajes de Zambra o de Nona Fernández, o esa escolaridad politizada de la película Machuca. Sin embargo, lo que en otras obras puede ser inocencia o pureza está aquí, desde la primera página, interpelado por una reflexión muy afilada: «¿Será que la política dictatorial de despolitizar al país, asumida por todas las instituciones y por nuestro colegio, por nuestras familias, nuestros padres, nos redime retrospectivamente de responsabilidad? ¿No será que escudarnos en la infancia nos hace cómplices?»
En el relato de Meruane no solo la infancia se ve atravesada por una total politización, sino que todo pensamiento, palabra, obra y omisión se interpreta desde la culpa política, desde la posibilidad de ser encubridores de los crímenes cometidos por la dictadura. Ni en los juegos infantiles ni en las horas de ocio frente a la televisión hay espacio para la inocencia o la despreocupación. ¡Incluso la fabricación casera de mermeladas y conservas se interpreta, desde esta perspectiva, como una prevención ante un posible desabastecimiento como el que se vivió en la Unidad Popular! La infancia, así, deja de ser tal: la interpelación de la narradora hace imposible el aprendizaje gratuito o la experiencia lúdica para conocer el mundo, pues todo es susceptible de despertar un profundo sentimiento de culpabilidad. «¿Era que los dolores ajenos no nos concernían? ¿Era que estábamos distraídos por las tareas y las teleseries y los programas de baile? ¿Era que no queríamos saber?»
El punto de vista de la infancia es una herramienta enormemente fructífera a la hora de tratar con sutileza episodios o hechos de particular dificultad. La perspectiva infantil permite observar de reojo ciertas situaciones que, miradas de manera directa, se vuelven insoportables, hirientes o incomprensibles. La atmósfera y la luz con que se compone un relato de esa naturaleza, por ende, permite detenerse en realidades que de otro modo expulsan al lector. El modo en que la narración aborda el divorcio de los padres en Lo que Maisie sabía, de Henry James, la primera decepción amorosa en “Los venenos”, de Julio Cortázar, o la reforma agraria chilena en Cuando éramos inmortales, de Arturo Fontaine, son ejemplos de esa posibilidad. Señales de nosotros, sin embargo, abandona los matices propios de una mirada infantil o adolescente, y adopta un lenguaje que, más allá del lugar común, resulta inverosímil para alguien de esa edad:
Más de cerca, dentro de nuestras aulas, vislumbraríamos la violencia económica instituida por la burocrática Junta y los eficaces tecnócratas formados en la Universidad de Chicago, con Milton Friedman de profesor guía y sus neoliberales boys de asistentes. No sabíamos entonces que, uno, Chile fue elegido como laboratorio del salvaje sistema de libre mercado, que, dos, la brutalidad del capitalismo que se estaba ensayando en nuestro país requería de una dictadura dispuesta a reprimir toda resistencia.
Si bien el libro está narrado en pasado, la enorme distancia entre ese foco puesto en la infancia y el tono militante que utiliza la narradora pareciera abrir una brecha insalvable entre los dos planos sobre los que se sostiene la trama.
A pocos días de cumplirse los cincuenta años del Golpe de Estado en Chile, el clima político y cultural aparece crecientemente crispado en torno a la memoria reciente. Abundan novelas sobre la UP, el Golpe y la dictadura, muchas de ellas contribuyendo, desde un cuidado lenguaje estético, a dimensionar las múltiples tragedias que se experimentaron cuando diversos proyectos políticos se consideraron incompatibles entre sí. Algunas de estas narrativas logran, por medio de la denuncia, volver los ojos sobre una realidad difícil de observar desde los crudos hechos. Y aunque hay muchos ejemplos que, a pesar de la dificultad, consiguen alinearse con discursos militantes y comprometidos con las causas de izquierda al tiempo que elaboran obras complejas y sugerentes, Señales de nosotros aparece como una impostura que busca forzar los significados de nuestra historia, asignando culpas donde solo hubo una pertenencia a cierta clase o a cierto tipo de familias, y queriendo denunciar donde debiera haber poco más que una alusión que permita mirar con detención y con un juicio suspendido. La infancia en este libro de Meruane parece ser una simulación, detrás de cuyos límites parece no haber más que puro y simple horror. Y aunque la narradora se convenza, a partir de esas palabras que escucha de su amiga a las que aludimos al comienzo, de esa realidad horrorosa y violenta, pareciera que la infancia en dictadura fue algo más compleja que eso.