TEXTO SE BASA EN DOCUMENTOS DE CANCILLERÍA, ARCHIVO DE BRASILIA, DEPARTAMENTO DE ESTADO Y LA CIA
Extracto del libro «El Brasil de Pinochet»: autor sostiene que Jarpa pidió recursos para comprar armas contra Allende
08.09.2023
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
TEXTO SE BASA EN DOCUMENTOS DE CANCILLERÍA, ARCHIVO DE BRASILIA, DEPARTAMENTO DE ESTADO Y LA CIA
08.09.2023
El periodista brasileño, Roberto Simon, revela en este libro que el entonces presidente del Partido Nacional y después ministro de Interior de Augusto Pinochet, pidió sin éxito ayuda a Brasil para financiar armas destinadas a la oposición a Salvador Allende. El texto expone todos los antecedentes del apoyo que brindó la dictadura brasileña a la conspiración contra la UP. Publicado por LOM Ediciones, el libro será lanzado este sábado 9 de septiembre, ceremonia que contará con los periodistas John Dinges y Faride Zerán y el investigador, Peter Kornbluh. El siguiente es un fragmento del texto que CIPER ofrece como adelanto.
El presidente del Partido Nacional, Sergio Onofre Jarpa, golpeó a la puerta de la embajada brasileña en Santiago en septiembre de 1971. De nuevo quería ayuda. La primera vez, días antes de la victoria de Salvador Allende en las urnas, dos emisarios suyos pidieron que Brasil sirviera de canal secreto para un mensaje al entonces jefe de las Fuerzas Armadas argentinas (y futuro presidente) Lanusse. Ahora el pedido era aún más comprometedor. «Después de muchos circunloquios» en la conversación, según contó el embajador Câmara Canto, el líder del principal partido de la derecha de Chile llegó al punto: quería que la dictadura brasileña le diera dinero para comprar armas contra Allende.7
El triunfo del médico socialista en 1970 despertó en Câmara Canto una profunda desconfianza en la capacidad de los partidos tradicionales chilenos, como el Partido Nacional o el Demócrata Cristiano, de aplastar a la izquierda. Si alguien podía hacer alguna cosa en Chile eran las Fuerzas Armadas, pensaba el embajador después de la última elección presidencial. «Solamente un levantamiento militar» sería capaz de «atajar» a un gobierno de la Unidad Popular, escribió a Itamaraty cuatro días después de que la Unidad Popular venciera la disputa presidencial.8 La omisión del presidente Frei y las querellas inútiles dentro del campo conservador habrían abierto las puertas de La Moneda a Allende y sus aliados. Los únicos que podrían arrancar a Chile de las manos del comunismo –y mantenerlo alejado de él– eran los comandantes militares dispuestos a romper la tradición legalista de las Fuerzas Armadas chilenas.
Esa postura orientaría a Câmara Canto en los 1001 días que mediaron entre el triunfo de Allende y el disparo de la AK-47 que lo dejó sin vida sobre un sofá del palacio presidencial.
Al señor canoso de aspecto grave sentado en su gabinete, Câmara Canto le dijo un diplomático «no». Los tiempos mudaban rápido y, para el embajador brasileño, Jarpa había sido atropellado por el curso de los acontecimientos. El chileno insistió sin éxito. Las armas quedarían fuera, pero ambos concordaron en ampliar el intercambio de información sobre los rumbos de la oposición a Allende.
El presidente del Partido Nacional no se conformó. Días después, en una visita a Colombia, requirió al embajador brasileño en Bogotá, Fernando de Alencar, y le contó que estaba teniendo encuentros con líderes conservadores y empresarios colombianos en busca de apoyo en la lucha contra la Unidad Popular. Antes habría estado en Estados Unidos, con Kissinger y con autoridades del Departamento de Estado, y su próxima parada, anunció, sería Brasil. Con el colega de Câmara Canto, Jarpa fue más circunspecto y no habló de armas. Alencar fue instruido por Brasilia a adoptar una actitud tan solo «discreta y de escuchar», en el caso de que el insistente chileno lo requiriera nuevamente.9
Para la dictadura no valía la pena apostar en el viejo líder conservador, cuyo candidato presidencial, un expresidente, había conseguido menos de un tercio de los votos válidos en las elecciones de 1970. Había otros caballos más atractivos en la carrera, sobre todo aquellos que fluctuaban en una zona grisácea entre la oficialidad de las Fuerzas Armadas y la oposición política a la Unidad Popular.
Armas y conspiraciones eran temas de la agenda de los diplomáticos brasileños en Chile. En un cóctel a inicios de 1972, el cónsul de Brasil en Santiago, Mellilo Moreira de Mello, fue sorprendido por comentarios indiscretos sobre armamento extranjero que estaba llegando a la oposición chilena, en medio de una conversación conducida por el agregado militar de Paraguay. Su país y Bolivia, dijo el coronel paraguayo, estaban llevando armas a Chile para derrocar a la Unidad Popular, pero el régimen de Alfredo Stroessner no tenía medios para hacer esto por cuenta propia. Y completó: él sabía que Brasil estaba en la jugada. «Recurrí a la ‘cara de póker’ y no respondí nada», escribió Mello, que era del aparato de espionaje de la diplomacia brasileña en Chile, en un mensaje ultrasecreto a Brasilia.10
La dictadura pescaba en aguas turbias en Chile, intentando identificar posibles articuladores y líderes de una rebelión militar. Con la Unidad Popular en el gobierno, Câmara Canto comenzó a apostar en los canales de diálogo con la Marina, la cuna de la conspiración militar en Chile. Los propios marinos brasileños ya estaban en contacto con colegas chilenos que proyectaban resistir a la «allendización» del país, según había oído el embajador estadounidense en Brasil.11 El representante diplomático de la dictadura en Santiago le echaba leña al fuego.
La Marina chilena dio origen tanto al golpe de 1973 como a los planes económicos de liberalización radical, a los que el régimen de Augusto Pinochet abrió camino. Fue la primera en abrazar la ruptura del orden constitucional, seguida por la Fuerza Aérea y, por último, el Ejército. El día del golpe, los marinos pusieron en marcha la conspiración al sublevar sus tropas en Valparaíso en las primeras horas de la madrugada.
Dos años antes del asalto, Câmara Canto fue convidado por el almirantazgo para que se embarcara en el navío-escuela Esmeralda, el orgullo de la escuadra chilena, para un viaje de tres días en el Pacífico. El consejero Cláudio Luiz dos Santos Rocha, formado en la escuela Superior de Guerra, y el agregado naval de la embajada, Benedicto Jordão de Andrade, lo acompañaron. Con el continente en la línea del horizonte, al embajador se le ponían los pelos de punta al escuchar las confidencias del capitán de la Esmeralda, Ernesto Jobet Ojeda, encarnación del espíritu tradicionalista y aristocrático de la Marina chilena. «En largas conversaciones con el comandante, este se refirió innúmeras veces a la actual situación política chilena. Sin ningún embarazo me manifestó su punto de vista, contrario a la tentativa de socialización del país», escribió el embajador a Gibson Barboza.12
Meses antes, Jobet había recibido en su navío a otro visitante: Fidel Castro. Determinado a romper el bloqueo a Cuba, Allende despachó la Esmeralda a la isla socialista en un osado gesto político. Fidel conoció la embarcación y, al final, conversando en la cabina del capitán, preguntó qué deseaba hacer en Cuba. «Jugar golf», fue la respuesta (Jobet era un aficionado a ese deporte). El comandante cubano, a pesar de no tener ni la más remota idea de cómo dar un golpe en el golf, aceptó. Los dos fueron a la cancha de un club inglés frecuentado por extranjeros: Fidel de uniforme y Jobet con indumentaria ajedrezada de golfista. (El encuentro entre extremos en aquel campo se transformó en la mejor escena del libro Persona non grata, de Jorge Edwards, el primer encargado de negocios de Allende en La Habana.)13
A Câmara Canto, Jobet le dijo que fue «con mucho disgusto» a Cuba, un «Estado policial donde predomina una gran pobreza». Más importante: en secreto le confió que estaba manteniendo «el más franco intercambio de ideas» con sus subordinados sobre la realidad política chilena y que todos tenían «idéntica repulsión al rumbo de Chile en la ruta hacia el marxismo». «¿Todos?», preguntó el embajador. Toda la fuerza pensaba de esa forma, afirmó Jobet, «salvo poquísimos casos».
Se llegaba, entonces, a la pregunta ineludible: ¿qué hacer ante tal animosidad? Jobet afirmó que el comandante de la Marina, el almirante Raúl Montero Cornejo, «en el momento adecuado», tomaría las decisiones correctas para expurgar el marxismo. El recado quedó bien guardado. Câmara Canto preguntó después si su presencia en la Esmeralda no podría ser interpretada como una afrenta de los marinos contra Allende. Jobet dijo que no, porque en la Marina mandaba Montero, y reiteró elogios a la dictadura brasileña. Con el golpe, el capitán de la Esmeralda pasó a ser embajador de Pinochet en Nueva Zelanda y, después, subsecretario de la fuerza naval.
Câmara Canto pisó en terreno firme aún más convencido de que la Marina era la línea de frente contra la Unidad Popular y que Brasil debería continuar con esa aproximación. Poco después del viaje, el ministro de la Marina del gobierno de Médici, el almirante de escuadra Adalberto de Barros Nunes, convidó a su homólogo chileno, Montero, a visitar Río, São Paulo y Brasilia.14 Antes de dirigirse a Brasil, el comandante chileno le ofreció una cena a Câmara Canto, en la cual, en una conversa marginal, reveló los últimos roces entre Allende y la Marina. Aliados del presidente se habían irritado con la participación de Chile en la Operación Unitas de aquel año, el tradicional ejercicio de guerra en el mar, con varios países latinoamericanos, bajo el comando de Estados Unidos. Cuando era senador, el médico socialista había atacado la adhesión chilena al entrenamiento de guerra bajo los auspicios de Washington. Como presidente, dio pie atrás.15
Câmara Canto estaba especialmente entusiasmado con la oportunidad que representaba la visita de Montero a Brasil. Poco antes de que el almirante dejara Chile, escribió a Itamaraty:
Sus condiciones de comandante en jefe de la Armada de Chile, […] su profunda simpatía por Brasil y su elevado aprecio por la figura de nuestro presidente, demostrado pública- mente en innumerables oportunidades, lo hacen acreedor de nuestra especial atención, más aun considerando la actual situación política de Chile, en que la Marina podría ser el último baluarte de la democracia en este país.16
El embajador sugirió que Montero fuera recibido por el propio Médici.
El presidente no se encontró con el visitante chileno a causa de problemas de agenda, pero Montero impresionó a sus anfitriones brasileños. Era un «hombre de cultura y equilibrio, demócrata convencido, católico practicante y anticomunista declarado», resumió el contraalmirante Diocles Lima de Siqueira, su cicerón en territorio brasileño. Pero también decía ser un legalista. En confianza, Montero les dijo a los brasileños que solo aceptaría derrocar a Allende «en el caso de que realmente [fueran] fundamentalmente heridos los principios constitucionales y democráticos».17 En el informe preparado sobre los resultados de la visita, ese es el único trecho subrayado.
De vuelta a Chile, el almirante se encontró con Allende, que quiso saber detalles de su estada en Brasil. La conversación se extendería por dos horas.18
Brasil reforzaba los puentes con la Marina chilena, mientras la Armada veía cada vez más a Brasil como un punto de apoyo y un modelo en la lucha que, silenciosamente, preparaba contra el gobierno constitucional. Pero, específicamente con Montero, la colusión no prosperaría. El almirante nunca llegó a la conclusión de que Allende había violado la Constitución. Por lo tanto, se mantuvo contrario a la intervención de los militares en la política. Antes de lanzar la ofensiva del 11 de septiembre, los oficiales rebeldes de la Marina dieron un golpe interno contra el almirante. El día 31 de agosto de 1973, Montero comprendió que había perdido el control de la fuerza en beneficio de José Toribio Merino, Patricio Carvajal e Ismael Huerta, implicados en la conspiración, y presentó su renuncia a Allende. El presidente la rechazó. Doce días después fue encerrado en su propia casa, con las líneas telefónicas cortadas por sus antiguos subalternos para que no consiguiera reaccionar al golpe. Aislado, le restó escuchar los aviones que cruzaban sobre su tejado al bombardear La Moneda.